—Eso parece —dijo, dando una tardía respuesta a la pregunta del mesklinita, mientras rodeaba la cabeza del monstruo marino muerto para regresar al tanque. Tenía miedo de lo que encontraría.
Barlennan, con más curiosidad que nunca, lo siguió reptando, su modo más natural de desplazarse.
Lackland sintió un abrumador alivio al ver el tanque, pero se alarmó al llegar a la portezuela.
El suelo había quedado convertido en delgadas serpentinas de metal, algunas de las cuales se hallaban pegadas a la base de las paredes, y otras, enmarañadas entre los controles y otros elementos del interior. El motor, que estaba debajo del suelo, había quedado casi totalmente al descubierto, y un vistazo bastó para que el consternado terrícola comprendiera que se había estropeado sin remedio. Barlennan estaba muy interesado en el fenómeno.
—Deduzco que llevabas algún explosivo en tu tanque —observó—. ¿Por qué no lo utilizaste para obtener el material que necesitabas de este animal? ¿Y por qué estalló?
—Tienes una gran habilidad para hacer preguntas difíciles —repuso Lackland—. La respuesta a la primera pregunta es que no llevaba ninguno; en cuanto a la segunda, se tanto como tú.
—Pero, debe de haber sido algo que llevabas —señaló Barlennan—. Incluso yo puedo ver que algo intentaba salir de debajo del tanque, y en Mesklin no tenemos cosas que actúen así.
—Admitiendo tu lógica, no había nada debajo de ese suelo que a mi juicio pudiera estallar —replicó el hombre—. Los motores eléctricos y sus acumuladores no son explosivos. Un examen atento sin duda revelará rastros de lo que era, si es que estaba en algún contenedor, pues ningún fragmento parece haber salido fuera del tanque…, pero antes debo resolver un problema más grave, Barlennan.
—¿Cuál?
—Estoy a veinticinco kilómetros de mis provisiones, salvo los alimentos que llevo en la escafandra. El tanque ha quedado destrozado, y, si alguna vez hubo un terrícola que pudiera caminar veinticinco kilómetros dentro de una escafandra térmica de ocho atmósferas bajo tres gravedades, desde luego ése no soy yo. Mi aire durará indefinidamente con estas agallas artificiales y con suficiente luz solar, pero me moriré de hambre antes de llegar a la estación.
—¿No puedes llamar a tus amigos de la estación lunar para que envíen un cohete?
—Podría. Quizás ya lo sepan, si hay alguien en la sala de radio oyendo esta conversación. El problema es que, si necesito ayuda, el doctor Rosten me ordenará regresar a Toorey durante el invierno, y ya me costó bastante convencerlo de que me diera autorización para quedarme. Tendrá que enterarse del percance, pero quiero contárselo desde la estación… después de llegar allá sin su ayuda. Ahora bien, aquí no hay energía suficiente para permitirme regresar; y aunque pudiera meter más alimentos en los contenedores de esta escafandra sin dejar entrar vuestro aire, tú no podrías entrar en la estación para sacar las provisiones.
—De cualquier modo, llamemos a mis tripulantes —declaró Barlennan—. Esta comida les vendrá bien. Además, tengo otra idea.
—Allá vamos, capitán —dijo por radio la voz de Dondragmer, sobresaltando a Lackland, quien había olvidado el acuerdo de dejar que cada radio oyera a las demás, y sobresaltando al capitán, quien no había notado que su piloto había aprendido tanto inglés—. Estaremos con vosotros dentro de pocos días; al salir, seguimos la misma dirección que la máquina del Volador.
—Veo que vosotros no pasaréis hambre durante un tiempo —dijo el hombre, mirando hoscamente la montaña de carne—. Pero ¿cuál es tu otra idea? ¿Solucionará mi problema?
—Un poco, creo. —El mesklinita habría sonreído de haber tenido una boca flexible—. ¿Quieres plantarte sobre mí?
Lackland se quedó tieso de asombro ante tal requerimiento; a fin de cuentas, Barlennan tenía el aspecto de una oruga, y cuando un hombre pisa una oruga… Luego se relajó y sonrió.
—De acuerdo, Barlennan, por un momento había olvidado las circunstancias.
El mesklinita se había apoyado en todos sus pies durante la pausa; y, sin mas dilación, Lackland se dispuso a hacer lo que le pedía. Sin embargo, se presentó una dificultad.
Lackland tenía una masa de aproximadamente setenta kilos, y su escafandra, un milagro de la ingeniería, pesaba otro tanto. En el ecuador de Mesklin, pues, el hombre y la escafandra pesaban más o menos cuatrocientos cincuenta kilos (Lackland no habría podido dar un paso sin el ingenioso servomecanismo de las piernas), y ese peso era sólo poco más de la cuarta parte del de Barlennan en las regiones polares de su planeta. El mesklinita no tenía dificultades para acarrearlo; el problema radicaba en la mera geometría. Barlennan era un cilindro de casi medio metro de longitud y cinco centímetros de diámetro; por consiguiente, mantenerse en equilibrio encima de él era una imposibilidad física para el terrícola con escafandra.
El mesklinita quedó perplejo; esta vez fue a Lackland a quien se le ocurrió una solución. Algunas láminas laterales de la parte inferior del tanque se habían aflojado con la explosión; siguiendo las instrucciones de Lackland, Barlennan, con considerable esfuerzo, consiguió desprender una. Tenía más de medio metro de ancho y dos de largo; con tal extremo curvado ligeramente por las poderosas pinzas del nativo, se convertía en un admirable trineo. Sin embargo, no habían pensado que Barlennan pesaba un kilo y medio en esta parte del planeta. Por lo tanto, no tenía la tracción necesaria para remolcar el vehículo, y las plantas que habrían servido de anclas se encontraban a medio kilómetro.
L
a llegada de la tripulación, días después, solucionó el problema de Lackland.
La mera cantidad de nativos era de escasa ayuda, pues ni siquiera veintiún mesklinitas tenían la tracción suficiente para remolcar el trineo cargado. Barlennan pensó en acarrearlo colocando un tripulante bajo cada esquina, e hizo lo posible para superar el condicionamiento mesklinita que les impedía ponerse bajo un objeto masivo. Sin embargo, cuando al fin lo consiguió, el esfuerzo resultó inútil; la lámina de metal no tenía el grosor suficiente y se abolló.
Entretanto, Dondragmer se había dedicado, sin hacer comentarios, a desenrollar y unir los cabos que normalmente se utilizaban con las redes de caza. Colocados en fila, tenían la longitud suficiente para llegar a las plantas más próximas; las raíces de dichas plantas, que normalmente resistían los peores vendavales de Mesklin, brindaban el soporte necesario. Cuatro días después, una caravana de trineos construidos con las láminas del tanque emprendió el regreso hacia el Bree, con Lackland y un inmenso cargamento de carne; a una velocidad de un kilómetro por hora, llegó a la nave en sesenta y un días. Dos días más de faena, con la ayuda de otros tripulantes, bastaron para trasladar a Lackland y su escafandra a través de la vegetación que crecía entre la nave y el domo, y dejarlo a salvo en la cámara de presión. Habían llegado justo a tiempo; el viento comenzaba a arreciar —hasta tal extremo que los tripulantes tuvieron que utilizar cables para regresar de hasta el Bree— y las nubes se arremolinaban nuevamente en el cielo.
Lackland comió antes de dignarse a redactar un informe oficial sobre el episodio del tanque, lamentaba no poder presentar un informe más completo, no saber que le había ocurrido al vehículo. Sería muy difícil acusar a alguien de Toorey por haber dejado inadvertidamente un fragmento de gelinita bajo el suelo del vehículo.
Había apretado el botón para llamar al equipo de la estación lunar cuando de pronto halló la respuesta.
Cuando el arrugado rostro del doctor Rosten apareció en la pantalla, Lackland ya sabía qué decir.
—Doc, hubo un problema con el tanque.
—Eso tengo entendido. ¿Fue un fallo eléctrico o mecánico? En cualquier caso, espero que nada serio.
—Básicamente mecánico, aunque el sistema eléctrico tuvo algo que ver. Me temo que ha quedado totalmente inutilizado; los restos están abandonados veinticinco kilómetros al geste, cerca de la playa.
—Magnífico. Este planeta nos está costando un dineral. ¿Qué ocurrió y cómo regresaste? No creo que hayas podido caminar veinticinco kilómetros con escafandra bajo esa gravedad.
—No tuve que hacerlo. Barlennan y sus tripulantes me remolcaron. En cuanto al tanque, deduzco que la partición del suelo, entre la cabina y el motor, no era hermética. Cuando salí para realizar una investigación, la atmósfera de Mesklin, hidrógeno de alta presión, se filtró y se mezclo con el aire de debajo del suelo. Lo mismo ocurrió en la cabina, desde luego, pero prácticamente todo el oxígeno salió por la portezuela y se diluyó sin peligro. Debajo del piso…, bueno, se produjo una chispa y el oxígeno estalló.
—Entiendo. ¿Qué causó la chispa? ¿Tenías motores en marcha cuando saliste?
—Sin duda. Los servos de guía, los dinamotores y demás. Y me alegra que fuera así, de lo contrario habría estallado al regresar yo al tanque y encender los motores.
—Humm —el director de la fuerza de Rescate parecía enfurruñado—. ¿Tenías que salir necesariamente?
Lackland agradeció a su estrella que Rosten fuera bioquímico.
—Supongo que no, quería obtener muestras de tejido de una especie de ballena de doscientos metros abandonada en la playa. Pensé que alguien podría…
—¿Los trajiste? —Interrumpió Rosten.
—Así es. Venga a buscarlos cuando quiera… Por cierto, ¿tiene otro tanque?
—Sí. Te lo entregaré cuando haya terminado el invierno. Creo que hasta entonces estarás más seguro dentro del domo. ¿Con qué preservaste los especímenes?
—Nada especial. Hidrógeno, el aire local. Supuse que cualquiera de nuestros agentes químicos los estropearían desde el punto de vista del análisis. Será mejor que alguien venga pronto; Barlennan dice que la carne se vuelve ponzoñosa al cabo de cien días, así que supongo que contiene microorganismos.
—Sería raro que no los tuviera. Espérame; bajaré dentro de un par de horas.
Rosten corto la comunicación sin más comentarios sobre el tanque destruido. Lackland dio las gracias por ello y se acostó, pues no había dormido en casi veinticuatro horas.
Lo despertó la llegada del cohete. Rosten había descendido en persona, cosa nada sorprendente. Sin siquiera quitarse la escafandra, cogió los frascos que Lackland había dejado en la cámara de presión para reducir la probabilidad de contaminación por oxígeno, echó un vistazo a Lackland, reparó en su estado y, bruscamente, le ordenó que se acostara de nuevo.
—Tal vez este material compense la pérdida del tanque —dijo lacónicamente—. Ahora, duerme. Tienes otros problemas que resolver. Ya hablaremos cuando estés en condiciones de recordar lo que te diga. Te veré luego —añadió, antes de cerrar la puerta de la cámara de presión.
Lackland, en efecto, había olvidado los comentarios de despedida de Rosten, pero éste se los recordó horas más tarde, cuando Lackland hubo dormido y comido una vez más.
—Este invierno, durante el cual Barlennan no podrá viajar, durará sólo otros tres meses y medio —comenzó Rosten sin preámbulos—. Aquí tenemos varias resmas de telefotos. Tu tarea para el resto del invierno consistirá en reunirte con tu amigo Barlennan, transformar estas fotos en un mapa útil y decidir una ruta que lo lleve lo más deprisa posible hasta donde se encuentra el material que deseamos rescatar.
—Pero, Barlennan no tiene prisa por llegar. Para él se trata de un viaje de exploración y comercio, y nosotros somos apenas un incidente. Lo único que pudimos ofrecer le a cambio de su ayuda es una serie de informes meteorológicos, para facilitarle sus tareas normales.
—Lo entiendo. Por eso estás ahí abajo, como recordarás; se supone que tú eres el diplomático. No espero milagros, nadie los espera, aunque confío en que mantengas buenas relaciones con Barlennan. Pero no debes olvidar que se invirtieron dos mil millones de dólares en equipo especial para ese cohete que no pudo salir del polo, y que contiene grabaciones de incalculable valor…
—Lo sé. Haré cuanto esté en mi mano —interrumpió Lackland—, pero es imposible explicar la importancia de todo ello a un nativo. No subestimo la inteligencia de Barlennan, pero no tiene la formación necesaria. Vigile esas pausas en las tormentas invernales, para saber cuándo puede venir Barlennan aquí a estudiar las fotos.
—¿No puedes construir un refugio externo, junto a una ventana, para que él pueda permanecer allí aunque haga mal tiempo?
—Una vez se lo sugerí, pero se niega a abandonar la nave con sus tripulantes en esas circunstancias. Entiendo sus razones.
—Sí, yo también. Bien, haz lo que puedas…, ya sabes a qué me refiero. Ese material nos permitiría descubrir más cosas sobre la gravedad de las que nadie ha descubierto desde Einstein.
Rosten cerró la comunicación, y comenzaron las tareas invernales.
El cohete de investigación había aterrizado por control remoto cerca del polo sur de Mesklin y no logró despegar después de registrar los datos. Había sido localizado gracias a sus transmisores telemétricos. Pero escoger una ruta marítima o terrestre desde las cercanías de los cuarteles de invierno del Bree era otra cuestión. El viaje marítimo no era tan malo; unos setenta mil kilómetros de navegación costera, casi la mitad por aguas ya conocidas por la gente de Barlennan, llevarían al equipo de rescate bastante cerca del aparato. Sin embargo, «bastante cerca» significaba a seis mil kilómetros, y no había grandes ríos cerca de la costa que acortaran significativamente la distancia por tierra.
Había un río, fácilmente navegable para una nave como el Bree, que pasaba a unos setenta kilómetros del lugar deseado; pero desembocaba en un océano que no tenía conexión visible con aquel por donde navegaban Barlennan y su gente. Se trataba de una larga, estrecha e irregular serie de mares que se extendían desde el norte del ecuador, cerca de la estación de Lackland, casi hasta el ecuador del lado opuesto del planeta, pasando cerca del polo sur en el camino. «Cerca» según las pautas de Mesklin. El otro mar, donde desembocaba el río situado cerca del cohete, era más ancho y más regular, la desembocadura estaba en su punto más meridional, y también se extendía hasta y allende el ecuador, fundiéndose con el casquete polar boreal. Se hallaba situado al este de la primera cadena de mares y parecía separada de estos por un estrecho istmo que iba del polo al ecuador «estrecho» una vez más según las normas de Mesklin. Al estudiar las fotografías Lackland dedujo que el istmo tenía una anchura que oscilaba entre los tres y los diez mil kilómetros.