—Parece razonable. Bien, construiremos algo de metal liviano aquí en la luna, y te lo enviaremos cuando esté acabado.
—Será mejor que no lo traigáis hasta que termine el invierno. Si lo dejáis tierra adentro, quedará tapado por la nieve; y si lo dejáis en la costa y el nivel del mar sube como espera Barlennan, alguien tendrá que bucear para recuperarlo.
—Pero ¿por qué tarda tanto? Ya ha pasado más de la mitad del invierno, y se han producido muchísimas precipitaciones en las zonas del hemisferio sur que podemos ver.
—¿Por qué me haces esas preguntas? Creía que había meteorólogos en el personal, a menos que hayan perdido el juicio tratando de estudiar este planeta. Ya tengo bastantes preocupaciones. ¿Cuándo recibiré otro tanque?
—Cuando puedas usarlo; es decir, cuando termine el invierno. Y, si lo estropeas, será inútil que pidas otro, porque el más cercano está en la Tierra.
Cuando Barlennan recibió la síntesis de esta conversación en su siguiente visita, cientos de días después, quedó muy satisfecho. Sus tripulantes estaban entusiasmados con el proyecto, sin duda les atraían las posibles ganancias, como él había sugerido, pero además contaban con una buena dosis de ese amor a la aventura que hasta ahora les había llevado a adentrarse tanto por territorios desconocidos.
—Iremos en cuanto terminen las tormentas —le dijo a Lackand— habrá mucha nieve en el terreno y eso nos facilitará el avance cuando crucemos tierras alejadas de las arenas de la playa.
—No creo que suponga una gran diferencia para el tanque —replicó Lackland.
—Pero para nosotros sí —señaló Barlennan—. Admito que no sería peligroso caerse de la cubierta, pero resultaría molesto en medio de una comida. ¿Has decidido cuál será la mejor ruta por tierra?
—Estuve pensando en ello. —El hombre sacó el mapa fruto de sus esfuerzos—. La ruta más corta, la que descubrimos juntos, tiene la desventaja de requerir que te remolque por una cordillera. Sería posible, pero no quiero pensar en el efecto que surtirá en tus tripulantes. No sé qué altura tendrán esas montañas, pero cualquier altitud es excesiva en este mundo. Elaboré esta ruta que indico con la línea roja. Sigue el curso del río que desemboca en la bahía grande, a este lado del cabo, durante mil quinientos kilómetros…, sin contar los pequeños recodos, que quizá no debamos seguir. Luego va a campo a través durante seiscientos kilómetros y llega a las fuentes de otro río. Tal vez podáis navegar, o quizás yo os remolque…, lo que sea más rápido o más cómodo para vosotros. Lo peor es que durante un buen trecho se circula unos quinientos kilómetros al sur del ecuador… Deberé soportar otra media gravedad o más, pero puedo aguantarlo.
Una vez que acordaron la ruta, Lackland no tenía mucho más que hacer mientras Mesklin seguía por su órbita hacia el siguiente equinoccio. No faltaba mucho, desde luego, como el solsticio de invierno del hemisferio sur se producía casi exactamente cuando este mundo gigantesco estaba cerca de su sol, el movimiento orbital durante otoño e invierno era muy rápido, cada una de estas estaciones tenía una duración de un par de meses terrícolas. La primavera y el verano duraban unos ochocientos treinta días terrícolas, o sea veintiséis meses, habría tiempo de sobra para el viaje.
El ocio obligado de Lackland no se compartía a bordo del Bree, los preparativos para el viaje terrestre eran abundantes y complejos, pues ningún tripulante sabía exactamente con qué se las verían. Quizá tuvieran que subsistir con la corrida que llevaran; quizá, durante el trayecto, encontraran animales suficientes no sólo para alimentarles, sino para proveerles de material de trueque si las pieles y huesos eran apropiados. El viaje podía ser tan seguro como los marineros creían que eran todos los viajes terrestres, o bien presentar peligros a causa del terreno y las criaturas que lo habitaban. Poco podían hacer respecto a lo primero; eso era responsabilidad del Volador. En cuanto a lo segundo, decidieron aprovisionarse de armas adecuadas. Manufacturaron garrotes aún más grandes de los que Hars o Terblannen podían blandir en las latitudes más altas; hallaron algunas plantas que almacenaban cristales de cloro en el tallo, y las incorporaron a los tubos flamígeros. Desde luego, no disponían de armas con proyectiles. Esa idea no se había desarrollado en comarcas cuyos habitantes nunca habían visto un objeto sólido sin soporte, porque caía demasiado rápido para ser visible. Una bala del calibre 50 disparada horizontalmente en el polo de Mesklin, caía treinta metros en sus primeros cien metros de trayectoria. Desde que conocía a Lackland, Barlennan había llegado a entender un poco el concepto de «arrojar», e incluso le había preguntado al Volador si era posible construir armas basadas en ese principio; pero, de momento, había decidido atenerse a armas más familiares. Lackland, por su parte, había pensado en la posibilidad de que, durante el viaje por el istmo, se encontraran con una raza que hubiera desarrollado arcos y flechas. De hecho, no se limitó a pensar en ello, sino que se lo planteó a Rosten y le pidió que el tanque de remolque estuviera equipado con un cañón de 40 milímetros para balas de termita y explosivas. Después de sus protestas habituales, Rosten había aceptado.
El trineo se terminó con presteza; había gran cantidad de metal laminado disponible, y la estructura era sencilla. Siguiendo el consejo de Lackland, no lo llevaron de inmediato a la superficie de Mesklin, pues las tormentas aún depositaban cúmulos de nieve de metano teñidas de amoníaco. El nivel del mar todavía no se había elevado apreciablemente cerca del ecuador, y los meteorólogos al principio hicieron comentarios mordaces sobre la veracidad de Barlennan y su capacidad lingüística; pero a medida que la luz solar se adentraba en el hemisferio austral con la llegada de la primavera, y se obtenían nuevas fotos que se cotejaban con las del otoño anterior, los desconcertados meteorólogos empezaron a deambular por la estación mascullando para sus adentros. El nivel del mar de las latitudes más altas ya había subido varias decenas de metros, tal como había predicho el nativo, y se elevaba a ojos vista con el transcurso de los días. El fenómeno de niveles del mar muy diversos al mismo tiempo y en el mismo planeta era totalmente desconocido para meteorólogos educados en la Tierra, y los científicos no humanos de la expedición tampoco eran capaces de explicar el asunto. Los meteorólogos continuaban devanándose los sesos cuando el arco diurno del sol se Inclino hacia el sur allende el ecuador, y la primavera comenzó oficialmente en el hemisferio austral de Mesklin.
Las tormentas habían disminuido notablemente en frecuencia e intensidad mucho antes de esa época, en parte porque la superficie tan plana del planeta había reducido rápidamente la radiación del casquete polar del norte después del solsticio invernal, y en parte porque la distancia que separaba Mesklin del sol había aumentado más del cincuenta por ciento durante el mismo período. Cuando consultaron a Barlennan, éste se mostró dispuesto a emprender el viaje con la llegada astronómica de la primavera, sin evidenciar alarma ante las tormentas del equinoccio.
Lackland comunicó la predisposición de los nativos a la estación de la luna interior, y de inmediato se inició la operación de transferencia del tanque y el trineo a la superficie. Todo estaba preparado desde hacía semanas.
Se requirieron dos viajes del cohete de carga, pese a que el trineo era liviano, y el impulso desarrollado por los cartuchos de hidrógeno–hierro, muy fuerte. Primero bajaron el trineo; con el propósito de permitir que los tripulantes del Bree cargaran la nave mientras el cohete regresaba en busca del tanque; pero como Lackland les pidió que no aterrizaran cerca de la nave, aquel vehículo de torpe aspecto fue abandonado cerca del domo, donde permaneció hasta que llegó el tanque para remolcarlo hasta la costa. El propio Lackland condujo el tanque, aunque los tripulantes del cohete se quedaron remoloneando para satisfacer su curiosidad y, en caso necesario, ayudarle en la maniobra de carga.
No se necesitó ayuda humana. Los mesklinitas, bajo sólo tres gravedades terrícolas, poseían las aptitudes físicas necesarias para alzar la nave y acarrearla; y el tenaz condicionamiento mental que les impedía colocarse debajo de semejante masa no les impidió remolcarla por la playa con cuerdas, una vez que cada tripulante estuvo agarrado con firmeza a un árbol con uno o dos pares de pinzas traseras. El Bree, con las velas recogidas y las orzas retraídas, se deslizó fácilmente por la arena hasta la reluciente plataforma de metal. Las medidas adoptadas por Barlennan para impedir que el hielo pegara la nave a la playa durante el invierno habían dado resultado; además, en las dos últimas semanas, el nivel del mar había subido como sucediera en el sur. El líquido en avance, que ya les había obligado a desplazar la nave doscientos metros tierra adentro, la habría liberado del hielo de haber sido necesario.
Los constructores del trineo, en la distante Toorey, habían incluido argollas y cornamusas suficientes para que los marineros pudieran sujetar el Bree con firmeza. En opinión de Lackland, el cordaje utilizado por los mesklinitas era muy delgado, pero los nativos demostraban plena confianza en él. Una confianza justificada, recapacitó el terrícola; ese cordaje había sostenido la nave en la playa durante tormentas que el no se habría animado a afrontar con su escafandra. Quizá valiera la pena averiguar si el cordaje y la tela que utilizaban los mesklinitas podían soportar temperaturas terrícolas.
Barlennan interrumpió sus cavilaciones para comunicarle que todo estaba preparado en la nave y el trineo. El segundo ya se encontraba amarrado al tanque mediante el cable de remolque; y el tanque estaba abarrotado de comida suficiente para su conductor. El plan era reaprovisionar a Lackland por cohete cuando fuera necesario, haciéndolo aterrizar a bastante distancia para que la máquina voladora no alborotara a los nativos. Esta operación no se efectuaría a menudo; después del primer accidente, Lackland no tenía intención de abrir el tanque al aire exterior con mayor frecuencia de la necesaria.
—Supongo que estamos preparados para salir, pequeño amigo —le dijo a Barlennan—. No necesitaré dormir durante varias horas, y podernos avanzar un buen trecho en ese tiempo. Ojalá vuestros días tuvieran una duración decente; no me hace gracia conducir por la nieve en la oscuridad. No creo que tus tripulantes pudiesen sacar el tanque de un bache, aunque poseyeran la tracción necesaria.
—Yo también lo dudo, aunque mi capacidad para calcular el peso es muy incierta aquí, en el Borde —replicó el capitán—. De cualquier forma, no creo que el riesgo sea muy grande. La nieve no está muy pegajosa, y no podrá cubrir un bache grande.
—A no ser que el viento la arrastre. Bien, me preocuparé por eso cuando ocurra. ¡Todos a bordo!
Entró en el tanque, cerró la portezuela, expulsó la atmósfera mesklinita y liberó el aire terrícola que habían comprimido en tubos antes de abrir la portezuela. El receptáculo que contenía las algas, cuya función era mantener el aire fresco, centelleó cuando los circuladores empezaron a impulsar las burbujas a través de él. Un pequeño analizador espectrométrico informó que el contenido de hidrógeno era ínfimo; una vez que estuvo seguro de ello, Lackland puso en marcha los motores y se dirigió con el tanque y el trineo hacia el este.
La plana región que rodeaba la caleta cambió gradualmente. En los primeros cuarenta días, antes de que Lackland se detuviera para dormir, recorrieron setenta kilómetros. Estaban en una zona de colinas ondulantes que alcanzaban alturas de cien metros, y no habían sufrido ningún percance. Barlennan comunicó por radio que los tripulantes disfrutaban de la experiencia, y que el inusitado ocio aún no les molestaba. La velocidad del tanque y el remolque era de unos siete kilómetros por hora, es decir, mayor que la velocidad a la que reptaban los mesklinitas; en cuanto a la gravedad —para ellos escasa—, algunos comenzaban a experimentar otros métodos de viaje. Ninguno había saltado aún, pero parecía que Barlennan pronto tendría compañeros que compartirían su recién adquirida indiferencia ante las caídas.
Todavía no habían visto vida animal, pero sí huellas diminutas en la nieve, que aparentemente pertenecían a las criaturas que los tripulantes del Bree habían cazado para alimentarse durante el invierno. La vida vegetal era muy diferente; en algunos lugares, la nieve estaba casi oculta por una vegetación herbácea que afloraba a través de ella, y en una ocasión la tripulación quedó embelesada al ver un espécimen que a Lackland le pareció un árbol achaparrado. Los mesklinitas nunca habían visto algo que creciera a semejante altura del suelo.
Mientras Lackland dormía como podía en su sofocante habitáculo, la tripulación se desperdigaba por el terreno circundante. En parte, buscaban comida fresca, pero ante todo les interesaban los alimentos para salar. Todos estaban familiarizados con una amplia variedad de las plantas que producían lo que Lackland llamaba especias, pero ninguna de ellas crecía en las inmediaciones. Muchas plantas portaban semillas, y casi todas tenían apéndices semejantes a hojas y raíces; el problema era que no había modo de discernir si eran venenosas, y mucho menos si tenían buen sabor. Ningún marinero de Barlennan era tan imprudente ni ingenuo para probar una planta que nunca había visto; buena parte de la flora mesklinita se protegía con formidable eficacia mediante venenos.
Los marineros consiguieron muchos especímenes de aspecto prometedor, pero nadie pudo hacer ninguna sugerencia práctica para utilizar sus hallazgos. Dondragmer fue el único que tuvo éxito en su excursión; más imaginativo que sus compañeros, pensó en buscar debajo de los objetos y levantó muchas piedras. Al principio sintió aprensión, pero su nerviosismo había desaparecido por completo para ser reemplazado por un genuino entusiasmo con el nuevo deporte. Había muchas cosas que descubrir incluso bajo las piedras más pesadas, y pronto regresó a la nave llevando varios objetos que aparentaban ser huevos. Karondrasee los tomó a su cargo —nadie temía consumir alimentos animales— y pronto la opinión quedó confirmada. Eran huevos, y muy apetitosos. Sólo después de consumirlos, alguien pensó en empollar alguno para averiguar a qué animal pertenecían. La idea se aceptó con entusiasmo, y se organizaron partidas en busca de huevos. El Bree se había transformado en incubadora cuando Lackland despertó.
Tras cerciorarse de que todos los tripulantes hubieran regresado a bordo, puso el motor en marcha y reanudó el viaje hacia el este. Pocos días después, las colinas eran más altas, y atravesaron dos veces ríos de metano, afortunadamente tan angostos que el trineo pudo franquearlos. Era una suerte que la pendiente de las colinas fuera gradual, pues los marineros sentían inquietud cuando tenían que mirar hacia abajo; sin embargo, según le informó Barlennan, esa sensación se iba disipando poco a poco.