El piloto se había mantenido en la retaguardia durante el arduo ascenso, resistiendo sin quejas las mordeduras de la arena aflojada por los demás, que el viento le arrojaba sin piedad. Sin embargo, no parecía desalentado por la experiencia; su resistencia, aunque no su fortaleza, era similar a la de Hars. Escucho las órdenes del capitán sin manifestar emociones, aunque sin duda lo decepcionaban por lo menos en un sentido. Una vez informado de sus deberes, llamó a los miembros de su cuadrilla y a la mitad de la del capitán. Se redistribuyeron las mochilas; toda la comida se entregó al grupo relativamente pequeño que se quedaba con Barlennan, y también toda la cuerda, excepto un tramo de longitud suficiente para enlazar los arneses de todo el grupo de Dondragmer. Habían aprendido de la experiencia, y no tenían intenciones de repetirla.
Una vez cumplidos estos preliminares, el piloto no perdió más tiempo; dio media vuelta y condujo a su grupo hacia la pendiente que acababan de trepar con tanto esfuerzo, y muy pronto la procesión enlazada por cuerdas desapareció en la cuesta que conducía a la hendidura. Barlennan se volvió hacia los demás.
—A partir de ahora tendremos que racionar estrictamente la comida. No intentaremos viajar deprisa, pues nos perjudicaría. El Bree debería llegar a nuestra anterior escala antes que nosotros, pero ellos tendrán que efectuar algunos preparativos antes de poder ayudarnos. Los dos que lleváis radios, no dejéis que nada les ocurra; son el único medio para averiguar si estamos cerca del cohete, a menos que alguien se ofrezca para mirar por encima del borde. Por cierto, quizás esto sea necesario, pero en tal caso lo haré yo.
—¿Partiremos de inmediato, capitán?
—No. Aguardaremos aquí hasta saber si Dondragmer regreso a la nave. Si se presentan problemas, tendremos que recurrir a otro plan, y quizá debamos regresar. En tal caso, sería una pérdida de tiempo y esfuerzo avanzar más ahora.
Entretanto, Dondragmer y su grupo llegaron a la pendiente sin dificultad. Se detuvieron el tiempo necesario para que el piloto se cerciorase de que los arneses estaban bien atados a lo largo de la cuerda que llevaban; luego sujeto el suyo a retaguardia y ordenó comenzar el descenso.
La cuerda resultó ser buena idea; pues, pese a sus innumerables pies, los mesklinitas tenían mas dificultades en la tracción cuesta abajo que cuesta arriba. El viento no arrastraba a nadie, pues no llevaban mochillas de donde pudiera aferrarlos, pero aun así la marcha era dificultosa. Como antes, perdieron la noción del tiempo y respiraron aliviados cuando el camino se abrió ante ellos y pudieron virar a la izquierda, apartándose del viento. Aún miraba hacia abajo, lo cual resultaba agotador para los nervios mesklinitas, pero la peor parte del descenso ya estaba hecha. Tardaron tres o cuatro días en bajar el resto del camino y llegar al Bree. Los marineros de la nave los habían visto venir y comenzaron a hacer especulaciones, la mayoría trágicas, respecto al resto de la partida. Pronto los tranquilizaron, y el piloto comunicó su llegada a los hombres de Toorey para que estos retransmitieran la información a Barlennan. Luego arrastraron la nave hasta el río, lo cual resultó agotador, pues faltaba una cuarta parte de la tripulación y la abrumadora gravedad polar aplastaba las balsas contra la playa; pero al final lo consiguieron. La nave se trabo dos veces en los guijarros que no la habían detenido al ir en dirección contraria; utilizaron la cabria diferencial para desencallarla. Cuando el Bree estuvo nuevamente a flote, Dondragmer se paso buena parte del viaje corriente abajo examinando la cabria. Ya conocía el principio de construcción para fabricar una sin ayuda; sin embargo, aun no atinaba a deducir por que funcionaba. Varios terrícolas lo observaban divertidos, pero ninguno tuvo la descortesía de demostrarlo, ni a nadie se le ocurrió quitarle la oportunidad de resolver el problema por su cuenta.
La posición del cohete varado se conocía con suma precisión, con un error de menos de diez kilómetros. Los transmisores telemétricos —no todos los instrumentos servían para almacenar datos— habían continuado operando durante más de un año terrícola, desde el momento en que la nave no respondió a las órdenes de despegue; en ese período se habían tomado una cantidad astronómica de fotografías en la zona de los transmisores. La atmósfera de Mesklin no interfería demasiado con la radio.
El Bree también podía ser localizado por radio, al igual que el grupo de Barlennan; los terrícolas se encargarían de guiar a ambos grupos, y eventualmente los conducirían hacia el proyectil varado. La dificultad consistía en obtener fotografías desde Toorey, ya que los tres objetivos estaban en el «borde» del disco tal como se veía desde la luna. Peor aún, la forma del planeta significaba que un ínfimo error en la determinación de la dirección de la señal podía entrañar una diferencia de miles de kilómetros en la superficie de ese mundo; la línea de la antena apenas rozaba la zona más plana del planeta. Para remediarlo, el cohete que había fotografiado el planeta fue lanzado una vez más, adoptando una órbita circular que cruzaba los polos a intervalos regulares.
Una vez que la órbita se fijó con precisión, pudieron establecer contactos bastante precisos con los diminutos transmisores que los mesklinitas llevaban consigo.
El problema se simplificó aún más cuando Dondragmer llevó el Bree hasta su escala anterior y estableció un campamento. Ahora había un transmisor fijo en el planeta, y esto permitiría indicar a Barlennan cuanta distancia le quedaba en cuanto lo preguntase. El viaje se volvió rutinario una vez más. Al menos, para quienes lo observaban desde arriba.
P
ara Barlennan no tuvo nada de rutinario. La meseta superior era tal como parecía desde el principio: árida, pedregosa, yerma y desconcertante. Barlennan no se atrevía a alejarse del borde; una vez entre aquellos pedrejones, pronto perdería la orientación. No había colinas que sirvieran como hitos, o al menos ninguna que se viera desde el suelo. Las rocas desperdigadas lo ocultaban todo a pocos metros de distancia, elevándose en todas direcciones excepto hacia el borde del risco.
El viaje en sí no era difícil. El terreno era uniforme, excepto por las piedras; simplemente, había que sortearlas. Mil doscientos kilómetros representa una larga marcha para un hombre, y aún más larga para una criatura de apenas cuarenta centímetros de longitud, que debe «caminar» ondulando como una oruga; además, los incesantes desvíos alargaban mucho más esa distancia.
La gente de Barlennan podía viajar a considerable velocidad, pero había muchos contratiempos.
El capitán empezó a preocuparse por las vituallas antes del fin del viaje. Había pensado que dejaba un amplio margen de seguridad cuando concibió el proyecto, pero pronto tuvo que modificar esa idea. Una y otra vez preguntó ansiosamente a los humanos cuánta distancia faltaba; a veces recibía una respuesta —siempre desalentadora—, y otras el cohete estaba al otro lado del planeta y la respuesta llegaba desde Toorey, pidiéndole que aguardara un rato hasta que tuvieran la posición precisa. Las estaciones de relé aún funcionaban, pero no se podían utilizar para tomar una lectura direccional con su radio.
Todavía les quedaban provisiones, aunque no demasiadas, cuando al fin llegaron a una posición donde los terrícolas no hallaron una diferencia significativa en la posición de las radios. Teóricamente, lo primero consistiría en proceder a la siguiente fase del plan de Barlennan para reaprovisionarse de comestibles; pero antes debían tomar una medida seria. Barlennan la había mencionado antes de la partida, pero nadie había prestado demasiada atención al asunto. Ahora no podían eludirlo.
Los terrícolas habían dicho que se encontraban tan cerca del Bree como podían estarlo; por lo tanto, tendrían comida a pocos cientos de metros. Sin embargo, antes de dar un solo paso para obtenerla, alguien tendría que mirar por encima del borde. Deberían ver donde estaban en relación con la nave, ensamblar aparejos para izar la comida y afrontar un precipicio de cien metros. Y tenían una excelente percepción de la profundidad.
Aun así, era preciso; y al final lo hicieron. Barlennan, como correspondía a su posición, fue el primero en dar ejemplo.
Se dirigió —aunque sin prisa, hay que admitirlo— hasta el limite y clavó la mirada en las colinas bajas y otros accidentes del terreno que se interponían entre el y el lejano horizonte. Lentamente bajó la vista, fijándola en objetos cada vez mas cercanos, hasta toparse con el borde de roca. Sin prisa, miró adelante y atrás, habituándose a ver cosas que ya estaban debajo de él. Luego, casi imperceptiblemente, se inclinó hacia delante para captar el paisaje del pie del risco. Durante un buen rato le pareció uniforme, pero logro concentrar la atención en los detalles nuevos para no pensar en el acto temerario que estaba realizando. Al final, el río se hizo visible, y Barlennan continuó con cierta rapidez. Allá estaba la margen opuesta, el lugar donde la mayoría de las partidas de caza habían desembarcado después de cruzar el río a nado; desde arriba podía distinguir las huellas sinuosas que habían dejado. Nunca había comprendido por que esas cosas se percibían con tanta nitidez desde lo alto.
Ahora veía la orilla más cercana y la marca que habían dejado al arrastrar el Bree; poco mas allá estaba el Bree, sin modificaciones, con los marineros tendidos en las balsas o moviéndose despacio en la orilla vecina. Por un instante, Barlennan se olvidó de la altura y avanzó un poco más para llamarlos. La cabeza le asomó sobre el borde.
Y miró directamente hacia abajo.
Había creído que subir al techo del tanque era la experiencia más espantosa —al principio— que había sufrido. Ahora no sabía si el risco era peor. Barlennan no supo cómo se alejó del borde, y nunca preguntó a sus hombres si había necesitado ayuda. Cuando recobró la compostura, estaba a dos metros del borde, aún temblando e inseguro de sí. Tardó días en recobrar su personalidad normal y su lucidez.
Al final comprendió lo que tenía que hacer. Mirar el barco no había sido problema; la dificultad se presentaba cuando sus ojos seguían una línea entre su posición y aquel punto remoto de allá abajo. Los terrícolas se lo sugirieron, y Barlennan, tras recapacitar, lo aceptó. Eso significaba que era posible hacer todo lo necesario; podían hacer señas a los marineros de abajo y tirar de las cuerdas, mientras no mirasen hacia abajo en línea recta. Mantener la cabeza a cierta distancia del borde era la clave de la cordura y la supervivencia.
Dondragmer no había visto la cara del capitán durante su breve aparición, pero sabía que el otro grupo había llegado a la cima del risco. Los Voladores lo habían mantenido al corriente. El y su tripulación comenzaron a escudriñar el borde de la pared de roca mientras los de arriba empujaban una mochila hasta el borde y la mecían de un lado a otro. Al fin la vieron desde abajo, casi exactamente encima del barco. Antes del mareo, Barlennan había notado que no estaban exactamente en el mismo lugar, y al mostrar la señal se había corregido el error.
—De acuerdo, os tenemos —informó Dondragmer en inglés, y la frase fue retransmitida por uno de los hombres del cohete.
El marinero, aliviado, dejó de agitar la mochila vacía, la apoyó en el borde para que continuara siendo visible y se alejó del abismo. Entretanto, desenrollaron la cuerda que habían llevado y sujetaron un extremo a una roca. Barlennan supervisó estrictamente la operación; si perdían la cuerda, los que estaban en la meseta se morirían de hambre. Una vez satisfecho, hizo llevar el resto del cable hasta el borde, y dos marineros empezaron a bajarlo despacio. Dondragmer seguía la operación, pero no apostó a nadie debajo para coger la cuerda. Si alguien se resbalaba arriba y la cuerda caía, quien estuviera abajo lo pasaría mal, por ligero que fuera el cable. Aguardó a que Barlennan le comunicara que ya habían desenrollado toda la cuerda; luego, él y los demás tripulantes fueron hasta el pie del risco para buscarla. El cable sobrante había formado un bulto en el duro suelo. Dondragmer cortó el exceso, lo enderezó y lo midió. Ahora tenía una idea muy precisa de la altura del risco, pues durante la larga espera le había dado tiempo a cotejar la longitud de las sombras.
La cuerda sobrante no tenía longitud suficiente para llegar de nuevo a lo alto del risco, así que el piloto cogió otro rollo en el Bree, comprobó su longitud, lo unió al tramo que colgaba del risco e informó a los terrícolas que Barlennan podía comenzar a jalar.
Fue una dura faena, pero no demasiado para los vigorosos seres de arriba; en un tiempo relativamente breve, la segunda cuerda estuvo en la cima del risco y los peores temores del capitán se aplacaron. Ahora, si perdían una cuerda, al menos contaban con otra de repuesto.
La segunda carga fue muy diferente de la primera, al menos en lo referente a izarla. Era un paquete atiborrado de alimentos, y pesaba tanto como un marinero. Normalmente, un mesklinita no podía levantar ese peso en aquella zona del planeta, y el grupo de Barlennan era relativamente pequeño. Sujetando la cuerda alrededor de una roca y descansando con frecuencia, lograron izar la carga. Una vez finalizada la operación, comprobaron que el roce contra la roca y el borde del risco había deteriorado la cuerda. Era preciso hacer algo; mientras el grupo celebraba el fin del racionamiento, Barlennan decidió qué. Después del festín, impartió las órdenes adecuadas al piloto.
Las cargas sucesivas, siguiendo las instrucciones de Barlennan, consistieron en mástiles, travesaños, más cuerda y varias poleas como las que habían utilizado para arriar el Bree en el risco del distante ecuador. Construyeron un trípode y una cabria similares a los que ya habían usado, actuando con mucha cautela, pues era preciso levantar las piezas para sujetarlas y el viejo temor a permanecer debajo de objetos sólidos había recobrado toda su fuerza. De todos modos, como los mesklinitas no podían elevarse mucho desde el suelo, sujetaron casi todas las piezas tendidas en tierra; luego pusieron la estructura en posición, utilizando estacas y rocas a modo de palancas y fulcros respectivamente. Un equipo similar de hombres, trabajando en condiciones normales, habría realizado una tarea similar en una hora; los mesklinitas tardaron mucho más, pero ninguno de los observadores humanos pudo culparlos.
El trípode quedó ensamblado y erigido a cierta distancia del borde, luego lo colocaron en una posición conveniente y le apuntalaron las patas con piedras que los observadores humanos consideraron guijarros. La polea más pesada fue unida al extremo de un mástil con la mayor firmeza posible; tras pasar una cuerda, elevaron el mástil a fin de que un cuarto de su longitud se proyectara sobre el abismo, mas allá del trípode. El extremo interior también fue reforzado con guijarros. Esta tarea llevó mucho tiempo, pero valió la pena. Al principio se utilizó un sola polea, por lo que los tripulantes aún debían manejar un peso equivalente al de un individuo; pero la fricción se eliminó en gran parte, y una cornamusa añadida al extremo interior del mástil simplificó el problema del sostén mientras la gente descansaba.