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Authors: Hal Clement

Tags: #Ciencia Ficción

Misión de gravedad (14 page)

Las canoas parecían fabricadas con troncos, convenientemente ahuecados para que solo asomaran las cabezas de los tripulantes; por la distribución, Lackland dedujo que iban tendidos dentro y que manejaban los remos con brazos provistos de pinzas.

Los artilleros acudieron a los lanzallamas de sotavento del Bree, aunque Barlennan dudaba que fueran de utilidad.

Toda oportunidad de hacer un uso efectivo del polvo flamígero desapareció cuando la flota de canoas se desperdigó para rodear el Bree. A una distancia de dos o tres metros se detuvieron, y se produjo un silencio que se prolongo durante un par de minutos. Para gran fastidio de Lackland, el sol se puso y no pudo ver lo que sucedía a continuación. Pasó varios minutos tratando de descifrar el sentido de los extraños sonidos que le llegaban a través del equipo, pero el esfuerzo resultó infructuoso, pues ninguno de ellos articulaba palabras en un idioma que él conociera. Nada indicaba una actividad violenta; al parecer, ambas tripulaciones parloteaban tratando de comunicarse. Sin embargo, Lackland dedujo que no hablaban un idioma común, pues no parecía haber una conversación sostenida.

Al amanecer, Lackland descubrió que durante la noche se habían producido algunas novedades. El Bree, que debería haberse alejado corriente abajo, aún permanecía frente a la aldea. Y ya no flotaba en medio del río, sino a pocos metros de la orilla. El terrícola se disponía a preguntar a Barlennan por que corría semejante riesgo y como había logrado maniobrar, cuando se tornó evidente que el capitán estaba tan sorprendido como él ante el giro de los acontecimientos.

Con expresión de fastidio, Lackland se volvió hacia uno de los hombres que tenía al lado.

—Barlennan se ha metido en problemas. Se que es un tío listo, pero debe recorrer más de cincuenta mil kilómetros y no me gusta verlo en un atolladero en los primeros cien.

—¿No vas a ayudarle? Hay dos mil millones de dólares en juego, por no mencionar la reputación de muchos.

—¿Qué quieres que haga? Solo podría darle consejos, y, dadas las circunstancias, está mas capacitado que yo para evaluar la situación. Es evidente que puede verla mejor, por no mencionar que esta tratando con gentes como él.

—Por lo que veo, son tan similares a el como los isleños de los mares del Sur al capitán Cook. Admito que parecen de la misma especie, pero ¿qué pasara si son caníbales, por ejemplo? Tu amigo puede estar en un brete.

—Aún suponiendo que así sea, no puedo ayudarlo. ¿Cómo disuades a un caníbal de engullir un apetitoso manjar cuando no conoces su idioma y ni siquiera lo tienes adelante? ¿Qué atención prestara a una cajita cuadrada que le habla en un idioma extraño?

El otro enarco las cejas.

—No soy adivino para predecirlo pero, en tal caso, creo que estaría demasiado asustado para hacer nada. Como etnólogo, te aseguro que hay razas primitivas de muchos planetas, nuestra Tierra incluida, que se inclinarían, bailarían y ofrecerían sacrificios ante una caja parlante.

Lackland digirió aquella observación en silencio, cabeceo pensativamente y se volvió hacia las pantallas.

Varios marineros habían cogido pértigas para tratar de regresar al centro del río, pero en vano. Dondragmer, tras echar una ojeada a las balsas externas informó que estaban en una jaula formada por estacas clavadas en el lecho del río y que sólo podrían salir remontando la corriente. Quizá no fuera coincidencia que la jaula tuviera el tamaño suficiente para acoger al Bree. Mientras Dondragmer enviaba su informe, las canoas se alejaron de los tres lados cerrados y se reunieron en el cuarto; los marineros, que habían oído el comentario del piloto y se disponían a usar las pértigas para avanzar corriente arriba, miraron a Barlennan esperando ordenes. Tras unos instantes de reflexión, Barlennan ordenó a los tripulantes que se dirigieran al otro extremo de la nave y reptó hacia el lado que quedaba frente a las canoas. Ya había deducido como habían movido el barco; aprovechando la oscuridad algunos remeros habían bajado de las canoas, habían nadado hasta situarse debajo del Bree y lo habían empujado hasta donde querían. Aquello no le pareció sorprendente; él también podía sobrevivir un tiempo debajo de la superficie de un río o un océano, pues solían contener una buena dosis de hidrógeno disuelto. Lo que ignoraba era por que aquellas gentes querían el barco.

Mientras pasaba frente a uno de los depósitos de provisiones, alzó la tapa y cogió un trozo de carne. Lo llevo hasta el borde de la nave y lo ofreció a la multitud de silenciosos captores Oyó un chachareo ininteligible cuando éste cesó; una de las canoas se acercó y el nativo de la proa se estiro hacia la ofrenda. Barlennan dejó que se la llevara. Los nativos la observaron y comentaron; luego, el que parecía ser el jefe arranco un buen pedazo, pasó el resto a sus compañeros y consumió pensativamente la que se había quedado. Barlennan se sintió de mejor ánimo; el hecho de que la hubiera compartido sugería que aquellas gentes tenían un grado de desarrollo social. El capitán cogió otro trozo y lo ofreció como antes; pero, en esta ocasión, no dejo que se lo llevaran. Lo puso detrás de si, reptó hasta una de las estacas que aprisionaban la nave, la señaló, señaló el Bree y señaló el río. Estaba seguro de que se expresaba con claridad; sin duda los observadores humanos lo comprendían, a pesar de que no había utilizado ninguna palabra terrícola, Sin embargo el jefe no reaccionó. Barlennan repitió los gestos y terminó extendiendo de nuevo el trozo de carne.

Toda conciencia social que tuviera el jefe debía de estar limitada estrictamente a su propia comunidad, pues cuando el capitán extendió la carne por segunda vez, una lanza surgió como la lengua de un camaleón, ensarto la comida, la arrancó de la pinza de Barlennan y desapareció sin que ninguno de los atónitos marineros pudiera hacer nada por evitarlo. Luego, el jefe ladró una orden, y la mitad de los tripulantes de cada canoa brincaron hacia delante.

Los marineros no estaban acostumbrados al ataque aéreo y, además, se habían distendido cuando el capitán inició las negociaciones; en consecuencia, no hubo nada parecido a una pelea. El Bree fue capturado en menos, de tres segundos. Un comité encabezado por el jefe se puso a investigar los depósitos de alimentos y su satisfacción era evidente a pesar de la barrera idiomática. Barlennan observó consternado mientras sacaban la carne a cubierta, evidentemente dispuestos a trasladarla a una canoa, y por primera vez pensó que quizá pudiera pedir consejo a alguien más.

—¡Charles! —exclamó, hablando inglés por primera desde el inicio del episodio—. ¿Has estado observando?

Lackland, entre angustiado y divertido, respondió de inmediato.

—Si, Barlennan. Sé lo que ocurre.

Estudio la reacción de los captores del Bree y no tuvo motivos para sentirse defraudado. El jefe, que miraba hacia el lado contrario de donde estaban las radios, se volvió como una serpiente de cascabel sobresaltado y comenzó a buscar el origen de aquella voz con un aire de desconcierto increíblemente humano. Un miembro de la tribu que estaba frente a las radios le indico aquella por donde Lackland había transmitido su mensaje; pero, después de tantear la caja impenetrable con el cuchillo y la lanza, el jefe rechazó aquella sugerencia. El terrícola escogió ese momento para hablar de nuevo.

—¿Crees que será posible hacer que se asusten de las radios, Barlennan?

Antes de que Barlennan tuviera oportunidad de responder, Dondragmer se acerco a la pila de carne, escogió un trozo y lo puso frente a la radio, simulando humildad. Había corrido el riesgo de que lo apuñalaran, y lo sabía; pero sus captores estaban demasiado desconcertados por la nueva situación como para ofenderse por ese movimiento. Lackland, comprendiendo que el piloto había sabido interpretar su plan, continuó; redujo el volumen para que su próximo discurso pareciera menos furibundo ante los nativos, y aprobó con entusiasmo el acto del piloto.

—Buen trabajo, Dondragmer. Cada vez que uno de vosotros haga algo así, intentaré demostrar aprobación; y ladraré ante cualquier acto que me desagrade. Tu sabes que hacer mejor que yo, así que procura convencerlos de que estas radios son seres poderosos que lanzaran un rayo si los fastidian.

—Comprendo. Nos encargaremos de ello —respondió el piloto—. Imaginaba que era eso lo que tenías en mente.

El jefe, armándose de coraje, asestó un lanzazo a la radio más próxima. Lackland guardo silencio, pensando que el resultado natural en la punta de madera ya sería bastante impresionante; los marineros entraron de buena gana en el juego descrito por el Volador. Con lo que Lackland como por el equivalente de jadeos reverentes, se apartaron de la escena y se taparon los ojos con las pinzas. Al cabo de un momento, viendo que no ocurría nada mas, Barlennan ofreció otro trozo de carne, gesticulando para dar la impresión de que rogaba por la vida de aquel extranjero ignorante. Las gentes del río estaban obviamente impresionadas, y el jefe, retrocediendo, reunió a su comité y comenzó a deliberar. Al final, uno de sus consejeros recogió un trozo de carne y lo ofreció a la radio más próxima. Lackland se disponía a expresar un dulce agradecimiento cuando Dondragmer exclamo:

—¡Recházalo!

Sin saber por que, pero confiando en el juicio del piloto, Lackland aumento el volumen y lanzo un rugido leonino. El donante retrocedió aterrorizado; a una brusca orden del jefe, reptó hacia delante, recobró la ofrenda ofensiva, escogió otro trozo y lo entregó.

—Esta bien —dijo el piloto, y el terrícola bajó el volumen de la radio.

—¿Qué tenía de malo el anterior? —pregunto en voz baja.

—Yo no habría ofrecido ese trozo ni a mi peor enemigo —replicó Dondragmer.

—Encuentro semejanzas entre vuestra gente y la mía en las más increíbles situaciones —señalo Lackland—. Espero que haya una pausa durante la noche; en la oscuridad no veo lo que ocurre. Si pasa algo ante lo cual deba reaccionar, por favor, avísame.

Hacía este comentario porque nuevamente se ponía el sol, y Barlennan le aseguro que lo mantendría informado. El capitán había recobrado el aplomo y volvía a dominar la situación, tanto como podía dominarla un prisionero.

Pasó la noche deliberando con el jefe, cuya voz, interrumpida en ocasiones por otras que debían pertenecer a sus asesores, llegaba nítidamente al terrícola. Al alba adoptaron una decisión. El jefe se aparto de sus consejeros y depuso las armas; ahora, mientras la luz del sol bañaba nuevamente la cubierta, se acerco a Barlennan, haciendo retroceder a los guardias. El capitán, sabiendo de antemano que quería el otro, aguardaba con calma. El jefe se detuvo a poca distancia de Barlennan, hizo una pausa teatral y comenzó a hablar.

Sus palabras continuaban siendo ininteligibles para los marineros, pero sus gestos indicaban claramente el sentido del discurso, incluso para los distantes observadores humanos.

Obviamente, quería una radio. Lackland se pregunto que poderes sobrenaturales atribuiría a aquel artilugio. Quizá la quisiera para proteger a su aldea de los enemigos, o para traer suerte a sus cazadores. Pero ese interrogante no tenía importancia; lo importante era saber como reaccionaría cuando rechazaran su solicitud. Tal vez la negativa resultase un tanto antisocial. Lackland empezó a preocuparse.

Barlennan, demostrando —a juicio de su amigo humano— mas valor que sensatez, respondió con brevedad: una sola palabra y un gesto que Lackland conocía de sobra. «No» fue la primera palabra mesklinita que el terrícola aprendió mas allá de toda duda, y la aprendió en esta ocasión. Barlennan se mostró muy tajante.

El jefe, para alivio de por lo menos un testigo, no adoptó una actitud beligerante. En lugar de eso, impartió una lacónica orden a su gente. Varios de sus hombres dejaron las armas y comenzaron a devolver el botín a los depósitos de donde lo habían arrebatado. Si la libertad no era suficiente a cambio de una de las cajas mágicas, estaba dispuesto a pagar más. Tanto Barlennan como Lackland sospechaban que el sujeto ahora temía usar la fuerza, a pesar de su codicia.

Tras devolver la mitad de las vituallas, el jefe repitió su solicitud; ante la nueva negativa, hizo un gesto asombrosamente humano de resignación y ordeno a su gente que devolviera el resto. Lackland se estaba poniendo nervioso.

—¿Qué crees que hará cuando le digas que no de nuevo, Barl? —pregunto en voz baja. El jefe miro esperanzadamente la caja; tal vez estaba deliberando con su dueño, ordenándole que diera a su captor lo que este pedía.

—No aventuraría una predicción —replico el mesklinita—. Con suerte, nos traerá mas cosas de la aldea para aumentar el pago, pero no se si la suerte llegara a tanto. Si la radio fuera menos importante, se la entregaría ahora.

—¡Por el amor de Dios! —El etnólogo, que estaba sentado al lado de Lackland, estalló—. ¿Has hecho esta payasada y arriesgado tu vida y la de tu gente para aferrarte a esa radio barata?

—No es barata —murmuro Lackland—. Están diseñadas para resistir en los polos de Mesklin, bajo la atmósfera mesklinita, y a la manipulación de los nativos mesklinitas.

—¡No discutas! —exclamo el estudioso de otras culturas—. ¿Acaso esos equipos no están allí para proporcionarnos información? ¡Dale uno a ese salvaje! ¿Qué mejor sitio para colocarlo? ¿Y que mejor modo de estudiar la vida cotidiana de una raza totalmente extraña? Charles, a veces me asombras.

—Con eso quedarán tres en manos de Barlennan, y una que llegar por fuerza al polo sur. Entiendo tu argumentación, pero creo que será mejor obtener la aprobación de Rosten antes de dejar una tan pronto.

—¿Por que? ¿Qué tiene que ver Rosten? El no esta arriesgando el pellejo como Barlennan, ni le interesa observar esa sociedad como a algunos de nosotros. Yo opino que debes dejarla; estoy seguro de que Barlennan ansía dejarla, y me parece que Barlennan tiene la ultima palabra.

El capitán, quien por supuesto había oído esta conversación, decidió intervenir.

—Olvidas, amigo de Charles, que las radios no son de mi propiedad. Charles me permitió llevarlas, como medida de seguridad, por sugerencia mía, para que al menos una llegara a destino aunque contratiempos inevitables me privaran de las demás. Yo creo que él, no yo, tiene la última palabra.

Lackland respondió de inmediato.

—Haz lo que consideres mejor, Barl. Tu estas allí y conoces tu mundo y sus gentes mejor que cualquiera de nosotros; y, aunque decidas dejar una radio allí, será beneficioso para mis amigos, como ya has oído.

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