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Authors: Alain Mabanckou

Tags: #Humor

Memorías de puercoespín (8 page)

pienso también en ese día en que mamá Kibandi sorprendió a mi dueño sentado frente a la puerta de la cabaña leyendo la Biblia, alguien se la había regalado en Kinkosso, se trataba de un religioso que quería convencerlo de que adoptara los caminos del Señor porque lo sorprendía en los barrios de las mujeres de vida alegre, señal de que mi dueño era una oveja descarriada, un pecador que había que rescatar del camino del infierno, Kibandi había tomado el libro y había desaparecido antes de que el siervo de Dios descubriera que de hecho no era más que un analfabeto, y el hombre de la sotana no se dio cuenta del favor que acababa de prestar a mi dueño, éste no abrió el libro durante varias semanas, lo había abandonado al pie de su cama hasta tal punto que el polvo cubría ya la tapa del libraco, y una noche en que sufría de insomnio, pilló por fin esa Biblia, la abrió hacia la mitad, se la llevó a la nariz, cerró los ojos, inspiró largo rato, sintió el olor agradable de la página y cuando volvió a abrir los ojos, el resplandor del guardabrisa iluminaba las palabras, las desvestía de su enigma, formaba alrededor de cada letra una especie de halo, y la frase se agitaba, fluía cual río, no supo en qué momento los labios se le pusieron a mover, a leer, tampoco se percató de que volvía rápido las páginas, que los ojos le iban de izquierda a derecha sin que se mareara, las palabras vivían de repente, representaban la realidad, e imagino a Dios, e imagino a ese vagabundo misterioso que era Jesús, a partir de entonces ya no pararía de leer, y los días siguientes, ya no dormía, se abalanzaba sobre ese libro en cuanto regresaba del taller que había construido detrás de su cabaña, la mamá Kibandi no ocultó su asombro, la actitud de su hijo la divertía, se preguntaba qué empujaba al joven a disimular así su ignorancia, no bastaba con tener un libro entre las manos para mostrar a los demás que se era instruido, y se lo tomó como una broma dado que mi dueño jamás había puesto los pies en una escuela, por lo tanto no podía leer, y, otro día, harta de la nueva ocupación de mi dueño, echó un vistazo al libro que él recorría, como si pudiera ella misma devorarlo, su hijo parecía concentrado, murmuraba frases, dejaba correr el índice derecho sobre las líneas de la página, fue sin duda ese día cuando comprendió que Kibandi sólo podía poseer un doble y que al final su padre le había hecho beber el
mayamvumbi
en Mossaka

mi dueño ya no podía pasar sin libros, a partir de entonces no paró de llevar a casa toda clase de libros que compraba en los mercados de los pueblos vecinos, los ordenaba en un rincón del taller, había también en su cuarto, se iba formando una pequeña biblioteca, la mayoría de los libros ya no tenían tapas, otros no poseían ni las primeras páginas ni las últimas, se pasaba horas en la biblioteca de la iglesia San José del pueblo de Kimandou, y, cuando no iba al taller o a un pueblo vecino para una obra, se quedaba todo el día devorando libros, en esa época empecé igualmente a distinguir los caracteres que me desfilaban en el pensamiento, las palabras, era divertido constatar la forma de las letras, descubrir que la palabra podía grabarse en alguna parte, ahora podía recitar lo que leía mi dueño, me sorprendí en varias ocasiones monologando, además, había llegado a la conclusión de que los hombres, por una vez, nos tomaban la delantera a los animales dado que podían consignar sus pensamientos, su imaginación, sobre papel, también en esa época la curiosidad me empujó a salir de mi escondrijo, me introduje en el taller de mi dueño mientras él estaba con su madre en el mercado de Sekepembe, me arrojé pues sobre la pila de libros, quería asegurarme de que era capaz de reconocer esas palabras que me revoloteaban en la mente como pequeñas libélulas de alas plateadas, y abrí al azar las páginas de la Biblia que mi dueño había depositado cerca de sus herramientas de trabajo como para consagrarlas, leí varios capítulos, descubrí unas historias extraordinarias como las que te conté al principio de mis confesiones, di también con otros libros, no tenía necesidad de leerlos todos, mi dueño lo haría en mi lugar, me esfumé antes de caer la noche, de lo contrario Kibandi y su madre me habrían sorprendido, y no sé qué habría pasado entonces

debo encontrar las palabras justas para explicarte cómo la mamá Kibandi padecía del corazón, nunca había querido que su hijo estuviera a1 corriente de esta enfermedad, mi dueño no lo supo hasta Sekepembe, la enfermedad empeoró tras nuestro doceavo año de residencia aquí, no tenía nombre lo que pasaba la mamá Kihandi en cada uno de los ataques, permanecía inmóvil durante horas, abría de repente los ojos en el momento en que cualquiera habría apostado que había entregado al fin el alma, aspiraba el aire secamente, murmuraba alga así como «esta puta enfermedad no me tumbará, estoy sana, mis antepasados me protegen, pronuncio todos los días y todas las noches sus nombres, me refiero a Kong-Dia-Mama, Moukila-Massengo, Kengué-Moukila, Mam’ Soko, Nzambi Ya Mpungu, Tata Nzambi, me darán un corazón nuevo, un corazón que late más rápido que la podredumbre que incubo en mi caja torácica», pero qué podían hacer los antepasados ante un corazón que patinaba, flojeaba, disminuía el ritmo, qué podían hacer ante ese músculo vital que se había contraído, que ya sólo le proporcionaba sangre a la mitad del cuerpo, nada podían hacer los antepasados, mi querido Baobab, si mucho me apuras, podían acabar con la fiebre, una blenorragia, una bilharziosis, una llaga, un dolor de cabeza, pero el corazón era otro asunto, la mamá Kibandi lo sabía, se agotaba al menor esfuerzo, ya no iba a vender sus esteras desde hacía más de un año, mi dueño dejó de trabajar también, y cuando me introducía en el taller, advenía telarañas, los libros que acumulaban polvo, las herramientas de trabajo guardadas tiempo atrás en un rincón, lo cual implicaba que Kibandi no se había montado a la techumbre de una casa desde hacía muchos meses, la mamá Kibandi lo incitaba a reanudar su actividad, mi dueño apenas la escuchaba, ya no iba donde las prostitutas de Kinkosso, vigilaba muy de cerca a su madre, le hacía beber mixturas que, a la larga, habían acabado enrojeciéndole los labios, Kibandi ya no se movió de la cabaña hasta el día en que su madre fue a reunirse con el papá Kibandi al otro mundo, ahora bien, unas semanas antes, como si ella estuviera al corriente de la fecha y hora exactas de su viaje, sin duda porque lo asombraba el comportamiento extraño de su hijo convertido de pronto en un lector asiduo, cualquiera lo habría tomado por un verdadero letrado, recordó a mi dueño que no la desobedeciera, que no siguiera el camino del difunto papá Kibandi a riesgo de terminar un día como él, y el joven hizo la promesa, juro tres veces en nombre de los antepasados, la mentira era gorda, sin duda habría valido más que le dijera la verdad porque en el instante en que juró por la cabeza de sus antepasados, uno de los pedos más sonoros que jamás se había tirado se le escapo de las nalgas, y tanto la moribunda como él tuvieron que taparse la nariz, una peste de cadáver se esparció por el cuarto hasta tal punto que dejaron la puerta y las ventanas abiertas durante treinta días y treinta noches, la exhalación no se disipó hasta el día de la muerte de la anciana, ese lunes plomífero, un lunes en que hasta alas moscas les costaba volar, Sekepembe parecía desierto, el cielo estaba bajo, tan bajo que un ser humano podía desprender de él varios racimos de nubes sin levantar el brazo, y entonces, hacia eso de las once de la mañana, un rebaño de carneros esqueléticos venidos de a saber donde dieron la vuelta al taller de mi dueño, se detuvieron ante su cabaña, cubrieron el patio de excrementos diarreicos y se orientaron en fila india hacia el río después de que el mayor de ellos hubiera soltado un lamento de animal degollado en el matadero, Kibandi se abalanzó hacia el cuarto de su madre, la descubrió inanimada, con los rasgos del rostro crispados, la mano derecha posada sobre el seno izquierdo, sin duda había contado los últimos latidos de su corazón antes de cerrar los ojos para siempre, mi dueño corrió por todo Sekepembe como un loco para anunciar la noticia, enterraron a la mamá Kibandi en un lugar reservado a los forasteros, acudieron varias personas al funeral, pero no las suficientes porque ella y su hijo eran percibidos por los lugareños como «gente venida de fuera, salida del vientre de la montaña» aunque llevaran varios lustros residiendo allí, y, mi querido Baobab, según tengo entendido, conocer el pasado es esencial para el acercamiento entre los hombres, no es como lo que he constatado en nuestro mundo, si bien un grupo de animales bien establecido vería con malos ojos la invasión de un bicho forastero, sé por experiencia que los animales también están organizados, tienen su territorio, su gobernador, sus ríos, sus árboles, sus sendas, los elefantes no son los únicos que poseen un cementerio, todos los animales están apegados a su universo, en cambio, para los primos hermanos de los monos, es muy raro, un vacío, una sombra, una ambigüedad sobre el pasado engendran desconfianza, por no decir rechazo, por eso no hubo mucha gente en el entierro de la mamá Kibandi, cuyo cuerpo permaneció tres días y tres noches bajo un cobertizo de hojas de palma construido por mi dueño cerca de su taller

mi querido Baobab, quisiera que conservaras al menos de la mamá Kibandi la imagen de una mujer valiente, una mujer que quería a su hijo, una mujer humilde que vivió en este pueblo, una mujer que quiso este pueblo y se paso días enteros tejiendo sus esteras, una mujer que quizá no concilie el sueño en el otro mundo porque mi dueño no cumplió con su palabra, ahora Kibandi iba a vivir aquí solo, decidió reanudar su oficio de carpintero, yo fisgoneaba cerca de su taller, lo oía manejar las herramientas con rabia, serrar las tablas con fogosidad, lo veía partir para el pueblo vecino, trabajar en una obra, regresar por la noche, despatarrarse en la cama y abrir las páginas de un libro, y en esa cabaña silenciosa se adivinaba la sombra de la mamá Kibandi, sobre todo cuando un gato maullaba muy entrada la noche o un fruto caía en el río, el otro yo de mi dueño me hacía cada vez más visitas, me daba la espalda como de costumbre, yo vislumbraba una silueta triste, perdida, sabía ahora que estábamos cerca, muy cerca del inicio de nuestras actividades, ahora podíamos comenzarlas, puesto que la mamá Kibandi ya no estaba para que mi dueño sintiera aún ciertas reticencias

CÓMO EL VIERNES PASADO RESULTÓ UN VIERNES FATÍDICO

quisiera hablarte del día en que Kibandi regresó de la tumba de su madre, ese día en que decidí ir a rondar alrededor de su cabaña a eso de las diez de la noche, el otro yo de mi dueño me había achuchado toda la tarde, lo oía correr por todas partes, sacudir la vegetación, zambullirse en el río, desaparecer un momento, regresar al cabo de media hora, sabía que ese otro yo me dirigía un mensaje, la hora de nuestra primera actividad había sonado pues, me agitaba en mi escondrijo, no podía parar quieto, Kibandi quería verme, sentirme, y entonces, una vez llegado cerca del taller, cuando la noche era tan negra que no veía más allá de la punta del hocico, constaté que no había luz en la cabaña, normalmente mi dueño leía hasta muy tarde, advertí también que la puerta estaba medio abierta, pude deslizarme dentro suavemente para descubrir a Kibandi tendido sobre la última estera que su madre había trenzado, una estera a medio terminal y a la que estaba más apegado que nada, me puse a roerle las uñas, a roerle también los talones, como apreciaba estos gestos de afecto, se despertó, se puso de pie, lo vi vestirse, darme la espalda a fin de que no le viera el sexo, y al atravesar el cuartito que hacía las veces de comedor di con su otro yo tumbado en el suelo, salimos de la cabaña mientras el otro yo se desplazaba para ir a acostarse en la última estera tejida por la mamá Kibandi, yo iba detrás de mi dueño que avanzaba con los ojos medio cerrados, parecía un ciego, y llegamos a unos cientos de metros de la concesión del ladrillero papá Louboto, mi dueño se sentó al pie de un mango, lo vi tiritar, hablarse, tocarse el vientre como si sintiera dolor, «ve ahora, te toca», me dijo, mostraba con el dedo la cabaña al otro lado de la concesión, y como yo vacilaba repitió la orden de forma más autoritaria, obedecí, y en cuanto me hallé detrás de la cabaña descubrí un gran agujero, sin duda obra de los roedores de los alrededores, me metí sin titubear, salí al dormitorio de la hija del papá Louboto, la joven Kiminou, era una adolescente de piel clara, rostro redondo, contaban que era la chica mas guapa de Sekepembe, cuatro pretendientes habían presentado su candidatura de matrimonio al padre y esperaban ansiosos el año siguiente, en que la chica sería mayor de edad y el padre expresaría su elección definitiva, la joven Kiminou estaba frente a mí, contemplé un momento su belleza, el pareo apenas le tapaba las caderas, su pecho estaba a mi alcance, sentí una especie de deseo violento, apremiante, tuve miedo de mis propias partes genitales, yo que nunca he hecho marranadas con una hembra, ni siquiera con una de mi propia especie, te lo juro, además nunca me lo había pedido el cuerpo, no se me pasaba por la cabeza, a diferencia de ciertos miembros de nuestro grupo que se entregaban a esas cosas viles cuando el viejo gobernador les daba la espalda, eran mayores que yo, y ahora resultaba que el día de la primera misión había una excrecencia repentina entre mis patas traseras, el sexo se me endurecía, hasta entonces había creído que solo me servía para orinar como el recto me servía para defecar, me entró vergüenza, y te juro que ni siquiera sé hasta ahora como me lo montaría si me encontrara frente a un puercoespín de sexo opuesto que me echara los tejos o quisiera hacer patitas conmigo, quizá deba mi virginidad a mi destino de doble, y cuando los demás miembros de nuestra comunidad se pegaban revolcones con las hembras, me lo tomaba como si asistiera a una escena inmunda, era laborioso pero llegaban a su meta, chillaban, gemían, se aferraban a los pinchos de sus parejas, me preguntaba entonces qué sentirían cuando gesticulaban como si tuvieran un ataque de epilepsia, y además, déjame decirte, el ruido producido por los roces de sus pinchos me molestaba, aun así, ellos parecían tomarle gusto antes de soltar un largo estertor y caer en un estado de aturdimiento tal que incluso un pituso que todavía se mea en la cuna podría capturarlos con las manos, total, que el día de esa primera salida descubrí que mientras mi sexo permanecía indiferente a los atractivos de un puercoespín hembra, reaccionaba en el acto al ver la desnudez de un ser humano de sexo femenino, sin embargo mi misión no consistía en intentar alguna experiencia con la chica, por eso, después de haber titubeado, barrí esas ideas que me pasaban por la mente, me decía que no estaba hecho para estas cosas, que estas cosas se practican entre miembros de una misma especie, y entonces, para ahuyentar mejor esas ideas de la cabeza, pensé en otra cosa, en el objetivo de mi misión, me pregunté qué había empujado a mi dueño a tomarla con la guapa Kiminou, sin duda algo debido a ese cuerpo de silueta perfecta, y, una vez más, descarté de una patada esos pensamientos para no flaquear en el momento en que iba a pasar a la acción, pero en el fondo, aunque me esforzara en poner la mente en blanco, me puse cuanto menos a reflexionar, y me acordé de que Kibandi formaba parte de los cuatro candidatos a la boda, su petición había hecho reír tanto al pueblo que mi dueño se arrepentía de su acto, lo había visto charlar dos o tres veces con ese papó Louboto junto a la plaza del mercado, un día habían bebido juntos vino de palma, Louboto hablo con emoción de la mamá Kibandi, dijo que «era una mujer encantadora, aunque pasen años y años, el pueblo se acordará de ella, créeme, puedes estar orgulloso de ella, y sé que te está protegiendo», no había ninguna sinceridad en su voz, además Kibandi se acordaba todavía de que el papá Louboto no había asistido a los funerales de su madre, por consiguiente, fingía simpatía hacia mi dueño con la esperanza de recibir los regalos de un aspirante cuya petición de mano rechazaría a su debido tiempo, además, cuando todos esos candidatos habían acabado de charlar con el suegro potencial, cada uno de ellos se iba con la convicción de ser el agraciado, el marido al que el papá Louboto daría su hija a ojos cerrados, ahora bien, mi dueño no se chupaba el dedo, sabia que no tendría ninguna posibilidad, aun así daba a ese timador todo lo que poseía, todo lo que su madre le había legado, esteras de festividades, cestos de nueces de palma, sus ahorros de carpintero, también había rehecho el tejado de ese hombre sin pedirle un céntimo, y se podía leer en la mirada del papá Louboto una especie de espera inextinguible, fanfarroneaba en el pueblo, decía por ahí que Kibandi era más feo que un chinche, más flaco que un clavo de marco de foto, agregaba que una mujer digna de este nombre jamás aceptaría la petición de mano de mi dueño, que de ilusión también se vive, que le arruinaría, le arrebataría hasta los calzoncillos, las camisolas contra sudores, las sandalias de plástico, seguro que la frustración y la revuelta habían conducido a mi dueño a querer ocuparse de esa familia porque, debo precisarlo, mi querido Baobab, para que un ser humano se coma a otro hacen falta razones concretas, los celos, la ira, la envidia, la humillación, la falta de respeto, te juro que en ningún caso comimos a alguien sólo por el placer de comerlo, total que, esa noche memorable, la joven Kiminou dormía como un ángek, tenía los brazos cruzados sobre el pecho, respiré hondo antes de armar uno de mis pinchos más firmes y proyectarlo después de lleno en su sien derecha, no tuvo tiempo para percatarse de lo que le sucedía, lancé otro pincho, se estremeció, forcejeó en vano, estaba paralizada, me acerqué a ella, la oí murmurar palabras sin ton ni son, me puse entonces a lamer la sangre que le goteaba de la sien, vi como, por arte de magia, desaparecía el agujero hecho con mis dos pinches, así no habría ningún rastro visible para los que no estuvieran dotados de cuatro ojos, me di una vuelta por el otro cuarto donde dormían los padres de la joven, el padre ronroneaba como un viejo automóvil, a la madre le colgaba de la cama el brazo izquierdo, no tenia por misión ocuparme de ellos, rechacé pues la voz que me susurraba la idea de proyectar dos o tres pinchos en las sienes al padre y a la madre de Kiminou

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