al día siguiente, el estupor invadió todo Sekepembe, Kiminou estaba bien muerta, si convenían todos en que había sido comida, hablaron más bien de una rivalidad entre los linajes materno y paterno de la difunta, hubo una pelea entre ambos linajes, sacaron machetes, azagayas, picos, el jefe de Sekepembe logró apaciguar los dos campos, propuso proceder el día de los funerales a la famosa prueba del cadáver que pesca a su malhechor, Kibandi algo se figuraba, mi querido Baobab, se había preparado para ello, el papá Kibandi le había enseñado cómo soslayar esas cosas, mi dueño se hundió entonces en el recto una nuez de palma como en la época en que su progenitor había tratado de burlar la vigilancia del hechicero Tembe-Essouka, y el cadáver de la joven Kiminou fue más bien a designar como culpable a uno de los otros candidatos a la boda, ese pobre inocente que enterraron vivo con la difunta, sin otra forma de proceso, porque era la usanza
mi querido Baobab, la prueba del cadáver que pesca a su malhechor acoquina a todo el mundo, es un rito muy extendido en la región, cada vez que hay un muerto aquí, los lugareños se apresuran a recurrir a ella, la muerte natural no les cabe en la cabeza, sólo el difunto puede decir a los vivos quién originó su desaparición, querrás saber de qué va la cosa, pues verás, cuatro muchachos llevan el ataúd a hombros, el hechicero designado por el jefe del pueblo pilla un palo, da tres golpes al féretro y pregunta al cadáver «dinos quién te comió, muéstranos en qué cabaña ese malhechor reside, no puedes irte tal cual a1 otro mundo sin vengarte, así que muévete, corre, vuela, atraviesa las montañas, las llanuras y si ese malhechor reside más allá del océano, o si reside con las estrellas, iremos hasta donde esté para que pague el mal que os ha hecho a ti y a tu familia», de golpe y porrazo, el ataúd se pone en movimiento, los cuatro que lo llevan a hombros so ven como arrastrados en una danza endiablada, ya no sienten el peso del cadáver, corren a diestro y siniestro, a menudo el féretro los lleva en medio de la sabana, los devuelve al pueblo en una carrera vertiginosa, y los muchachos caminan sobre espinas, sobre cascos de botella sin sentir dolor, sin herirse, se sumergen en el agua sin ahogarse, atraviesan incendios forestales sin quemarse, además, una vez vinieron unos blancos a observar esta práctica con vistas a contarla en un libro, se presentaron como etnólogos, les costo lo suyo explicar a ciertos zoquetes de Sekepembe para que servía un etnólogo, yo me reí un montón porque, para ir rápido, por los pinchos de un puercoespín, habría podido decir a esos imbéciles que los etnólogos son una gente que cuenta cosas acerca de costumbres de otros hombres que considera curiosidades con respecto a su propia cultura, y punto, pero uno de los blancos se aventuro a demostrar a los pobres cortos de alcances de este pueblo que la palabra «etnología» venia del griego
ethnos
quería decir «pueblo», por lo tanto, los etnólogos estudiaban a los pueblos, a las sociedades, sus costumbres, su manera de pensar, de vivir, preciso que si la palabra «etnólogo» molestaba a algunos, podían decir simplemente «antropólogo social», 1o cual sembró de nuevo la confusión, y se continuo pensando más bien que eran unos desempleados en su país o que venían a plantar antenas parabólicas en el pueblo a fin de vigilar a la gente, total que llegaron aquí esos blancos etnólogos o antropólogos sociales, esperaron a que alguien muriera, y por suerte para ellos un individuo había sido comido aquí, no por mi dueño, sino por otro tipo que tenía por doble la musaraña, los etnólogos dijeron como un solo hombre «genial, tenernos nuestro fiambre, esté en la otra puma del pueblo, el entierro es mañana, por fin vamos a terminar ese puto libraco», y solicitaron llevar a hombros ellos mismos el ataúd porque estaban persuadidos de que había algo que olía a chamusquina en esa práctica, que en realidad los muchachos encargados de trajinar el ataúd lo sacudían con el propósito de acusar injustamente al personal, pero la cuestión de la participación de los blancos al rito dividió al pueblo, varios hechiceros no deseaban que unos extranjeros se metieran en los asuntos de Sekepembe, al final el jefe del pueblo actuó como diplomático, juro que los ritos de los antepasados funcionarían incluso en presencia de blancos, porque los antepasados del pueblo son más poderosos que los blancos, y convenció a todo el mundo de que era una suerte que gente venida de otra parte asistiera a la prueba, además hablarían de Sekepembe en su libro, se conocería el pueblo en el mundo entero, muchos pueblos de otras latitudes se inspirarían en estas costumbres para la gloria de los ancestros, y el descontento se disipó, mudó en orgullo colectivo, se rozó la pelea cuando llego la hora de elegir entre los doce hechiceros del pueblo el que supervisaría el rito, ahora todos querían trabajar con los blancos cuando semejante idea era inadmisible unas horas antes, y cada hechicero alababa entonces su árbol genealógico, ahora bien, hacia falta uno solo entre ellos, el jefe del pueblo reunió doce cauris, marco una crucecita en uno de ellos, los puso en una cesta, los removió y pidió a cada hechicero que cerrara los ojos, metiera la mano y sacara un cauri al azar, el que diera con el cauri marcado tendría el honor de dirigir el rito, el suspense duró hasta el onceavo cauri que un hechicero que rechazaba sin cesar su turno sacó ante las miradas envidiosas de sus colegas, y entonces, al final de estas transacciones, los etnólogos o antropólogos sociales levantaron por fin el ataúd frente a las carcajadas de los lugareños que ya no temían humillar a su cadáver al hacer alarde de tal hilaridad, y el hechicero conteniendo también un ataque de risa, dio tres golpes secos con su palo, le costó encontrar las palabras a fin de suplicar al cadáver que fuera a designar a su malhechor, pero el finado comprendió lo que se esperaba de él, más aun cuando, en su discurso, el hechicero agregó «sobre todo no nos avergüences delante de esos blancos que vinieron de lejos y que se toman nuestras costumbres a risa», el cadáver no se hizo rogar dos veces, una pequeña lluvia comenzó a caer, y cuando el ataúd empezó a moverse hacia adelante a pequeños brincos de bebé canguro, los etnólogos que estaban detrás gritaron «pero bueno, queridos colegas, a ver si dejáis de mover este puto ataúd, dejadlo que se desplace si es que realmente puede desplazarse, coño», y los otros etnólogos les contestaron «dejaos de gilipolleces, tíos, lo estáis moviendo vosotros, coño», el cadáver se alteró, acelero el ritmo, arrastró a los antropólogos sociales a un campo de lantanas, los devolvió al pueblo, los empujó hasta el río, los devolvió al pueblo antes de detener su carrera desenfrenada ante la cabaña del viejo Mouboungoulou, y, tomando carrerilla, el ataúd derribó la puerta de la cabaña, penetró en el interior de la morada del culpable, una vieja musaraña que apestaba como un hurón se escapó de la vivienda, revoloteó alrededor de si misma en medio del patio y tiró millas hacia el río, el ataúd la alcanzó antes del primer bosquecillo, se estrelló sobre ella, así murió el viejo Mouboungoulou, mi querido Baobab, y parece que esos blancos escribieron un libro gordo de más de novecientas páginas para contar esta historia, no sé si el pueblo de Sekepembe se ha hecho célebre en el mundo entero, el caso es que hubo otros blancos que pasaron por aquí nada más que para verificar lo que los primeros habían escrito en su libro, varios de ellos se marcharon con las manos vacías porque los habitantes dotados de dobles nocivos desconfiaban de ellos, y además todo pasaba como si la gente ya no se muriera en cuanto había blancos en los parajes, ciertos cadáveres llegaron a hacer ascos al rito, negarse a entrar en el juego o incluso algunos habitantes dejaron como última voluntad a su familia que sobre todo no sometieran a su cadáver al rito en presencia de los blancos, porque correrían el peligro de mancillar su reputación en el mundo entero, como comprenderás esta tradición se practica ahora con mucha prudencia aquí, pero en el fondo, que sepas, mi querido Baobab, que la razón más creíble viene de un tío que llamaban Amédée, si hablo de él en pasado es porque ya no es de este mundo, que en paz descanse, era lo que los humanos llaman un letrado, un hombre culto, había hecho muchos estudios, se lo respetaba por ello, además era muy viajado, se había subido en varias ocasiones al avión, ese pájaro ruidoso que desgarra el cielo y que cada vez está a un ris de partirte la copa, al parecer Amédée era el más inteligente de las gentes del Sur, por no decir del país entero, bueno, pues, aun así nos lo comimos como pronto te enterarás, él nos contó que el libro que los primeros blancos habían escrito sobre esta cuestión se publicó en Europa y se tradujo a varias lenguas, afirmaba que la obra se había vuelto una referencia ineludible para los etnólogos, y Amédée, que lo había hojeado, no se quedaba corto al criticarlo, «
jamás he leído semejante impostura, qué más les voy a decir, eh, es un libro vergonzoso, es un libro humillante para las sociedades africanas, es una sarta de embustes por parte de un grupo de europeos en busca de exotismo que desean que los negritos continúen vistiéndose con pieles de leopardo y viviendo en los árboles
»
ahora se levanta la brisa, tus hojas me caen encima, es una sensación agradable, esos pequeños detalles me permiten actualmente apreciar la alegría de vivir, y cuando miro hacia el cielo me digo que has tenido una suerte increíble, tú, al vivir en un lugar paradisíaco, aquí todo es verde, estás encima de una colina, dominas la vecindad, los árboles de los alrededores se prosternan mientras contemplas los humores del cielo con la indiferencia del que lo ha visto todo durante su existencia, las demás especies vegetales parecen enanos de jardín a tu lado, gobiernas con la mirada la flora entera, desde aquí oigo correr el río, caer sobre la rocalla un poco más abajo, son escasos los habitantes de Sekepembe que se aventuran a este lugar, si destruyeran todas las esencias de la sabana, jamás te tocarían debido al respeto que los aldeanos guardan a los baobabs, sé que no siempre fue así, sé que dijeron cosas respecto a ti, puedo leerlas a través de las nervaduras de tu corteza, algunas son cicatrices, hubo locos del pueblo que trataron de acabar con tus días, y en su locura destructora, por los pinchos de un puercoespín, quisieron reducirte a leña, creyeron que tapabas el horizonte, que escondías la luz del día, y no lo lograron porque su sierra se doblegó ante tu legendaria resistencia, y después se contentaron con los ocumos que utilizan como tablas para fabricar a la vez sus ataúdes y sus casas, esa madera que mi dueño utilizaba también para edificar las armaduras, y hay aldeanos que piensan que estás dotado de alma, que proteges la región, que tu desaparición seria perjudicial, fatídica para la comarca, que tu savia es tan sagrada como el agua bendita de la iglesia del pueblo, que eres el guardián del bosque, que siempre has existido desde la noche de los tiempos, quizá por eso los hechiceros utilizan tu corteza para curar a los enfermos, otros afirman que hablarte es dirigirse a los antepasados, «siéntate al pie de un baobab y, con el tiempo, verás desfilar el Universo ante ti», nos decía a veces nuestro viejo puercoespín, contaba que antaño los baobabs podían hablar, responder a los humanos, castigarlos, azotarlos con las ramas cuando esos primos hermanos del mono se confabulaban contra la flora, y en aquellos tiempos, proseguía él, los baobabs podían desplazarse de un lugar a otro, elegir un sitio más confortable a fin de arraigar mejor, algunos de ellos venían de lejos, de muy lejos, se cruzaban con otros baobabs que iban en dirección contraria porque siempre tendemos a creer que la tierra extranjera es mejor que la que nos vio nacer, que la vida es más soportable en otra parte, y yo imaginé esa época de grandes andanzas, esa época en que el espacio no era un obstáculo, hoy en día nadie daría crédito a las palabras de nuestro gobernador, qué hombre henchido de razón, encostrado de prejuicios se imaginaria que un árbol cuyas raíces estén implantadas de una vez por todas en la tierra podría desplazarse, eh, el hombre incrédulo replicaría enseguida «y por qué no las montañas, ya que estamos, eh, pueden también darse un garbeo las montañas, darse un apretón de manos en una encrucijada, quedarse un rato de cháchara, intercambiarse las direcciones, darse noticias respectivas de sus familias, todo eso son chorradas», yo me lo creo a pata juntillas, por una vez doy la razón a nuestro gobernador, no son leyendas, no nos contaba chorradas, tenía mucha razón, y sé que tú también te desplazarías, huirías de las zonas amenazadas por el desierto, de las regiones en que llueve a cuentagotas, abandonaste tu familia, te acercaste a zonas lluviosas, y no es casualidad que eligieras el sitio más fértil de este país, ignoró si hay otro baobab en los parajes, me gustaría tanto remontarme a tu genealogía, saber de qué árbol desciendes y en qué lugar vivieron tus primeros antepasados, pero a lo mejor me he apartado un poco de mis propias confesiones hablando de ti, eh, una vez más mi parte humana se expresó, pues sí, aprendí de los hombres el sentido de la digresión, nunca van al grano, abren paréntesis que olvidan cerrar
no me gusta el tipo de hombre como ese joven letrado que llamaban Amédée y que comimos, andaba apenas por la treintena, y es el que había leído el libro que los etnólogos o antropólogos sociales habían escrito sobre la práctica del cadáver que pesca a su malhechor, te hablo de él porque si hay un ser cuya desaparición no lamento, es verdaderamente ese joven, era pretencioso, un jactancioso de mucho cuidado que se tomaba por el más inteligente del pueblo, de la región, por no decir del país, llevaba trajes de tergal, corbatas centelleantes, zapatos de quienes trabajan en las oficinas, esos templos de la pereza en que los hombres se sientan, hacen como que están leyendo papeles, dejan para mañana lo que tienen que hacer hoy, Amédée caminaba sacando el pecho, simplemente porque tenía muchos estudios, simplemente porque había estado en los países en que nieva, te digo yo que cuando llegaba a Sekepembe para visitar a sus padres, las chicas ardientes le iban detrás, hasta las mujeres casadas engañaban a sus esposos, le llevaban comida a escondidas detrás de la cabaña de su padre, le lavaban la ropa sucia, el tío efectuaba esas cosas viles por todas partes con las señoras casadas y las chicas calientes, lo hacía en el río, en la hierba, en los campos, detrás de la iglesia, cerca del cementerio, no daba crédito a mis ojos, es verdad que era guapo, atlético, además se pasaba la vida cultivando esa belleza con gestos de un ser humano de sexo femenino, nunca se había visto tal coquetería en el pueblo, y cuando iba a bañarse al río, se remiraba durante mucho tiempo, se embadurnaba de esencias perfumadas, miraba con satisfacción su imagen reflejarse en la ola apaciguada y casi cómplice de esta coquetería, entonces Amédée se decía que era guapo, muy guapo, y un día estuvo a punto de ahogarse porque, para contemplar mejor su silueta entera, apoyó los pies sobre una piedra cubierta de musgo, y zas, por los pinchos de un puercoespín, tropezó, se encontró en el agua, pero gracias a Dios por él, sabía nadar y alcanzó la otra orilla en memos que canta un gallo, se rió como un cretino, los bañistas lo aplaudieron, y para celebrar ese día en que por poco rozó la muerte, recogió un hibisco rojo, lo arrojó al río, lo vio seguir la corriente y desaparecer en una maraña de helechos y nenúfares, por eso la gente del pueblo ya no dice «hibisco rojo» al hablar de esa flor, la llaman «
la flor de Amédée
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