Artigas, hijo de la pradera, había sido contrabandista y perseguidor de contrabandistas. Él conoce los pasos de cada río, los secretos de cada monte, el sabor del pasto de cada comarca; y más conoce los hondones del alma de los huraños jinetes que sólo tienen la vida para dar y la dan peleando a lanza en alucinante torbellino.
Las banderas de Artigas flamean sobre la región que mojan los ríos Uruguay y Paraná y que se extiende hasta las sierras de Córdoba. Comparten este inmenso espacio las provincias que se niegan a ser colonia de Buenos Aires después de haberse liberado de España.
El puerto de Buenos Aires vive de espaldas a la tierra que desprecia y teme. Asomados a los miradores, los mercaderes esperan los navíos que no traen ningún rey pero sí traen novedades para vestir, decir y pensar.
Ante la avalancha de mercancías europeas, Artigas quiere levantar diques que defiendan
nuestras artes o fábricas
, con libre acceso para máquinas, libros y medicinas; y deriva hacia el puerto de Montevideo el comercio provincial que Buenos Aires usurpa en monopolio. La liga federal artiguista no quiere rey, sino asambleas y congresos de vecinos; y para colmo de escándalos el caudillo decreta la reforma agraria.
(277 y 278)
En Buenos Aires ponen el grito en el cielo. Al este del río Uruguay, Artigas expropia tierras de la familia Belgrano y de la familia Mitre, del suegro de San Martín, de Bernardino Rivadavia, de Azcuénaga y de Almagro y de Díaz Vélez. En Montevideo llaman a la reforma agraria
proyecto criminal
. Artigas tiene presos, con hierros en los pies, a Lucas Obes, Juan María Pérez y otros artistas del minué y de la manganeta.
Para los dueños de la tierra, devoradores de leguas comidas por merced del rey, fraude o despojo, el gaucho es carne de cañón o siervo de estancia, y a quien se niegue hay que clavarlo al cepo o meterle bala. Artigas quiere que cada gaucho se haga dueño de un pedazo de tierra.
El pobrerío invade las estancias. En los campos orientales, arrasados por la guerra, empiezan a brotar ranchos, sementeras y corrales. Se hace atropellador el paisanaje atropellado. Se niegan a volver al desamparo los hombres que han puesto los muertos en la guerra de independencia. El cabildo de Montevideo llama
forajido, perverso, vago y turbulento
a Encarnación Benítez, soldado de Artigas, que galopa repartiendo tierras y vacas al frente de
un tropel de malvados
. A la sombra de su lanza encuentran refugio los humildes, pero este pardo analfabeto, corajudo, quizás feroz, nunca será estatua, ni llevará su nombre ninguna avenida, ni calle, ni caminito vecinal.
(335)
En el cerro de Chicote, la infantería realista ha cercado a un puñado de patriotas del Alto Perú.
—¡Yo no me doy preso al enemigo!
—grita el soldado Pedro Loayza, y se arroja al precipicio.
—¡Moriremos por la patria!
—proclama el comandante Eusebio Lira, y toma impulso para tirarse también.
—Moriremos si somos zonzos
—lo ataja José Santos Vargas, tambor mayor de la banda de musiqueros.
—Quememos el pajonal
—propone el sargento Julián Reinaga.
Arden las altas pajas y el viento empuja las llamas hacia las filas enemigas. En oleajes acomete el fuego. Los sitiadores huyen a la atropellada, lanzando a los aires fusiles y cartucheras y suplicando misericordia al Todopoderoso.
(347)
instruida en catecismos, nacida para monja de convento en Chuquisaca, es teniente coronel de los ejércitos guerrilleros de la independencia. De sus cuatro hijos sólo vive el que fue parido en plena batalla, entre truenos de caballos y cañones; y la cabeza del marido está clavada en lo alto de una pica española.
Juana cabalga en las montañas, al frente de los hombres. Su chal celeste flamea a los vientos. Un puño estruja las riendas y el otro parte cuellos con la espada.
Todo lo que come se convierte en valentía. Los indios no la llaman Juana. La llaman Pachamama, la llaman Tierra.
(126)
Haití yace en ruinas, bloqueada por los franceses y aislada por todos los demás. Ningún país ha reconocido la independencia de los esclavos que derrotaron a Napoleón.
La isla está dividida en dos.
Al norte, Henri Christophe se ha proclamado emperador. En el castillo de Sans-Souci, baila el minué la nueva nobleza negra, el duque de Mermelada, el conde de Limonada, mientras hacen reverencias los lacayos negros de pelucas de nieve y los húsares negros pasean sus emplumados bonetes por jardines copiados de Versalles.
Al sur, Alexandre Pétion preside la república. Distribuyendo tierras entre los antiguos esclavos, Pétion intenta crear una nación de campesinos, muy pobres pero libres y armados, sobre las cenizas de las plantaciones arrasadas por la guerra.
En la costa del sur de Haití desembarca Simón Bolívar, en busca de refugio y ayuda. Viene de Jamaica, donde ha vendido hasta el reloj. Nadie cree en su causa. No han sido más que un espejismo las brillantes campañas militares. Francisco de Miranda agoniza encadenado a un muro del arsenal de Cádiz; y los españoles han reconquistado Venezuela y Colombia, que prefieren el pasado o todavía no creen en el futuro que los patriotas prometen.
Pétion recibe a Bolívar no bien llega, el día de año nuevo. Le entrega siete naves, doscientos cincuenta hombres, mosquetes, pólvora, víveres y dinero. Sólo pone una condición. Pétion, que nació esclavo, hijo de negra y francés, exige a Bolívar la libertad de los esclavos en las tierras que va a liberar.
Bolívar le aprieta la mano. La guerra mudará de rumbo. Quizás América también.
(115, 116 y 202)
La primera novela latinoamericana nace en una imprenta de la calle de Zuleta. En tres cuadernos, José Joaquín Fernández de Lizardi cuenta las malandanzas de El Periquillo Sarniento; y los lectores devoran y festejan. El virrey prohíbe el cuarto cuaderno cuando está a punto de salir, pero ya no hay modo de atrapar al personaje.
El Periquillo, hijo americano de la picaresca española, ha ganado las calles de México. Anda por todas partes, desnudando costumbres; salta de la mesa del tahúr al despacho del notario y del sillón del barbero al suelo de la cárcel. Mucho no disfruta sus aventuras. El padre lo abruma con sus edificantes sermones. Lizardi, moralista ilustrado, convierte todo juego en moraleja.
(9, 111 y 303)
Los jóvenes elegantes fuman sosteniendo el cigarrillo con tenacita de oro, por no mancharse los dedos, pero Santiago de Chile limita con basura por los cuatro costados. Al norte, las casas miran al basural del río Mapocho. Al sur se extienden las porquerías de la Cañada. Se alza el sol sobre montones de desperdicios en el cerro Santa Lucía y los últimos rayos iluminan los vertederos de los suburbios de San Miguel y San Pablo.
De alguno de esos basurales ha brotado el visitante que anoche atravesó la ciudad, ráfaga de azufre que hizo temblar las velitas de sebo en los faroles, y que se quedó curioseando o amenazando allá cerca del templo de la Compañía hasta que la voz del sereno cantó las once:
—¡Ave María Purísiiimaaaaa…!
El Diablo huyó a la disparada.
El zapato que perdió está recorriendo Santiago, de casa en casa. Un fraile lo lleva, cubierto por una servilleta, en bandeja de plata. Se santiguan las beatas.
(256)
Quien habla de emancipación americana, firma su sentencia. Quien recibe carta desde Mendoza, marcha a la horca o al paredón. El Tribunal de Vigilancia da curso a las delaciones en Santiago de Chile.
Desde Mendoza y hacia Mendoza, los patriotas están reorganizando el ejército triturado por los españoles. El viento de la resistencia va y viene a través de la cordillera, en el fulgor de la nieve, sin dejar huella.
El mensajero desliza una orden en Santiago, en la riña de gallos, y a la vez otra en el lucido sarao, mientras recoge un informe entre dos carreras de caballos en los suburbios. Se anuncia el mensajero en una casa principal, tres golpecitos de aldaba, y al mismo tiempo emerge en las montañas, a lomo de mula, y a caballo galopa praderas. El guerrillero se lanza al asalto de Melipilla mientras atraviesa el pueblo de San Fernando. Golpeando en Rancagua, el guerrillero desmonta en Pomaire y bebe un vaso de vino.
El gobernador español ha puesto precio a la cabeza de Manuel Rodríguez, el mensajero, el guerrillero, pero su cabeza viaja oculta por el capuchón del fraile, el sombrerón del arriero, el cesto del vendedor ambulante o la galera de felpa del gran señor. No hay quien lo atrape, porque vuela sin moverse y sale hacia adentro y entra hacia afuera.
(106)
Un enorme ejército viene desde Río de Janeiro, por tierra y por mar, con la misión de aniquilar a José Artigas y para no dejar ni la sombra de la memoria de su contagioso ejemplo. Las tropas del Brasil invaden a sangre y fuego, anunciando que limpiarán de bandidos estos campos: el general Lecor promete restablecer los lastimados derechos de propiedad y herencia.
Lecor entra en Montevideo bajo palio. El padre Larrañaga y Francisco Javier de Viana ofrecen las llaves de la ciudad a los redentores del latifundio, y las damas arrojan flores y lacitos azules al paso del jamás visto desfile de entorchados, condecoraciones y penachos. Repican las campanas de la catedral, hartas de tocar a duelo. Se balancean los incensarios y se balancean los hombres de negocios, en reverencias y besamanos de nunca acabar.
(195, 278 y 335)
Nació Quito entre volcanes, alta, lejana de la mar; y entre la catedral y el palacio, en la Plaza Mayor, nació Manuela. Llegó a Quito en lecho de raso, sobre sábanas de Bruselas, hija de amores secretos de don Simón Sáenz, el matador de los criollos que aquí se habían sublevado.
A los quince años, Manuela vestía ropa de varón, fumaba y domaba caballos. No montaba de costado, como las señoras, sino de piernas abiertas y despreciando monturas. Su mejor amiga era su esclava negra, Jonatás, que maullaba como gato, cantaba como pájaro y caminando ondulaba como serpiente. Tenía Manuela dieciséis años cuando la encerraron en uno de los muchos conventos de esta ciudad rezadora y pecadora, donde los frailes ayudan a las monjas viejas a bien morir y a las monjas jóvenes a bien vivir. En el convento de Santa Catalina aprendió Manuela a bordar, a tocar el clavicordio, a simular virtudes y a desmayarse con ojos en blanco. A los diecisiete años, loca por los uniformes, se fugó con Fausto D'Elhuyar, oficial del rey.
A los veinte, relampaguea. Todos los hombres quieren ser la ostra de esta perla. La casan con James Thorne, respetable médico inglés. La fiesta dura una semana corrida.
(295)
Ya es puro pueblo desnudo la tropa de Artigas. Los que no tienen más propiedad que el caballo, y los negros, y los indios, saben que en esta guerra se juega su suerte. Desde los campos y los ríos, acometen a lanza y cuchillo, en montonera, al bien armado y numeroso ejército del Brasil; y en seguida se desvanecen como pájaros.
Mientras tocan a degüello los clarines en la tierra invadida, el gobierno de Buenos Aires difunde propaganda dirigida a quienes tienen bienes que perder. Un folleto firmado por «El amigo del Orden» llama a Artigas
genio maléfico, apóstol de la mentira, lobo devorador, azote de su patria, nuevo Atila, oprobio del siglo y afrenta del género humano.
Alguien lleva esos papeles al campamento. Artigas no desvía la vista del fogón:
—Mi gente no sabe leer —dice.
—Ellos tienen el principal derecho
—ha dicho Artigas de los indios, y ellos han sufrido mucha muerte por serle leales.
Andrés Guacurarí, Andresito, indio guaraní, hijo adoptivo de Artigas, es el jefe. En aluvión invadió Corrientes hace un par de meses, flechas contra fusiles, y pulverizó a los aliados de Buenos Aires.
Desnudos, a no ser por el barro del camino y algún andrajo, los indios de Andresito entraron en la ciudad. Traían unos cuantos niños indios que los correntinos habían tenido de esclavos. Encontraron silencio y postigos cerrados. El comandante de la guarnición enterró su fortuna en el jardín y el notario murió del susto.
Los indios llevaban tiempo sin comer, pero nada arrebataron ni nada pidieron. No bien llegaron ofrecieron una función de teatro en homenaje a las familias principales. Inmensas alas de papel de plata, desplegadas sobre armazones de caña, convirtieron a los indios en ángeles guardianes. Para nadie, porque nadie acudió, representaron «La tentación de san Ignacio», vieja pantomima del tiempo de los jesuitas.
—¿Así que no quieren venir a fiestas de indios?
Andresito encendió un enorme cigarro y el humo se le salía por las orejas y por los ojos.
Al amanecer, los tambores tocaron a las armas. A punta de lanza, los más respetables caballeros de Corrientes fueron obligados a cortar la hierba de la plaza y a barrer las calles hasta dejarlas transparentes. Todo ese día estuvieron atareados los caballeros en tan noble tarea y esa noche, en el teatro, dejaron a los indios sordos de tanto aplaudir.
Andresito gobierna Corrientes hasta que Artigas lo manda llamar.
Ya se alejan los indios por el camino. Llevan puestas aquellas enormes alas de plata. Hacia el horizonte cabalgan los ángeles y el sol les da fulgores y les da sombras de águilas en vuelo.
La tropa de Andresito baja hacia Santa Fe, costeando el río. Por las aguas del Paraná, acompaña a los indios la flotilla de los corsarios patriotas.