Canoas, lanchas y algunos bergantines bien artillados hacen la vida imposible a los buques mercantes del Brasil. El pabellón tricolor de Artigas navega y pelea en los ríos y en la mar. Los corsarios desvalijan las naves enemigas en fulminantes abordajes y llevan los frutos de sus saqueos hasta las lejanas Antillas.
Pedro Campbell es el almirante de esta escuadra de barcos y barquitos. Campbell había llegado aquí con los invasores ingleses, hace unos años. Desertó y se lanzó a galopar por la llanura. Pronto echó fama el gaucho irlandés de aros en las orejas y torva mirada acechando en la maraña del pelo colorado. Cuando Artigas lo hizo jefe de corsarios, ya Campbell había sido tajeado en varios duelos criollos y debía algunas muertes y ninguna traición. Todo el mundo sabe que su cuchillo de plata es una serpiente que jamás muerde por la espalda.
(277 y 283)
Al frente de un ejército triturado por las derrotas, cabalga Bolívar. Un capote de peregrino le echa sombra en la cara; en la sombra destellan los ojos, que miran devorando, y la melancólica sonrisa.
Bolívar cabalga en el caballo del finado Rafael López. La silla luce las iniciales de plata del muerto, un oficial español que disparó contra Bolívar mientras el jefe patriota dormía en una hamaca.
La ofensiva al norte ha fracasado.
En San Fernando de Apure, Bolívar pasa revista a los restas de la tropa.
—Está loco
—piensan o murmuran los soldados descalzos, extenuados, lastimados, mientras les anuncia que pronto llevarán esta guerra, guerra santa, guerra a muerte, hasta Colombia y Perú y la cumbre de Potosí.
(53 y 116)
Bajo el toldo, en una barca que navega por el Orinoco, Bolívar dicta a los secretarios su proyecto de Constitución. Escucha, corrige y vuelve a dictar en el campamento, mientras el humo de la hoguera lo defiende de los mosquitos. Otras barcas traen diputados desde Caracas, Barcelona, Cumaná, Barinas, Guayana y la isla Margarita. De pronto han cambiado los vientos de la guerra, quizás en homenaje a la obstinación de Bolívar, y en súbita ráfaga la mitad de Venezuela ha vuelto a manos de los patriotas.
Los delegados al congreso desembarcan en el puerto de Angostura, pueblo de casitas dibujadas por un niño. En prensa de juguete se imprime aquí, semana tras semana,
El Correo del Orinoco
. Desde la selva, el portavoz del pensamiento republicano difunde los artículos de los doctores criollos y avisos que anuncian la llegada de cerveza, cortaplumas, monturas y soldados voluntarios desde Londres.
Tres salvas de cañón saludan a Bolívar y a su estado mayor. Huyen los pájaros, pero un guacamayo camina, indiferente, con andares de matón.
Los diputados suben la escalinata de piedra.
Francisco Antonio Zea, alcalde de Angostura, abre la sesión. Su discurso compara a esta patriótica villa con Menfis, Tebas, Alejandría y Roma. El congreso confirma a Bolívar como jefe del ejército y presidente de plenos poderes. Se designa el gabinete.
Después Bolívar ocupa la tribuna.
Los ignorantes, advierte, confunden la realidad con la imaginación y la justicia con la venganza…
Expone sus ideas sobre la necesaria creación de la Gran Colombia y fundamenta su proyecto de Constitución, elaborado sobre la base de la Carta Magna de los ingleses.
(202)
Los tres grandes puertos del sur, Río de Janeiro, Buenos Aires y Montevideo, no habían podido con las huestes montoneras de José Artigas, el caudillo de tierra adentro.
Pero la muerte se ha llevado a la mayoría de su gente. En las panzas de los caranchos yace la mitad de los hombres de la campaña oriental. Andresito agoniza en la cárcel. Están presos Lavalleja y Campbell y otros leales; y a unos cuantos se los lleva la traición. Fructuoso Rivera llama a Artigas criminal y lo acusa de haber puesto
la propiedad a merced del despotismo y la anarquía
. Francisco Ramírez, de Entre Ríos, proclama que
Artigas es la causa y origen de todos los males de América del sur
y también se da vuelta Estanislao López en Santa Fe.
Los caudillos dueños de tierras hacen causa común con los mercaderes de los puertos y el jefe de la revolución deambula de desastre en desastre. Lo siguen las últimas huestes de indios y negros y un puñado de gauchos andrajosos al mando de Andrés Latorre, el último de sus oficiales.
A la orilla del Paraná, Artigas elige al mejor jinete. Le entrega cuatro mil patacones, que es todo lo que queda, para que los lleve a los presos en Brasil.
Después, clava la lanza en la orilla y cruza el río. A contracorazón se marcha al Paraguay, al exilio, el hombre que no quiso que la independencia de América fuera una emboscada contra sus hijos más pobres.
(277)
Sin volver la cabeza, usted se hunde en el exilio. Lo veo, lo estoy viendo: se desliza el Paraná con perezas de lagarto y allá se aleja flameando su poncho rotoso, al trote del caballo, y se pierde en la fronda.
Usted no dice adiós a su tierra. Ella no se lo creería. O quizás usted no sabe, todavía, que se va para siempre.
Se agrisa el paisaje. Usted se va, vencido, y su tierra se queda sin aliento. ¿Le devolverán la respiración los hijos que le nazcan, los amantes que le lleguen? Quienes de esa tierra broten, quienes en ella entren, ¿se harán dignos de tristeza tan honda?
Su tierra. Nuestra tierra del sur. Usted le será muy necesario, don José. Cada vez que los codiciosos la lastimen y la humillen, cada vez que los tontos la crean muda o estéril, usted le hará falta. Porque usted, don José Artigas, general de los sencillos, es la mejor palabra que ella ha dicho.
Desde los pueblos vecinos y lejanas comarcas, acuden los paraguayos a ver a estos extraños seres de piel de noche. No se conocían negros en el Paraguay. Los esclavos que Artigas había liberado, y que han seguido al caudillo en la huella del destierro, hacen pueblo en Laurelty.
Los acompaña Baltasar, el rey negro elegido para dar la bienvenida a Dios en la tierra. Invocando a san Baltasar, trabajan los huertos; y por él suenan tambores y cánticos de guerra traídos desde el África hasta las llanuras del río de la Plata. Los compañeros de Artigas, los
Artigas-cué
, visten capas de seda roja y coronas de flores cuando llega el 6 de enero; y bailando piden al rey mago que nunca más vuelva la esclavitud, y que les dé protección contra los malos espíritus que dejan blanda la cabeza y contra las gallinas que cantan como gallo.
(66)
A los quince años nació matando. Mató por defenderse; y tuvo que huir de las montañas y se hizo jinete nómada en las praderas inmensas de Venezuela. Jinete caudillo de jinetes: José Antonio Páez, el llanero Páez, vuela a la cabeza de los pastores artistas de la lanza y el lazo, que montan en pelo y cargan en avalancha a todo miedo. Él anda en caballo blanco, porque caballo blanco navega mejor. Cuando no está en campaña, aprende a leer y a tocar el violoncelo.
Los desnudos llaneros, que en tiempos de Boves habían servido a España, derrotan a España en la batalla de Carabobo. A golpes de machete se abren paso por la imposible manigua del oeste, pantanos y matorrales, y sorprenden y arrasan al enemigo.
Bolívar nombra a Páez comandante en jefe de las fuerzas armadas venezolanas. El llanero entra en Caracas a su lado y luce, como él, guirnalda de flores.
En Venezuela, la suerte está echada.
Encuentro en Guayaquil. Entre el mar Caribe y el océano Pacífico, se abre un camino de arcos de triunfo: el general Bolívar acude desde el norte. Viene desde el sur José de San Martín, el general que atravesó la cordillera de los Andes en busca de la libertad de Chile y de Perú.
Bolívar habla, ofrece.
—Estoy cansado
—corta, lacónico, San Martín. Bolívar no le cree; o quizás desconfía, porque todavía no sabe que también la gloria cansa.
San Martín lleva treinta años de batallas, desde Orán hasta Maipú. Por España peleó el soldado y por América el curtido general. Por América, y nunca contra ella: cuando el gobierno de Buenos Aires le mandó aplastar las huestes federales de Artigas, San Martín desobedeció y lanzó su ejército a las montañas, para continuar su campaña por la independencia de Chile. Buenos Aires, que no perdona, le niega ahora el pan y la sal. En Lima tampoco lo quieren. Lo llaman el rey José.
Desencuentro en Guayaquil. San Martín, gran jugador de ajedrez, evita la partida.
—Estoy cansado de mandar
—dice, pero Bolívar escucha otras palabras:
Usted o yo. Juntos, no cabemos.
Después, hay banquete y baile. Baila Bolívar en el centro del salón, disputado por las damas. A San Martín lo aturde el ruido. Pasada la medianoche, sin decir adiós se marcha hacia los muelles. El equipaje ya está en el bergantín.
Da la orden de zarpar. Se pasea en cubierta, a pasos lentos, acompañado por su perro y perseguido por los mosquitos. El barco se desprende de la costa y San Martín se vuelve a contemplar la tierra de América que se aleja, se aleja.
(53 y 54)
A la orilla del caserío de Morón, la fosa común traga los huesos de un poeta que hasta ayer tenía guitarra y nombre.
Mejor es andar delgao,
andar águila y sin penas…
Bartolomé Hidalgo, el trovador de los campamentos de Artigas, vivió un rato nomás, siempre en el torbellino de cantares y peleas, y ha muerto en el exilio. Los perros del hambre le trituraron los pulmones. Por calles y plazas de Buenos Aires deambulaba Hidalgo vendiendo sus coplas, que cantan a los libres y desnudan enemigos. Poco de comer le daban ellas, pero mucho de vivir; porque mientras el cuerpo sin mortaja va a parar a la tierra, las coplas, también desnudas, también plebeyas, se van al aire.
(125)
El «Diario do Río de Janeiro» anuncia las novedades recién llegadas de Londres: máquinas para reparar calles o sanar pulmones o exprimir mandiocas; tornos y alambiques y cocinas a vapor; anteojos, larga-vistas, navajas, peines. También monturas acolchadas, estribos de plata, arneses de mucho lustre y linternas para carruajes.
Todavía se ven jinetes solitarios por las calles y algunos viejos palanquines dorados, demorados; pero la moda manda arrancar chispas al empedrado en alas de un carruaje inglés último modelo. Son un peligro las calles de Río de Janeiro. Se multiplican los accidentes por exceso de velocidad y crece el poder de los cocheros.
Guantes blancos, sombrero de copa: desde lo alto del pescante, los cocheros dejan caer alguna mirada perdonavidas sobre los demás esclavos negros, y disfrutan desatando el pánico entre las gentes de a pie. Tienen fama de borrachos, alcahuetes y buenos guitarristas; y son imprescindibles en la vida moderna. Un carruaje vale una fortuna cuando se lo vende acompañado de caballo veloz y negro hábil.
(119)
y cada una sostiene una corona. Estallan músicas y fuegos de artificio y parece rumor de lluvia el golpeteo de los cascos de los caballos en la larga calle de piedra. A la cabeza de su ejército, entra Bolívar en Quito: enclenque gladiador, puro nervio, la espada de oro más larga que el cuerpo. Desde los balcones llueven flores y pañuelitos bordados. Los balcones son altares donde las quiteñas dejan adorar el brío de sus pechos casi desnudos entre encajes y mantillas. Manuela Sáenz se alza, deslumbrante mascarón de proa: deja caer una mano, de la mano se desprende una corona de laurel. Bolívar levanta la cabeza y le clava la mirada, lenta lanza.
Esta noche, bailan. Bailan el vals a todo vértigo, y gira que te gira el mundo mientras crujen las mil enaguas y vuela la larga y negra cabellera de la mujer impar.
(202, 249 y 295)
Cabalga desde El Callao, entre dos filas de soldados, por camino de flores. Lima recibe al general Bolívar con cien salvas, cien banderas, cien discursos y banquetes de cien cubiertos.
El Congreso le otorga plenos poderes para echar a los españoles, que han recuperado medio Perú. El marqués de Torre Tagle le obsequia una biografía de Napoleón, un juego de navajas de Toledo y ramos de floridas frases:
¡La victoria te espera en las heladas cumbres de los Andes para ceñirte con sus laureles y las ninfas del Rímac entonan ya los himnos para celebrar tus triunfos!
El ministro de Guerra da órdenes a la diosa Fortuna:
¡Emprende tu majestuoso vuelo desde las faldas del Chimborazo hasta las cumbres de nuestros Andes y espera allí al inmortal Bolívar para ceñirle la frente con los laureles del Perú!
El Rímac, el río que habla, es el único que calla.
(53 y 202)
Cabalga desde El Callao, entre dos filas de soldados, por camino de flores. Lima recibe al jefe de los españoles, el general Monet, izando y aclamando la bandera del rey. Flamea la bandera y flamean los discursos. El marqués de Torre Tagle se derrite en gratitudes y suplica a España que salve al Perú de la amenaza del maldito Bolívar,
el monstruo colombiano.
Lima prefiere seguir durmiendo, entre rizados blasones, el sueño de la arcadia colonial. Virreyes, santos y caballeros, pícaros y coquetas intercambian suspiros y reverencias en medio de los hoscos arenales de América, bajo un cielo que niega lluvias y soles pero envía ángeles para defender las murallas de la ciudad. Adentro se respira aroma de jazmines; afuera acechan la soledad y el peligro. Adentro los besamanos, las procesiones, los cortejos: cualquier funcionario imita al rey y cualquier fraile al papa. En los palacios, el estuco imita al mármol; en las setenta iglesias de oro y plata, el rito imita a la fe.