PITT.
—No quisiera empujar a los americanos a las calamidades de semejante revolución.
MIRANDA.
—Interpreto y comparto vuestra inquietud, excelentísimo señor. Precisamente con ese fin solicito la alianza, para que en común luchemos contra los principios monstruosos de la libertad francesa.
(Vuelve al mapa).
Caracas caerá sin dificultad…
ABERCROMBY
—¿Y si las gentes de color tomasen las armas? ¿Y si se alzaran con el mando, como en Haití?
MIRANDA.
—En mi tierra, la bandera de la libertad está en manos de ilustres ciudadanos, de tan civilizadas costumbres que bien los hubiera deseado Platón para su república.
(Desliza la mano hacia la provincia de Santa Fe. Los tres clavan la mirada en el puerto de Cartagena).
ABERCROMBY
—Parece difícil.
MIRANDA
—Parece invulnerable. Pero conozco un punto que hace flaquísima esta plaza. En el flanco izquierdo de la muralla…
(150 y 191)
A veces, muy en la noche, Miranda vuelve a San Petersburgo y resucita a Catalina la Grande en sus aposentos íntimos del Palacio de Invierno. La infinita cola del manto de la emperatriz, que miles de pajes sostienen en vilo, es un túnel de seda recamada por donde corre Miranda hasta hundirse en un mar de encajes. Buscando el cuerpo que arde y espera, Miranda hace saltar broches de oro y guirnaldas de perlas y se abre paso entre las telas crujientes, pero más allá de la amplia falda abullonada le arañan los alambres del miriñaque. Consigue atravesar esta armadura y llega a la primera enagua y la desgarra de un tirón. Debajo encuentra otra, y luego otra y otra, muchas enaguas de raso nacarado, capas de cebolla que sus manos van arrancando cada vez con menos brío, y cuando a duras penas rompe la última enagua aparece el corsé, invulnerable bastión defendido por un ejército de cinchas y ganchitos y lacitos y botoncitos, mientras la augusta señora, carne jamás cansada, gime y suplica.
No cabe el Nuevo Mundo en los ojos de los dos europeos recién desembarcados en Cumaná. Fulgura el puerto sobre el río, incendiado de sol, casas de madera blanca o bambú junto al fortín de piedra, y más allá, verde mar, tierra verde, resplandece la bahía. Todo es nuevo de verdad, nunca usado, jamás visto: el plumaje de los flamencos y el pico de los pelícanos, los cocoteros de veinte metros y las inmensas flores de terciopelo, los troncos acolchados de lianas y hojarasca, la siesta eterna de los cocodrilos, los cangrejos celestes, amarillos, rojos… Hay indios durmiendo desnudos en la arena caliente y mulatas vestidas de muselina bordada que descalzas acarician lo que pisan. Aquí no hay árbol que no ofrezca el fruto prohibido desde el centro del perdido jardín.
Alexander von Humboldt y Aimé Bonpland alquilan una casa que da a la plaza principal, con una buena azotea para emplazar el telescopio. Desde esa azotea ven, mirando hacia arriba, un eclipse de sol y una lluvia de meteoros, el cielo en cólera escupiendo fuego durante toda una noche, y mirando hacia abajo ven cómo los compradores de esclavos abren las bocas de los negros recién llegados al mercado de Cumaná. En esta casa sufren el primer terremoto de sus vidas y desde aquí salen a explorar la región: clasifican helechos y pájaros raros y buscan a Francisco Loyano, que dio de mamar a su hijo durante cinco meses y tuvo tetas y suave y dulce leche mientras duró la enfermedad de su mujer.
Después, Humboldt y Bonpland emprenden viaje hacia las tierras altas del sur. Cargan sus instrumentos: el sextante, la brújula, el termómetro, el higrómetro, el magnetómetro. También llevan papel para secar las flores, bisturíes para la autopsia de pájaros, peces y cangrejos; y tinta y pluma para dibujar sus asombros. A lomo de mula marchan, abrumados de equipaje, el alemán de galera negra y ojos azules y el francés de la lupa insaciable.
Las selvas y las montañas de América, perplejas, abren paso a estos dos locos.
(30 y 46)
Francisco Antonio Maciel ha fundado el primer saladero de esta margen del Plata. Suya es, también, la fábrica de jabón y velas de sebo. Enciende velas de
Maciel el farolero que anda por las calles de Montevideo, a la caída de la noche, antorcha en mano y escalera al hombro.
Cuando no anda recorriendo sus campos, Maciel revisa en el saladero las lonjas de tasajo que venderá a Cuba o al Brasil, o echa un vistazo, en los muelles, a los cueros que embarca. Suele acompañar a sus bergantines, que lucen nombres de santos, hasta más allá de la bahía. Los montevideanos lo llaman el
Padre de los pobres
, porque nunca le falta tiempo, y parece milagro, para dar socorro a los enfermos dejados de la mano de Dios, y a cualquier hora y en cualquier sitio el piadoso Maciel tiende el plato suplicando limosna para el Hospital de Caridad por él creado. Tampoco olvida visitar a los negros que pasan la cuarentena en las barracas de la boca del arroyo Miguelete. Él fija personalmente el precio mínimo de cada uno de los esclavos que sus barcos traen desde Río de Janeiro o La Habana. Doscientos pesos fuertes valen los que tienen dentadura completa; cuatrocientos los que saben artes de albañil o carpintero.
Maciel es el más importante de los comerciantes montevideanos especializados en el intercambio de carne de vaca por carne de gente.
(195 y 251)
A lo largo del siglo que está muriendo, los dueños de las minas de Guanajuato y Zacatecas han comprado dieciséis títulos de alta nobleza. Diez mineros se han convertido en condes y seis en marqueses. Mientras ellos estrenaban abolengos y ensayaban pelucas, un nuevo código laboral transformaba a sus obreros en esclavos por deudas. Durante el siglo XVIII, Guanajuato ha multiplicado por ocho su producción de plata y oro.
Mientras tanto, la varita mágica del dinero tocó también a siete mercaderes de la ciudad de México, labradores venidos de las montañas del norte de España, y los hizo marqueses y condes.
Algunos mineros y mercaderes, ansiosos de prestigio aristocrático, compran tierras además de comprar títulos. Por todo México, las infinitas haciendas avanzan devorando el espacio tradicional de las comunidades indias.
Otros, en cambio, prefieren invertir en la usura. El prestamista José Antonio del Mazo, por ejemplo, arriesga poco y gana mucho.
El amigo Mazo
, escribe Francisco Alonso Terán,
es uno de los que más negocios hace en Guanajuato. Si Dios le da mucha vida, encerrará toda la ciudad en su panza.
(49 y 223)
Don Agustín de las Quentas Zayas, gobernador de Chiapas, proyecta un nuevo camino desde el río Tulijá hasta Comitán, rumbo a Guatemala. Mil doscientos tamemes transportarán los materiales necesarios.
Los tamemes, mulas de dos piernas, son indios capaces de soportar hasta siete arrobas. Con cuerdas atadas a la frente, cargan sobre sus espaldas inmensos bultos o personas sentadas en sillón, y así atraviesan las altas montañas y bordean precipicios con un pie dentro de la vida y otro afuera.
(146 y 321)
En la calle, alguien arranca gemidos a una guitarra.
Adentro, Fernando Túpac Amaru tiembla de fiebre y muere soñando que se saca nieve de la boca.
No alcanza a cumplir treinta años el hijo del gran caudillo del Perú. Pobre como rata, acaba en Madrid su breve vida de destierro y cárcel.
Hace veinte años, la lluvia violenta barrió la Plaza Mayor del Cuzco y desde entonces no ha cesado de llover en el mundo.
El médico dice que Fernando ha muerto de melancolía.
(344)
América arde y gira, quemada y mareada por sus soles, pero los árboles gigantes se abrazan sobre los ríos y a su sombra resplandece la canoa de los sabios.
La canoa avanza perseguida por los pájaros y por hambrientas hordas de jejenes y zancudos. Humboldt y Bonpland se defienden a bofetada limpia de las continuas cargas de los lanceros, que atraviesan la ropa y el cuero y llegan al hueso, mientras el alemán estudia la anatomía del manatí, el gordo pez con manos, o la electricidad de la anguila o la dentadura de la piraña, y el francés recoge y clasifica plantas o mide un cocodrilo y le calcula la edad. Juntos dibujan mapas, registran la temperatura del agua y la presión del aire, analizan las placas de mica de la arena y las conchas de los caracoles y el deambular de las tres marías por el cielo. Ellos quieren que América les cuente todo lo que sabe y en estos reinos no hay hoja ni piedrita muda.
Han acampado en una pequeña ensenada, han desembarcado los fastidiosos instrumentos. Han encendido la hoguera para espantar los mosquitos y cocinar. En eso, el perro ladra como avisando que viene el jaguar, y corre a esconderse tras las piernas de Bonpland. El tucán que Humboldt lleva al hombro le picotea, nervioso, el sombrero de copa. Cruje la maleza y entre los árboles asoma un hombre desnudo, piel de cobre, cara india, pelo africano:
—Bienvenidos a mis tierras, caballeros.
Y les hace una reverencia:
—Don Ignacio, para servirlos.
Ante el improvisado fogón, don Ignacio hace una mueca. Los sabios están asando una capibara.
—Ésa es comida de indios —dice, desdeñoso, y los invita a cenar en su casa un espléndido venado recién cazado a flecha.
La casa de don Ignacio consiste en tres redes tendidas entre los árboles, no lejos del río. Allí les presenta a su mujer, doña Isabela, y a su hija, doña Manuela, no tan desnudas como él. Ofrece cigarros a los viajeros. Mientras se dora el venado, los acribilla a preguntas. Don Ignacio está ávido por conocer las novedades de la corte de Madrid y las últimas noticias de esas guerras de nunca acabar que tanto lastiman a Europa.
(338)
Navegan río abajo.
Al pie de una montaña de roca, en la remota misión cristiana de Esmeralda, encuentran al amo del veneno. Su laboratorio es la choza más limpia y ordenada de la aldea. El viejo indio, rodeado de humeantes calderas y vasijas de barro, vierte un jugo amarillento en cornetes de hojas de plátano y embudos de palma: el espeluznante curare va cayendo, gota a gota, y burbujea. La flecha untada de este curare entrará y matará más que colmillo de serpiente.
—Superior a todo —dice el viejo, mientras machaca una pasta de lianas y cortezas—. Superior a todo lo que ustedes hacen.
Y Humboldt piensa:
Tiene el mismo tono pedante y el mismo aire almidonado de nuestros farmacéuticos.
—Ustedes han inventado la pólvora negra —continúa el viejo, y muy lentamente, con minuciosa mano, va echando agua sobre la pasta.
—La conozco —dice, al rato—. La tal pólvora no vale nada. Es ruidosa. Es desleal. La pólvora no es capaz de matar en silencio y mata aunque se yerre el golpe.
Aviva el fuego bajo las ollas y las vasijas. Desde el humo, pregunta:
—¿Saben hacer jabón?
—Él sabe —dice Bonpland.
El viejo mira a Humboldt con respeto:
—Después del curare —sentencia— el jabón es lo más principal.
(338)
Guam, el niño dios de los indios tukano, consiguió llegar al reino del veneno. Allí atrapó a la hija de Curare y le hizo el amor. Ella escondía arañas, alacranes y serpientes entre las piernas. Cada vez que entraba en ese cuerpo, Guam moría; y al resucitar veía colores que no eran de este mundo.
Ella le condujo a casa de su padre. El viejo Curare, que comía gente, se relamió. Pero Guam se hizo pulga, y hecho pulga se metió por la boca del viejo, le buscó el hígado y mordió. Curare se tapó la boca, la nariz, las orejas, los ojos, el ombligo, el culo y el pene, para que la pulga no tuviera por donde escapar. Guam le hizo cosquillas por dentro y huyó en el estornudo.
Volvió a su tierra volando, y en su pico de pájaro traía un pedacito de hígado de Curare.
Así los indios tukano consiguieron el veneno, según cuentan los hombres de mucho tiempo, los guardadores de la memoria.
(164)
Frente a la isla de Uruana, Humboldt conoce a los indios que comen tierra. Todos los años se alza el Orinoco,
el Padre de los ríos
, y durante dos o tres meses inunda sus orillas. Mientras dura la creciente, los otomacos comen suave arcilla, apenas endurecida al fuego, y de eso viven. Es tierra pura, comprueba Humboldt, no mezclada con harina de maíz ni aceite de tortuga ni grasa de cocodrilo.
Así viajan por la vida hacia la muerte estos
indios andantes
, barro que anda hacia el barro, barro erguido, comiendo la tierra que los comerá.
(338)
En los mapas de América, El Dorado sigue ocupando una buena parte de la Guayana. La laguna de oro huye cuando sus perseguidores se aproximan, y los maldice y los mata; pero en los mapas es una tranquila mancha azul que se une con el alto Orinoco.
Humboldt y Bonpland descifran el misterio de la laguna engañera. En los fulgores de mica de una montaña, que los indios llaman Montaña Dorada, descubren una parte de la alucinación; y otra en las aguas de un laguito que en época de lluvias invade la vasta llanura vecina a las fuentes del Orinoco y luego, cuando las lluvias pasan, se desvanece.
En la Guayana está la laguna fantasma, el más tentador de los delirios de América. Lejos, en la meseta de Bogotá, está El Dorado de verdad. Humboldt y Bonpland lo encuentran, al cabo de muchas leguas de piragua y mula, en la sagrada laguna Guatavita. El espejo de aguas repite fielmente hasta la hoja más minúscula del bosque que lo encierra: al fondo, yacen los tesoros de los indios muiscas.