—Tal vez lo sepan, a menos que tengan máquinas mejores desde hace tanto tiempo que lo hayan olvidado…
—Mucho mejor, para lo que tengo en mente.
—Pero no sé si nos lo revelarán. Creo que ya sabes lo que me propongo obtener con este viaje; quiero aprender todo lo posible sobre la ciencia de los Voladores. Por eso deseo llegar hasta ese cohete que está cerca del Centro; Charles dijo que contenía gran parte del equipo científico más avanzado que poseen. Cuando lo tengamos, no habrá ningún pirata del mar o de las costas que pueda tocar el Bree y nunca mas pagaremos aranceles portuarios. Entonces llevaremos la voz cantante.
—Eso suponía.
—Por eso me pregunto si nos revelaran lo que deseas. Quizá sospechen mis intenciones.
—Creo que eres demasiado suspicaz. ¿Alguna vez pediste esa información científica que deseas robar?
—Sí. Charles siempre dijo que era difícil de explicar.
—Quizá tenga razón. Tal vez ni siquiera él lo sepa. Aún así, quiero preguntar a uno de los suyos sobre estos planeadores. Tengo un plan para bajarle los humos a ese Reejaaren.
A
fortunadamente, Reejaaren tardó varios días en regresar, aunque su gente se quedó. Entre cuatro y seis planeadores sobrevolaban constantemente el lugar, y el resto aguardaba en las colinas, junto a las catapultas. La cantidad de naves aéreas no cambiaba notablemente, pero la población de las colinas crecía día a día. Los terrícolas habían aceptado con entusiasmo —y, por lo que sospechaba Barlennan, con cierto grado de diversión— el plan de Dondragmer.
El plan estuvo maduro y ensayado mucho antes del regreso del intérprete, y los oficiales estaban impacientes por ponerlo en práctica, aunque Dondragmer había pasado bastante tiempo ante la radio, enfrascado en otro nuevo proyecto. Después de dominarse unos días, el capitán y el piloto se dirigieron una mañana hacía los planeadores aparcados en la colina, decididos a poner la idea en práctica pese a que ninguno de los dos había mencionado su intención. El tiempo estaba totalmente despejado, y solo el viento perpetuo de los mares de Mesklin favorecía o estorbaba el vuelo. Al parecer, ahora lo favorecía: los planeadores tironeaban de los cables como criaturas vivientes, y sus tripulantes permanecían junto a las alas aferrados con fuerza a los arbustos circundantes, evidentemente preparados para añadir su propia fuerza, si era preciso, a la de los cables.
Barlennan y Dondragmer se acercaron a las máquinas hasta que les ordenaron detenerse. Ignoraban el rango de autoridad del individuo que impartía la orden, pues no llevaba insignias; sin embargo, discutir esas cuestiones no formaba parte del plan. Se detuvieron y echaron una mirada casual a las máquinas desde treinta o cuarenta metros de distancia, mientras los tripulantes los observaban con hostilidad. Aparentemente, la arrogancia de Reejaaren no era un rasgo atípico entre aquel pueblo.
—Parecéis asombrados, bárbaros —señaló uno de ellos al cabo de un breve silencio—. Si creyera que podéis aprender algo mirando nuestras máquinas, tendría que deteneros. Pero, en realidad, puedo asegurar que tenéis un aire infantil. —Hablaba el idioma de Barlennan con un acento no mucho peor que el del principal lingüista.
—No tenemos mucho que aprender de vuestras máquinas. Podríais ahorraros muchos problemas con el viento en vuestra situación actual, si plegarais hacia abajo el frente de las alas. En cambio, mantenéis a muchísima gente ocupada.
Barlennan utilizó la palabra terrícola para decir «alas», pues no tenía equivalente en su lengua. El otro requirió una explicación; al recibirla, perdió por un instante sus aires de superioridad.
—¿Habéis visto planeadores antes? ¿Dónde?
—Nunca había visto semejante clase de máquina aérea —respondió Barlennan. Sus palabras eran sinceras, aunque el énfasis que les daba resultaba un tanto engañoso—. Nunca estuve tan cerca del Borde, y me imaginé que esas frágiles estructuras se derrumbarían por aumento de peso si volárais mucho mas al sur.
—¿Cómo…? —El guardia contuvo la lengua, comprendiendo que su actitud no era la de un ser civilizado ante un bárbaro. Calló un instante, tratando decidir cómo comportarse; luego decidió delegar el problema en alguien que ostentara un rango mas alto en la cadena de mando—. Cuando Reejaaren regrese, se interesará en cualquier pequeña mejora que puedas sugerir. Incluso tal vez reduzca los aranceles portuarios, si considera valiosas tus sugerencias. Hasta entonces, será mejor que te mantengas alejado de nuestros planeadores; podrías descubrir algo importante y, lamentablemente, tendríamos que considerarte espía.
Barlennan y su piloto se marcharon sin discutir, muy satisfechos con el efecto que habían producido, y comunicaron la conversación a los terrícolas.
—¿Cómo crees que reaccionaron ante insinuación de que tenéis planeadores capaces de volar en las latitudes de doscientas gravedades? —preguntó Lackland—. ¿Piensas que te creyó?
—No sé. Sospechó que estaba hablando y oyendo demasiado, y decidió postergar las cosas hasta el retorno del jefe. Sin embargo, creo que empezamos a inculcarles la actitud adecuada.
Quizá Barlennan tuviera razón, pero el intérprete no dio indicios de ello cuando regresó. Hubo una demora entre su aterrizaje y su descenso hasta el Bree, y parecía probable que el guardia le hubiera comunicado la conversación; sin embargo, al principio no hizo ningún comentario al respecto.
—El Oficial de Puertos Exteriores ha decidido suponer, por el momento, que vuestras intenciones son inocuas —comenzó—. Desde luego, habéis violado nuestras reglas al venir a la costa sin autorización; pero reconoció que os encontrábais en aprietos y está dispuesto a ser tolerante. Me autoriza a inspeccionar vuestro cargamento y evaluar la cantidad necesaria para el arancel y la multa.
—¿No desearía el Oficial ver nuestro cargamento con sus propios ojos, y quizás aceptar una prenda de nuestra gratitud por su amabilidad? —Barlennan logró hablar sin sarcasmo.
Reejaaren respondió con el equivalente de una sonrisa.
—Tu actitud es loable. Sin duda nos llevaremos muy bien. Lamentablemente, él está ocupado en otra isla y continuará estándolo durante días. Si todavía no os habéis marchado al final de ese período, creo que aceptará complacido vuestra oferta. Entretanto, vayamos a nuestro asunto.
Reejaaren no perdió sus aires de superioridad mientras examinaba el cargamento del Bree, pero le proporcionó a Barlennan cierta información que jamás habría ofrecido conscientemente. Sus palabras, desde luego, tendían a desdeñar el valor de todo lo que veía; desvariaba sin cesar sobre la «misericordia» de su jefe, Marreni. Sin embargo, se apropió, como multa, de una buena cantidad de las «piñas» que habían recogido durante el viaje a través del istmo. Ahora bien, en principio debía de resultarles fácil obtenerlas, pues la distancia no era muy grande viajando en planeador. Mas aún, el intérprete había recalcado su conocimiento de los nativos de esas regiones. Por lo tanto, si Reejaaren otorgaba tanto valor a esos frutos, significaba que los «bárbaros» del istmo eran un hueso duro de roer para el cultismo pueblo del intérprete, y que estas gentes no eran los amos de la creación tal como pretendían.
Una vez que se pagó la multa, los espectadores de las colinas descendieron en enjambres; y la conclusión acerca del valor de la fruta semejante a una piña quedó ampliamente confirmada. Al principio, Barlennan era reacio a venderla toda, pues esperaba obtener muy buenos precios al regresar; pero luego pensó que, de todos modos, tendría que pasar por la fuente de aprovisionamiento antes del retorno.
Muchos compradores eran evidentemente mercaderes profesionales, y poseían mercancías en abundancia. Algunas eran comestibles, pero los tripulantes, siguiendo órdenes del capitán, les prestaron poca atención. Los mercaderes lo aceptaron como natural; a fin de cuentas, aquellas mercancías eran de escaso valor para un mercader de ultramar, quien podía extraer sus alimentos del océano, pero no podía conservar la mayor parte de los comestibles el tiempo suficiente para venderlos en casa. Las «especias», que eran poco perecederas, constituían la principal excepción a esta regla, y los mercaderes locales no ofrecieron nada de esto.
Algunos mercaderes, sin embargo, tenían material interesante. Para sorpresa de Barlennan, ofrecieron la cuerda y la tela que tanto le fascinaban. Trató personalmente con uno de los vendedores. El capitán palpó esa textura increíblemente elástica y resistente para asegurarse de que fuera el mismo material que usaban en las alas de los planeadores. Reejaaren estaba en las cercanías, así que Barlennan debió actuar con cautela. El mercader le informó que era una tela tejida, a pesar de las apariencias. La fibra era de origen vegetal —el taimado mercader se negó a ser más específico— y la tela, una vez tejida, se trataba con un líquido que disolvía las hilachas y llenaba los orificios con el material así obtenido.
—Entonces, ¿la tela no deja pasar el viento? Creo que podría venderla bien en mi patria. No tiene fuerza suficiente para usos prácticos como construir un techo, pero es muy ornamental, sobre todo en sus versiones de color. Aun en contra de mis intereses, debo admitir que es el material más vendible que he visto en esta isla.
—¿Que no tiene fuerza suficiente? —intervino el indignado Reejaaren—. Este material no se fabrica en ningún otro lado, y es la única tela con fuerza y liviandad suficientes para las alas de nuestros planeadores. Si la compras, tendremos que dártela en fardos pequeños que no alcancen para ese propósito, pues sólo un necio utilizaría paños cosidos para construir un ala.
—Desde luego —convino Barlennan, muy desenvuelto—. Supongo que ese material se podría usar en las alas aquí, donde el peso es tan pequeño. Te aseguro que sería inútil para ello en las altas latitudes; un ala del tamaño suficiente para elevar a alguien, la haría trizas un viento con fuerza suficiente para elevarla.
El capitán citaba casi literalmente a sus amigos humanos, quienes le habían sugerido la razón de que en los países meridionales nunca se vieran planeadores.
—Desde luego, en estas latitudes los planeadores pesan poco —convino Reejaaren—. Sería una estupidez construirlos más fuertes de lo necesario, pues solo se conseguiría incrementar su peso.
Barlennan decidió que su adversario táctico no era muy brillante.
—Naturalmente —concedió—. Supongo que, con las tormentas que se producen aquí, vuestras naves de superficie deben ser más fuertes. ¿Alguna vez son arrojadas tierra adentro, como ocurrió con la mía? Nunca vi un oleaje tan alto.
—Naturalmente, tomamos precauciones cuando se aproxima una tormenta. El mar solo se eleva así en estas latitudes de poco peso, por lo que he podido observar. Nuestras naves son muy parecidas a las vuestras; en cambio, veo que tenemos distinto armamento. El vuestro me resulta extraño. Sin duda, nuestros filósofos de la guerra lo encontraron inadecuado para las tormentas de estas latitudes. ¿Sufrió averías cuando el huracán os empujó aquí?
—Muy serias —mintió Barlennan—. ¿Cómo están armados vuestros buques?
No esperaba que el intérprete respondiera a esa pregunta, sino que recobrara su aire altanero. Sin embargo, por una vez Reejaaren demostró afabilidad y afán de colaborar. Dio una orden a los que se habían quedado arriba de la colina, y uno de ellos bajó hasta la escena del regateo con un objeto extraño entre las pinzas.
Barlennan nunca había visto una ballesta ni otra arma de proyectiles. Demostró gran asombro cuando Reejaaren lanzó tres flechas con punta de cuarzo, que penetraron profundamente en el duro tronco de una planta situada a cuarenta metros. Además, comprendió por que el intérprete era tan servicial; aquella arma sería peso muerto en cuanto el Bree se acercara a sus latitudes. Mas que nada para tantearlo, Barlennan se ofreció a comprar una ballesta; el intérprete se la cedió como obsequio, junto con un manojo de flechas. Aquel rasgo satisfizo al capitán; como mercader, le agradaba que lo tomaran por tonto, pues habitualmente eso proporcionaba ganancias.
Obtuvo una increíble cantidad de tela para alas —Reejaaren se olvidó de cerciorarse de que los fardos fueran pequeños, o ya no lo consideró necesario—, largos rollos de cuerda elástica y bastantes artefactos locales para llenar las cubiertas del Bree, excepto el espacio necesario para trabajar y la zona dedicada a la reserva de alimentos. Se deshizo de todas las mercancías vendibles que llevaba, con excepción de los lanzallamas. Reejaaren no los había mencionado desde que le habían dicho que estaban averiados, aunque obviamente sabía que eran armas. Barlennan pensó en darle uno, sin las municiones de cloro, pero comprendió que tendría que explicar y demostrar como funcionaban.
Cuando redondearon las transacciones, la muchedumbre de gentes locales se alejó gradualmente; al final, quedaron solo los planeadores y sus tripulantes, algunos cerca de la nave y otros en la colina, junto a las máquinas. Barlennan localizó al intérprete entre los primeros, como de costumbre; había pasado buena parte del tiempo hablando con los marineros. Les había dicho quién era, como se esperaba, y los había interrogado acerca de la capacidad de vuelo de su propia gente. Los marineros habían cumplido su parte de la farsa con respuestas evasivas que «accidentalmente» revelaban gran conocimiento de la aerodinámica. Naturalmente, no le indicaron que tales conocimientos eran recientes ni mencionaron su origen. A estas alturas, Barlennan estaba seguro de que los isleños, o al menos su representante oficial, creían que su pueblo era capaz de volar.
—Parece que esto es todo lo que puedo dar o tomar —dijo, captando la atención de Reejaaren—. Creo que hemos pagado los aranceles necesarios. ¿Podemos partir?
—Muy bien. Sois libres de marcharos. Sin duda os encontraréis con algunos de nosotros en vuestros viajes. En ocasiones, yo mismo viajo al sur. Cuidado con las tormentas.
El intérprete, viva imagen de la cordialidad, echó a andar colina arriba.
—Quizá nos veamos en la costa —añadió, mirando hacia atrás—. El fiordo donde desembarcasteis se puede perfeccionar como puerto y deseo inspeccionarlo.
Y, tras este comentario, reanudó la marcha hacia los planeadores.
Barlennan se volvió hacia la nave. Estaba a punto de ordenar que se reiniciara el viaje río abajo —habían cargado las mercancías apenas las compraron—, cuando advirtió que las estacas lanzadas por los planeadores aún bloqueaban el camino. Iba a llamar al isleño para pedir que las extrajeran, pero lo pensó mejor. No estaba en posición de exigir nada, y Reejaaren sin duda se daría aires de superioridad si se lo pedía. Los tripulantes del Bree cavarían para superar el problema. Una vez a bordo, impartió una orden en este sentido, y los marineros reunieron de nuevo una cuadrilla; pero Dondragmer les interrumpió.