Poco a poco, subieron las provisiones, mientras los de abajo cazaban y pescaban sin cesar para mantener el suministro.
Las vituallas ya superaban lo que una persona podía acarrear; Barlennan planeaba ir dejando reservas a lo largo de la ruta hasta el cohete. Pensaban que el viaje no sería tan largo como el realizado desde la fisura, pero la estancia en la zona de la máquina varada sería prolongada, y debían aprovisionarse para evitar problemas. Barlennan hubiera deseado disponer de más hombres en la meseta, para dejar a algunos con la cabria y llevarse a otros consigo; pero esto presentaba algunas dificultades prácticas. Un nuevo grupo tardaría demasiado en escalar hasta la grieta, trepar y llegar al lugar donde ellos estaban. Nadie quería pensar en otra alternativa; Barlennan si la pensó, por supuesto, pero el experimento realizado por un tripulante la transformó en un tema difícil de abordar.
Ese individuo, tras obtener la aprobación del capitán —una aprobación que Barlennan lamentó mas tarde— y pedir a los de abajo que se alejaran, hizo rodar un guijarro del tamaño de una bala hasta el borde del risco y le dio un empellón. Los resultados fueron interesantes para mesklinitas y humanos. Los segundos no vieron nada, pues el único visor del pie del risco aún estaba a bordo del Bree y, en consecuencia, demasiado alejado del punto de impacto; pero lo oyeron tan bien como los nativos. En realidad, también lo vieron casi igual, pues a ojos de los mesklinitas el guijarro simplemente desapareció: hendió el aire con un chasquito de cuerda de violín y, un segundo después, produjo una estruendosa explosión en el suelo.
Por suerte, aterrizó sobre un terreno duro y ligeramente húmedo, en lugar de hacerlo sobre otra piedra; en tal caso, alguien habría muerto alcanzado por las esquirlas. El impacto, a una velocidad de un kilómetro y medio por segundo, hizo estallar la tierra, arrojando las salpicaduras en una onda de gran velocidad que se petrificó en una fracción de segundo, dejando un cráter alrededor del orificio que el proyectil había horadado en el suelo. Lentamente, los marineros se reunieron en torno al agujero, mirando el suelo humeante; luego se apartaron del pie del risco. Tardaron un tiempo en recobrarse del efecto que produjo el experimento.
No obstante, Barlennan quería más hombres arriba, y no era individuo que desistiera de un proyecto por temor a que no funcionara. Un día expuso su propuesta de un ascensor; se topó con el esperado silencio, pero continuó mencionando el tema mientras proseguían las faenas. Como Lackland había notado, el capitán era un sujeto persuasivo. Era una lástima que esa tarea de persuasión se efectuara en su idioma natal, pues los humanos habrían disfrutado con los variados y originales enfoques de Barlennan, y viendo como los demás pasaban de la negativa absoluta a la reflexión, luego a una atención desganada y por último a un escéptico asentimiento. Nunca se entusiasmaron con la idea, pero Barlennan tampoco esperaba milagros. Es muy probable que el éxito no se debiera solo a sus esfuerzos. Dondragmer quería estar entre los presentes cuando llegaran al cohete; le había desagradado tener que retroceder con el grupo que regresó a la nave, aunque su arraigado rechazo hacia los que cuestionaban las órdenes le había impedido mostrar sus sentimientos. Ahora que se presentaba la oportunidad de regresar a lo que él consideraba el grupo activo, no le costó mucho trabajo convencerse de que subir a un risco en el extremo de una cuerda no era tan malo. En todo caso, reflexionó, si la cuerda se partía él no llegaría a enterarse. Por lo tanto, defendió la idea del capitán ante los marineros del pie del risco; y cuando éstos advirtieron que el primer oficial se proponía ir primero, y que además deseaba ir, la resistencia natural se disipó un poco. Y como los relés automáticos ahora estaban funcionando, Barlennan pudo hablar directamente con el otro grupo, así que toda la fuerza de su personalidad también entró en juego.
El resultado fue la construcción de una plataforma de madera, con una baranda baja y sólida —invento de Dondragmer— que impedía que nadie mirase hacia abajo mientras subía. Se sustentaba en una hamaca de cuerdas que la mantendría en posición horizontal; esto era una derivación de la experiencia adquirida en el ecuador.
La plataforma, cuyas cuerdas y nudos fueron sometidos a prueba mediante fuertes tirones que interesaron a los espectadores humanos, fue arrastrada hasta el pie del risco y atada a la cuerda principal. A requerimiento del piloto, arriba aflojaron la cuerda y se probó el último nudo con el mismo método que los demás; tras verificar que todo estaba seguro, Dondragmer trepó a la plataforma, colocó el último tramo de baranda y dio la señal. Habían arrastrado la radio desde la nave, de manera que Barlennan oía directamente al piloto. El capitán se reunió con los que manipulaban la cuerda.
La plataforma apenas se mecía. Dondragmer recordó las incomodidades sufridas la última vez que se había montado sobre semejante artilugio. Aquí, el viento, aunque soplaba continuamente a lo largo del risco, no podía impulsar perceptiblemente el péndulo del cual él formaba parte; la cuerda era demasiado angosta para ser presa de las corrientes de aire, y el peso de la plomada, demasiado enorme para que éstas la movieran. Esto era una suerte, y no solo por razones de comodidad; si se hubiera iniciado un vaivén, su período habría sido de medio segundo al principio, decreciendo con el ascenso hasta alcanzar un valor que habría equivalido a una vibración sónica y habría arrancado de sus cimientos la estructura de la cima.
La plataforma apareció, por fin, encima del risco y la hamaca llegó hasta la polea, frenando el ascenso. El borde del ascensor estaba a pocos centímetros del risco. Como el artilugio era largo y angosto, para adaptarse a la forma mesklinita, un simple empujón con una pértiga en un extremo bastó para depositar el otro sobre tierra firme. Dondragmer, que había abierto los ojos al oír voces, se alejó con gratitud del borde.
Lackland anunció que el piloto estaba a salvo antes de que Barlennan pudiera comunicarlo a los marineros de abajo, y sus palabras fueron traducidas de inmediato por alguien que sabía un poco de ingles. Sintieron alivio, pues habían visto llegar la plataforma pero ignoraban en que condiciones se hallaba el pasajero. Barlennan sacó partido de aquellos sentimientos, apresurándose a bajar la plataforma para subir a otro marinero.
La operación se completó sin accidentes; el ascensor efectuó diez viajes, hasta que Barlennan decidió que no podían subir más marineros sin dificultar a los de abajo la tarea de reaprovisionamiento.
La tensión se había disipado y, una vez más, la sensación de que estaban en las etapas finales de la misión embargó a terrícolas y mesklinitas.
—Si esperas dos minutos, Barl —dijo Lackland, transmitiendo la información que le comunicaba un ordenador—, el sol estará exactamente en la dirección que debes seguir. Ya te advertimos que no podemos localizar el cohete con una precisión mayor de diez kilómetros; te guiaremos hacia el centro de la zona donde sabemos que está, y tendrás que ingeniártelas desde allí. Si el terreno es similar al que has visto hasta ahora, me temo que tendrás dificultades.
—Quizás estés en lo cierto, Charles. No tenemos experiencia en estos asuntos. Aun así, estoy seguro de que resolveremos el problema. Hemos resuelto todos los demás, a menudo con tu ayuda. ¿El sol ya está en línea?
—Un momento, ¡ahora! ¿Hay algún hito que pueda servirte para recordar la línea hasta que el sol despunte de nuevo?
—Me temo que no. Tendremos que arreglárnoslas como podamos y recibir tus correcciones día a día.
—Es difícil realizar cálculos cuando desconoces los vientos y las corrientes, pero habrá que hacerlo así. Corregiremos las cifras cada vez que podamos enfocarte. ¡Buena suerte!
L
a orientación era un problema, como todos descubrieron de inmediato. Resultaba físicamente imposible viajar en línea recta; cada tantos metros la partida tenía que desviarse para sortear una roca imposible de trepar. La estructura física de los mesklinitas empeoraba la situación, pues sus ojos estaban demasiado cerca del suelo. Barlennan trató de efectuar los desvíos alternando las direcciones, pero no tenía medios para comprobar con precisión la distancia recorrida en cada uno. Casi todos los días, desde el cohete les indicaban que se habían desviado veinte a treinta grados.
Cada cincuenta días se realizaba una comprobación de la posición del transmisor —ahora solo había uno en movimiento, pues el otro se había quedado con el grupo de la cabria— y se calculaba una nueva dirección. Se requería un trabajo de alta precisión, y en ocasiones se presentaban dudas sobre la corrección de un enfoque determinado. Cuando esto ocurría, Barlennan recibía una advertencia y se guiaba por su propio criterio. Algunas veces, si los terrícolas no manifestaban muchas dudas sobre sus hallazgos, continuaba; otras, aguardaba unos días para darles la oportunidad de corregir los datos. Mientras esperaba, consolidaba su posición, redistribuía las cargas y modificaba las raciones de alimentos si lo consideraba necesario. Había concebido la idea de marcar la trayectoria antes de la partida, de manera que una sólida hilera de guijarros indicaba el camino hasta el borde. Pensó en apartar todas las piedras de un sendero y apilarlas a ambos lados, con la idea de construir una carretera; pero eso vendría mas tarde, cuando los viajes entre el cohete varado y la base de aprovisionamiento se hicieran con regularidad.
Los setenta kilómetros pasaron lentamente bajo sus numerosos pies, pero pasaron al fin. Los humanos, como decía Lackland, habían hecho todo lo posible; por lo que ellos sabían, Barlennan ya debía de estar cerca de la máquina. Sin embargo, tanto el visor como la voz del capitán le indicaban que no era así, lo cual no le sorprendió.
—No podemos informarte mejor, Barl. Conociendo a nuestros especialistas en matemáticas, te juro que estás a diez kilometres de ese artefacto, o quizás a mucho menos. Tú sabrás organizar a tus hombres mejor que yo para emprender la búsqueda. Haremos todo lo posible por ayudarte, pero a estas alturas ya no se me ocurre nada. ¿Qué planeas?
Barlennan guardó silencio antes de responder. Un círculo de diez kilómetros es una superficie demasiado vasta cuando la visibilidad media es de tres o cuatro metros. Podría abarcar más territorio si desperdigaba a los suyos, pero correría el riesgo de perder a algunos. Le expuso el problema a Lackland.
—El cohete tiene seis metros de altura —señaló Lackland—. En la práctica, pues, tu campo visual es mayor del que dices. Si pudieras trepar a una de esas rocas grandes, tal vez verías la nave desde donde estás… Eso es lo más irritante de esta situación.
—Desde luego, pero no podemos hacerlo. Las rocas grandes tienen dos metros de altura; aunque pudiéramos escalar por esos flancos casi verticales, ni yo volvería a mirar hacia abajo por una pared vertical, ni haré que mis hombres corran ese riesgo.
—Sin embargo; escalaste por aquella grieta hasta la meseta.
—Eso fue diferente. En ningún momento estuvimos junto a una pendiente abrupta.
—En tal caso, si una pendiente similar condujera a la cima de una de esas rocas, ¿no te molestaría alejarte tanto del suelo?
—No, pero… Hum. Creo que entiendo a que te refieres. Un momento.
El capitán miró a su alrededor con atención. Había varias rocas cerca, la mas alta de las cuales, como él había dicho, tenía unos dos metros; entre ellas estaban aquellos guijarros que parecían enmoquetar toda la meseta. Si Barlennan hubiera poseído sólidos conocimientos de geometría, quizá no hubiera tomado la decisión que tomó; pero, sin tener idea del volumen del material de construcción que se proponía utilizar, decidió que la idea de Lackland era atinada.
—Lo haremos, Charles. Hay suficientes cantos rodados y tierra para construir lo que deseamos.
Se apartó de la radio y describió el plan a los marineros.
Avanzaron sin prisa pero sin pausa. Como indicio de la tardanza, una parte del grupo tuvo que desandar el camino marcado para traer alimentos, algo que había sido innecesario en la caminata de mil doscientos kilómetros desde la fisura; pero, finalmente, alguien llegó a la cumbre de la roca, quizá por primera vez desde que las energías internas de Mesklin habían empujado la meseta hasta su actual elevación. La rampa se extendía a ambos lados del punto de acceso; nadie se aproximó al otro lado de la roca, donde la pendiente era más abrupta.
Desde esa nueva perspectiva se cumplió la predicción de Lackland: al cabo de meses de viaje y peligro, el objetivo de la expedición estuvo a la vista. Barlennan hizo subir el visor por la rampa para que los terrícolas también pudieran verlo; y, por primera vez en más de un año terrícola, el rostro de Rosten perdió su hosquedad habitual. No había mucho que ver; tal vez una pirámide egipcia, laminada de metal y situada a cierta distancia, habría presentando un aspecto similar al cono romo que se elevaba por encima de las piedras. No se parecía al cohete que Barlennan había visto antes; en realidad, no se parecía a ningún cohete que se hubiera construido a veinte años luz de la Tierra; pero evidentemente era algo que no pertenecía al paisaje normal de Mesklin, e incluso los expedicionarios que no habían pasado meses en la superficie del monstruoso planeta sintieron que se quitaban un peso de encima.
Barlennan, aunque complacido, no compañía el embeleso que ya alcanzaba niveles de euforia en Toorey. Estaba mejor situado para calcular lo que se interponía entre él y el cohete que quienes lo veían por televisión. La zona no parecía peor de la que ya habían atravesado, aunque desde luego tampoco era mejor. Además, ya no contarían con la ayuda de los terrícolas; y ni siquiera desde la nueva perspectiva lograba ver cómo mantendrían su línea de marcha durante los dos kilómetros que debían recorrer. Los humanos ya no conocían el rumbo, así que su método no funcionaría. ¿O si? El podía indicarles cuándo el sol estaba en la dirección correcta, y ellos lo llamarían cada vez que siguiera el mismo rumbo. Llegado el caso, un marinero podía apostarse allí y brindarle esa información sin molestar a los Voladores. Pero ahora contaba con una sola radio, y no podía tenerla en dos sitios al mismo tiempo. Por primera vez, Barlennan echo de menos el equipo que había dejado en manos de los moradores del río.
Luego pensó que quizá no necesitara una radio. El aire no era buen portador del sonido en ese lugar (la atmósfera más tenue de la meseta era la única peculiaridad que habían detectado los marineros), pero la voz mesklinita, como Lackland había señalado, era algo que había que oír para creer. El capitán decidió intentarlo; apostaría a un marinero en aquella plataforma de observación, encomendándole la misión de roncar con todas las fuerzas que sus músculos pudieran reunir alrededor del sifón natatorio cada vez que el sol pasara justo por encima del cono reluciente que constituía el objetivo de la expedición. Marcarían el camino como antes, para que el vigía pudiera seguirlos cuándo los demás llegaran.