de modo que e1 quinto día, cuando regresé a nuestro territorio con objeto de descansar un poco tras la toma de contacto con el joven Kibandi, no encontré a ninguno de los miembros del grupo, todo estaba en calma las madrigueras estaban vacías, comprendí al fin que el gobernador había dado la orden de salir pitando, los míos me habían declarado muerto, me puse a sollozar ante tal vacío, cada ruido de los bosquecillos me daba de nuevo la esperanza de volver a ver a uno de mis compañeros que vendría a estrecharme entre las patas, frotar sus pinchos contra los míos como muestra de alegría por el reencuentro o hacerme rabiar llamándome El Cervato, y cuando oí por fin un ruido los pinchos se me pusieron a agitar de regocijo, por desgracia, poco duró mi entusiasmo, me percaté acto seguido de que no era más que una ardilla que se aventuraba por allí, su carcajada socarrona lo decía todo, incluso ahora no entiendo por qué esas amantes de la nuez de palma nos tienen tanta tirria hasta el punto de tomarse nuestra desventura por su ventura, por descontado no respondí a sus provocaciones, a sus risotadas bobas, permanecí solo durante seis días, no fue hasta el séptimo día que advertí una ardilla común de cierta edad en las inmediaciones, y como las ardillas comunes al menos nos resultan más simpáticas porque nunca nos han hinchado los morros, le pregunté si había visto a un grupo de puercoespines dejar la región unos días antes, se echo a reír ella también, multiplicó los tics que reprochábamos a los seres de su especie, sí, porque las ardillas tienen cierta tendencia a agitarse por nada, hacer juegos de ojos, menear la nariz, remover la cabeza de manera epiléptica, lo cual les da una apariencia de lo más ridícula, pero fíjate que esos tics les salvan a veces del fusil con el que las apuntan los hombres, y constaté que arrastraba una cola cortada, sin duda habría escapado por los pelos a una trampa de los humanos, la herida todavía estaba abierta, no quise entretenerme sobre las razones de su infortunio, y entonces, después de su, carcajada incontenible seguida de una serie de tics burlescos, se rascó el trasero antes de farfullar «llevo días espiándote, me preguntaba por qué llorabas así, es porque estás buscando a los tuyos, verdad, eh, a decir verdad no he visto rondar por aquí a ningún puercoespín desde hace días, últimamente está todo muy tranquilo, como para creer que ya no hay nada para hincar el diente y todo el mundo se abre, pero bueno, si no tienes donde vivir podemos acogerte en nuestra comunidad, yo encantada de presentarte a los míos, sobre todo ahora, que la temporada de lluvias que llega amenaza con ser ruda y sin piedad si observamos esas nubes bajas y pesadas como la panza de un asno, ven conmigo, debemos ayudarnos, echarnos una pata, tú ya me entiendes, eh», no me apetecía nada vivir con las ardillas, soportar sus tics, compartir sus nueces, arbitrar sus peleas por una almendra podrida, trepar a los árboles todo el santo día, negué con la cabeza, trató de persuadirme, permanecí inflexible, antes diñarla que rebajarme tanto, me dije, y me espetó «por quién te tomas, eh, el orgullo nunca dará techo a un vagabundo», y yo contesté «el techo de un vagabundo es su dignidad», se calló, me miró de arriba abajo y acabó lanzándome «mira, amigo pinchudo, te he ofrecido nuestra hospitalidad y la rechazas, me gustaría ayudarte a encontrar a los tuyos pero aquí donde me ves tengo prisa, mis compañeros me esperan desde hace un buen rato, me mandaron a buscar unas nueces, a lo sumo puedo decirte que tu familia se fue hacia el otro lado, detrás de ti» y con el hocico me indicó el horizonte, allí donde se reúnen el cielo y la tierra, allí donde las montañas se tocan, no parecen más que un montencillo de piedras, yo sabia que me estaba tomando el pelo, que exultaba al verme en este estado de tristeza, «lo siento mucho, tengo que irme, te deseo ánimos y que la dignidad te conceda un techo», dijo, la vi marcharse sin volverse, miré al horizonte, luego el cielo, me enjugué las lágrimas, me di unas vueltas durante unos minutos, seguía ese vacío, esa impresión de que el silencio tenía los ojos puestos en mí, unos ojos cómplices del desplazamiento de mis congéneres, la imagen de nuestra comunidad estaba ante mí, me representaba a nuestro gobernador hablando, rezando, mascullando órdenes, derramé más lágrimas en ese instante y, tomando una gran bocanada de aire, los pinchos a media hasta, me dije, «al cuerno, viviré solo a partir de ahora», y, al cabo de dos días, roído por la soledad y la pena, retomé el camino rumbo al pueblo de mi joven dueño
así fue cómo, mi querido Baobab, dejé el mundo animal a fin de ponerme al servicio del pequeño Kibandi que acababa de iniciarse en Mossaka, ese pequeño al que seguiría mucho más adelante a Sekepembe, ese pequeño que ya no abandonaría durante decenios hasta el viernes pasado en que nada pude hacer para evitarle la muerte, aún estoy afectado, no quisiera que vieras mis lágrimas, o sea que voy a volverte la espalda por decencia y resoplar un poco antes de proseguir
mi dueño no pasó un solo día de su vida sin revivir la noche en que su padre nos vendió su destino, y las imágenes se imponían a él, se veía en Mossaka, a la edad de diez años, en plena noche, una noche poblada de lechuzas y murciélagos, esa noche en que papá Kibandi lo despertó a espaldas de su madre para llevarlo a rastras al bosque, y mucho antes de dejar la cabaña, el pequeño Kibandi asistió a una escena tan poco creíble que se frotó los ojos en varias ocasiones, pues sí', porque constato que su padre estaba a la vez acostado junto a su madre y de pie a su lado, así que había dos papás Kibandi en la casa, los dos se parecían como dos gotas de agua, uno estaba inmóvil, acostado en la cama, el otro de pie, en movimiento, y el chiquillo, presa del pánico, chilló, pero el padre de pie le tapó la boca con la mano y le dijo «aún no has visto nada, sí, soy yo, y el que está acostado al lado de tu madre también soy yo, puedo ser a la vez yo mismo y el
el otro
que está acostado, pronto lo entenderás», el pequeño Kibandi quiso escapar, el padre de pie lo atrapó en un salto «no puedes correr más rápido que yo y si te escapas lanzaré detrás de ti a mi otro yo», el pequeño Kibandi miró una vez más por turnos a su padre de pie y al otro yo de su padre, tenía la impresión de que lo estaban raptando, que tal vez debía despertar al otro yo de su padre que acudiría entonces en su ayuda, sin embargo se preguntó si era verdaderamente éste su progenitor, y entonces, el padre de pie lo dejó satisfacer su curiosidad antes de asentir con la cabeza, eso quería decir que el chiquillo debía dirigirse a él, él era el padre, el verdadero, el pequeño Kibandi ya no tenia voz, el padre de pie sacudió de nuevo la cabeza, esbozo una sonrisa enigmática, mi joven dueño lanzó con desesperación una última ojeada a la cama de sus padres, su madre tenía ahora la mano posada sobre el pecho del papá Kibandi acostado, «mi otro yo no se despertará mientras las cosas no se hayan cumplido como lo quieren nuestros antepasados y si despierta ahora ya no tendrás padre, ven, el camino es largo», tomo al chiquillo de la mano derecha, casi lo zarandeó, la puerta permaneció medio cerrada, desaparecieron en la noche, el padre no soltaba un solo instante la mano del hijo, como si temiera que éste pusiera pies en polvorosa, la caminata fue interminable, puntuada de gritos de aves nocturnas, y cuando llegaron por fin al corazón de la sabana la luna los acechaba con ojos discretos, el padre libero la mano de mi joven dueño, sabía que a éste ya no se le ocurriría huir por temor a las tinieblas, el papá Kibandi separó entonces una lianas, se orientó hacia un campo de bambú, encontró una vieja pala disimulada bajo un montón de hojas muertas, el niño no apartaba los ojos de él, regresaron sobre sus pasos, se hallaron en un claro, se oía correr un río un poco más abajo, y el papá Kibandi, con su voz cascada, entono una canción, se puso a cavar la tierra con la virtuosidad de los
desenterradores
, esos ladrones de sudarios que, en cuanto habían cometido el robo y profanado la sepultura del fiambre, lavaban después esas mortajas en el río, las doblaban y las metían en una bolsa e iban a venderlas muy caras en los pueblos vecinos donde se celebraban funerales, el papá Kibandi seguía cavando, los palazos desgarraban el silencio de la sabana y al cabo de unos veinte minutos, casi una eternidad para mi joven dueño, el padre arrojó su herramienta sobre el montón de tierra, soltó un suspiro de alivio, «ya está, perfecto, lo conseguimos, pronto te liberarás», se puso cuerpo a tierra, hundió una mano en la fosa para sacar un objeto enrollado en un trozo de pareo mugriento, e1 niño descubrió una cantimplora y un cubilete de aluminio, primero el papá Kibandi agitó varias veces la cantimplora antes de verter el
mayamvumbi
en el cubilete, tomó él mismo un trago, hizo chasquear la lengua, tendió después el vaso metálico a su hijo que retrocedió dos pasos, «pero qué haces, eh, es por tu bien, bebe, bebe, hombre», lo cogió por la mano derecha, «debes beber esta poción, es para tu protección, no hagas el idiota», y como el pequeño Kibandi, desesperado, forcejeaba, lo inmovilizó en el suelo, le tapó la nariz, le hizo beber el
mayamvumbi
, bastaron unos tragos, la reacción fue inmediata, el pequeño Kibandi sintió enseguida mareos, cayó al suelo, se incorporó, se tambaleó, apenas se tenía en pie, con los ojos cerrados, el líquido sabía a la vez a vino de palma mohoso y a limo de ciénaga, la poción irritaba la garganta, y cuando abrió los ojos, mi joven dueño advirtió a un chiquillo que se le parecía, apenas le dio tiempo para discernir los rasgos de ese niño, desapareció entre dos bosquecillos, «lo viste, tu otra ya, eh, verdad que lo viste, eh», preguntó el papá Kibandi, «estaba aquí frente a ti, no es una ilusión, mi pequeño, ahora eres un hombre, soy feliz, proseguirás lo que yo mismo recibí de mi padre y lo que mi padre recibió de su padre», el pequeño Kibandi prestaba más bien oído hacia el lugar donde se había escapado ese niño, su otro yo, lo oía todavía aplastar las hojas muertas con sus zancadas, unas zancadas casi demenciales, como para creer que alguien le estaba pisando los talones, luego vino el silencio, su padre podía por fin respirar hondo, había esperado mucho tiempo este instante de liberación, este instante en que satisfaría su deuda de transmisión
el pequeño Kibandi no tuvo relaciones frecuentes con su otro yo, que prefería más bien seguirme la pista, impedirme dormir, lo oía andar sobre las hojas muertas, correr hasta perder el aliento, respirar en un matorral, beber agua en un río, a veces me encontraba víveres amontonados cerca de mi escondrijo, sabía que era el otro yo del pequeño Kibandi el que los había depositado allí, para mi era un gustazo, alguien se ocupaba, pues, de mí, y quizá fueron esos momentos en los que me sentía más reconfortado, era feliz de ser un privilegiado, engordaba, los pinchos se me hacían más resistentes, los veía relucir cuando el sol estaba en su cenit, me acostumbraba a ese juego del escondite con el otro yo de mi joven dueño, se convertía en nuestro intermediario, y cuando no lo veía u oía durante dos o tres semanas, me sentía inquieto, me orientaba urgentemente hacia el pueblo, no me reconfortaba hasta que veía al pequeño Kibandi jugando en el patio de su concesión, regresaba entonces a mi escondrijo, tranquilizado, y pasé años así, el otro yo de mi joven dueño me alimentaba, no me faltaba de nada, no tenía que preocuparme del mañana, los víveres me esperaban en la entrada de mi refugio en cuando metía el hocico fuera, y si otro animal osaba venir a robármelos, el otro yo de mi joven dueño lo ahuyentaba a pedradas, por una vez podía convenir con los hombres en que llevaba una vida de perezoso
nada concreto se llevó a cabo durante este periodo de la adolescencia de mi dueño, aprendíamos a convivir, coordinar nuestros pensamientos, conocernos mejor, por media de ese otro yo, yo 1e mandaba mensajes al pequeño Kibandi, y entonces un día, cuando merodeaba cerca de un brazo de río, lo sorprendí sentado en una piedra, me daba la espalda, no quise moverme ni hacer ruido, de lo contrario habría huido una vez más, él estaba observando las garzas y los patos silvestres, me entró una viva emoción hasta tal punto de decirme que era el verdadero pequeño Kibandi el que me daba la espalda, avancé varios metros, me oyó, se volvió enseguida, pero era demasiado tarde, yo había distinguido ya los rasgos de su rostro, si todo en él venía de mi dueño, lo que me pareció más extraño fue constatar que el otro yo de Kibandi no tenía boca, no tenía nariz tampoco, sólo ojos, orejas y una larga barbilla, apenas me dio tiempo para expresar mi estupefacción que ya había salido de estampida arrojándose en el brazo del río, el vuelo de las garzas y los patos silvestres le sirvió de cobertura en su desbandada, ya no había nada ante mí, sólo el brazo del río agitado, ésa sería una de las escasas imágenes que vería de este otro yo de mi joven dueño, en la última, esa criatura sin boca vino a anunciarme la partida inminente de mi dueño y su madre hacia Sekepembe, pocos días antes de la muerte del papá Kibandi
todo pasaba como si, al envejecer, el papá Kibandi regresara al estado animal, ya no se cortaba las uñas, tenía los tics de una verdadera rata cuando tenía que comer, se rascaba el cuerpo con la ayuda de los dedos de los pies, y la gente de Mossaka, que se lo tomaba como una broma de mal gusto, como un juego de viejo chocho, comenzó a inquietarse, el viejo estaba ahora provisto de largos dientes acerados, en particular los de delante, unos pelos grises y duros le echaban raíces en las orejas y le llegaban hasta el nacimiento de sus mandíbulas, y cuando el papá Kibandi desaparecía hacia medianoche, la mamá Kibandi ni siquiera se daba cuenta, veía al otro yo de su marido acostado en la cama, a su lado, mi joven dueño sorprendía entonces columnas de ralas que iban y venían de la sala principal al cuarto de sus padres, sabía que el más grande de esos roedores, esa rata provista de una cola pesada, orejas gachas y patas arqueadas, ésa era el doble de su padre, no había que matarla a palos bajo ningún concepto, aun así, un día se entretuvo en hacerle la vida imposible a ese viejo animal, espolvoreó raticida sobre un trozo de tubérculo y lo dejó en la entrada del orificio de donde salían los roedores, al cabo de unas horas hubo una decena de ratas muertas, mi joven dueño se apresuro a reunir esos roedores difuntos en hojas de plátano mientras sus padres dormían, fue a tirarlos a lo lejos detrás de la cabaña, pero en las primeras horas del alba, para su mayor sorpresa, el papá Kihandi le tiro de las orejas «si quieres mi muerte, toma un cuchillo y mátame de día, eres hoy el que quise que fueras, la ingratitud es una falta imperdonable, espero que nunca más deba discutir de eso contigo», la mamá Kibandi no supo nada más sobre el asunto, padre e hijo sabían de qué hablaban