Gotrek asintió con la cabeza sin alterar el ritmo de trabajo.
—Llegaremos al túnel de los cadáveres poco después de la puesta del sol —dijo—. Regresaremos a las murallas cuando…, cuando lo hayamos derrumbado.
Félix frunció el ceño. Parecía que Gotrek estaba sin aliento. Era algo casi inaudito. Félix lo había visto luchar durante todo un día, y pasar horas excavando a través de la roca viva, y apenas presentar más síntomas que la respiración un poco agitada, pero ahora resollaba.
—¿Gotrek?
El Matador se aclaró la garganta y escupió.
—Estoy bien. Es sólo el polvo.
Rodi le lanzó una mirada a Gotrek al oír eso, pero no dijo nada. Félix tragó saliva, enervado por la voz agitada de Gotrek y por la mirada de Rodi.
—¡Ah! —dijo—. El polvo. —Vaciló; tenía ganas de decir algo más, pero luego se limitó a asentir con la cabeza—. Avisadnos cuando casi hayáis llegado. Volveremos.
—Sí —replicó Gotrek.
Félix y Kat intercambiaron una mirada mientras salían del túnel. Pero ninguno de los dos dijo lo que estaba pensando. ¿Era realmente el polvo, o se trataba de las esquirlas del hacha de Krell que estaban haciendo su maléfica obra? ¿Las malignas montas negras podían matar de verdad a Gotrek? Y en caso afirmativo, ¿cuánto tiempo le quedaba al Matador?
Cuando Félix y Kat volvieron a salir al patio de armas, vieron a un comisario Von Geldrecht de ojos muy legañosos que bajaba cojeando de las murallas y se acariciaba la barba con nerviosismo.
—Hultz debe haberle mostrado las torres de Kemmler —dijo Kat.
Félix asintió con la cabeza. El hombre parecía abrumado. Tenía la cara gris y floja, y cojeaba sin ver por entre los caballetes de aserrar y las pilas de madera de los constructores de matacanes, mientras se encaminaba hacia la escalera de la torre del homenaje. Pero antes de que llegara a ella, lo vio la hermana Willentrude, y se apartó del lugar en que había estado rezando, ante la siempre encendida pira de los muertos. Llevaba el delantal y el hábito cubiertos de sangre, y daba la impresión de no haber dormido desde que Félix la había visto por última vez, cosa que probablemente era cierta.
—¡Mi señor comisario! —le gritó—. ¡Os exijo que dejéis en libertad a Tauber y sus ayudantes!
Von Geldrecht se volvió hacia ella, parpadeando como un sonámbulo, mientras en torno a él los constructores alzaban la cabeza.
—¡Hermana!
—La pasada noche murieron veintidós hombres, mi señor —dijo ella con los ojos encendidos—. Veintidós hombres que habrían sobrevivido con los cuidados de un cirujano. Mis iniciadas y yo podemos mantener alejadas la enfermedad y las infecciones con nuestras plegarias y oraciones purificadoras, pero no somos diestras con el cuchillo y la aguja. No podemos evitar que los hombres mueran por hemorragia o se ahoguen en su propia bilis. —Levantó un dedo acusador para señalar al comisario—. Vos habéis matado a esos hombres, mi señor. Al encerrar al cirujano Tauber, los habéis condenado a una…
Von Geldrecht asió a la hermana por un brazo y comenzó a arrastrarla hacia la torre del homenaje, con una desagradable sonrisa estampada en la cara.
—Hablemos de esto en privado, hermana —susurró—. ¡En privado!
Félix sonrió para sí mismo sin alegría. Esperaba que ella le echara más que un rapapolvo en privado, porque tenía toda la razón. Cuando Von Geldrecht había cedido a las amenazas de Bosendorfer contra Tauber, había puesto en peligro la vida de todos los hombres del castillo. Si había otros culpables del aprieto en que se encontraban, además de Kemmler éstos eran el comisario y el capitán de espadones.
Sin embargo, algunos de los hombres que se encontraban en el patio de armas no parecían verlo de esa manera. Se quedaron mirando a Von Geldrecht y la hermana Willentrude, murmurando entre sí, mientras Félix y Kat pasaban entre ellos, tambaleantes.
—¿Piensa la vieja vaca que Tauber nos salvaría? —se mofó uno de ellos—. Después de envenenar a todo el resto.
—No sé —dijo otro—. Yo habría muerto después de Grimminhagen de no haber sido por él. Me salvó el brazo, y lo digo en serio.
—Los hombres pueden cambiar —intervino un tercero—. No sería el primero que regresa al sur siendo un hombre diferente del que marchó al norte.
—Bosendorfer dice que era malo antes de ir hacia el norte —dijo el primero—. Un envenenador desde el principio. Kat sacudió la cabeza con enojo cuando ella y Félix entraron en la residencia de caballeros.
—A veces —comentó—, pienso que las palabras son más venenosas que el veneno.
Cuando Félix y Kat volvieron a despertar aquella tarde, descubrieron que la segunda torre de asedio de Kemmler y otro onagro habían quedado acabados en la linde del bosque, construidos por la incesante actividad de la muchedumbre de no muertos. Más inquietante resultaba ver que los zombies que rodeaban el castillo habían aprendido la lección y ya no apoyaban las escalas contra la muralla para que los garfios de los defensores se las quitaran. Por el contrario, sostenían las nuevas escalas y contemplaban las almenas con ojos muertos y vacuos, esperando.
Y mientras los muertos aguardaban, los defensores se afanaban a concluir todas sus tareas antes de que estallara la tormenta. Había hombres que desprendían con palancas las últimas piedras de la torre de la residencia de oficiales y las subían a los botes con el cabrestante para hacer los últimos viajes hasta la puerta de reja. Los artilleros colocaban pólvora y munición junto a los cañones que miraban hacia el lado de tierra del castillo, y los carpinteros se apresuraban a montar chapuceros matacanes con los últimos y escasos restos de madera usada, y los enviaban a lo alto de las murallas para que instalaran.
Félix y Kat se reunieron con los hombres sobre las murallas para ayudar a colocar en su sitio los laterales y tejados de los matacanes, mientras los hombres más hábiles realizaban los ajustes finales y lo unían todo con clavos. Era un trabajo pesado y que causaba tensión, hecho con un ojo dirigido siempre hacia el exterior para asegurarse de que la horda no había comenzado a avanzar, y por tanto, Félix dio salto cuando, un rato más tarde, una educada voz joven habló detrás de él.
—¿
Herr
Jaeger?
Un escudero sucio de tierra daba vueltas por las proximidades del grupo de trabajo.
—Con los saludos del Matador —dijo, haciendo una reverencia—. Gurnisson y los otros ya casi han llegado al túnel de los zombies.
—Gracias —dijo Félix—. Decidle que voy de inmediato. Él y Kat se volvieron hacia el carpintero jefe, mientras el muchacho salía a escape.
—¿Os parece bien? —preguntó Félix.
—Marchaos —dijo el hombre—. Y dadles una buena.
El capitán de artillería Volk y cuatro de sus hombres se encontraban de pie en torno al agujero del suelo de la bodega. Cada uno sostenía en brazos una carga hecha con una tubería, y llevaban picos, paletas y cucharas de metal metidos dentro del cinturón, además de cuerdas de mecha lenta que se extendían detrás de ellos como colas, mientras que a sus pies se apilaban más trozos de tubería llenos de pólvora, con su mecha. En el centro, inclinado sobre un huso en el que estaban enrolladas todas las cuerdas de mecha, se encontraba el propio Volk. Sonrió al ver a Félix y Kat; su cara tenía un aspecto formidable a la luz de las brasas que relumbraban a su lado, dentro de un pote.
—Vuestros compañeros ya casi han llegado —dijo al mismo tiempo que se apartaba a un lado para que pudieran llegar al agujero—. Ya puede oírse a los zombies a través de la tierra; al menos pueden oírlos ellos. Yo no oigo nada. Demasiados años cerca de los cañones.
Félix asintió con la cabeza, y Kat empezó a bajar por la escalerilla al interior del agujero.
—¿Hay algún plan?
—¡Ah, sí! —replicó Volk—. Vosotros y los enanos hacéis retroceder a esos muertos bastardos hasta la entrada de su propio túnel. Nosotros trabajaremos detrás de vosotros para colocar las cargas. Cuando hayamos minado todo el túnel hasta el otro extremo, gritaré: «Fuego en el agujero». Entonces vosotros correréis como las llamas de vuelta aquí, y… —Abrió las manos con los dedos bien separados y los ojos danzando de regocijo—. ¡Buuum! El túnel se desploma, los zombies quedan aplastados y el castillo se salva.
Félix comenzó a bajar por la escalerilla.
—¿Y nosotros podremos alejarnos a tiempo? —preguntó.
—Sí —replicó Volk—. Los matadores han montado en su túnel una puerta que se cerrará tras ellos y protegerá de la explosión. Debería ir todo como una seda.
Kat lo miró con ojos feroces cuando se volvieron para meterse dentro del pasadizo bajo.
—Esa ha sido una frase de mal agüero, si alguna vez he oído una —murmuró.
—Sí —asintió Félix, y cruzó los dedos. Por lo general, no era un hombre supersticioso, pero no tenía sentido tentar la suerte.
Al agacharse para entrar en el túnel, se oyeron pasos que bajaban por la escalera, y seis lanceros entraron en la bodega.
—Se presenta el sargento Abelung —dijo—. El comisario nos ha enviado a ayudar. ¿Adónde vamos?
Volk señaló a Félix y Kat.
—Con ellos.
Félix miró de arriba abajo a los lanceros, mientras bajaban por la escalera. Parecían tan cansados como lo estaba él, y no era de extrañar. También habían estado todo el día trabajando en las defensas.
—Espero que no tardemos mucho con esto —dijo Abelung, que se lanzó dentro del túnel, detrás de Félix y Kat—. Dentro de poco los zombis llegarán por la superficie.
—Creo que obtendréis vuestra justa parte aquí —dijo Félix.
Mientras todos avanzaban agachados hacia el distante tintineo de los picos contra la tierra dura, Félix sintió una tensión en el pecho que nada tenía que ver con la perspectiva de luchar contra unos zombies en un espacio estrecho. Después de pasar todo un día y una noche excavando, ¿habría empeorado el problema de Gotrek? ¿Sería capaz de luchar? ¿Se retiraría si no estaba en condiciones de hacerlo? Félix conocía la respuesta a esta última pregunta, y le preocupaba.
Después de dejar atrás tres lámparas, vieron a los matadores que continuaban picando a lo lejos. Ahora eran Snorri y Rodi quienes estaban al frente, y Gotrek el que se encontraba detrás, metiendo la tierra dentro de una carretilla con la pala. Félix lo observó con inquietud, pero, para su alivio, la jadeante respiración que antes había notado en el matador parecía haberse desvanecido.
A unos cinco pasos del límite excavado, Félix y Kat se encontraron con un extraño montaje de troncos y cuerdas y Félix dedujo que tenía que ser la puerta que los enanos habían construido para protegerse de la onda expansiva. Un robusto madero que tenía aspecto de haber sido un pilote de muelle estaba atravesado en lo alto del túnel, con ambos extremos bien hundidos en las paredes. Colgada de él mediante gruesos cables de barco había una gruesa puerta de madera que mantenía abierta una lanza. El montaje le recordó a Félix el tipo de trampas que hacían los cazadores: levantaban una pesada roca con un palito y colocaban comida debajo, con la esperanza de que un animal tocara el palito y la roca le cayera encima.
—Es imposible que algo salga mal aquí —murmuró Félix, mientras pasaba con sumo cuidado junto a la precaria lanza.
—Por supuesto que lo es —asintió Kat—. La seguridad es perfecta.
Abelung rió como un gato al que estrangularan, mientras se deslizaba tras ellos, junto con sus hombres.
Se oyó un tintineo y un estruendo de piedras al caer, y de repente un gélido viento fétido azotó la cara de Félix. El, Kat y los hombres se atragantaron a causa del olor.
—Ya está —anunció Rodi—. Hemos llegado al otro lado.
Destrozadas manos grises asomaron por un agujero irregular que había en el frente de ataque y arañaron la tierra desde el otro lado. No todas eran humanas. Había también enormes garras deformes de hombres bestia.
Rodi y Snorri dejaron los picos y recogieron hacha y martillo, mientras Gotrek arrojaba la pala a un lado para empuñar su hacha rúnica. Félix y Kat también desenvainaron, observando cómo el agujero se agrandaba con rapidez.
Gotrek miró por encima de un hombro.
—Quedaos atrás y aseguraos de que los que caigan no vuelvan a levantarse.
Los zombies tuvieron que oírlos hablar, o tal vez los olieron porque de repente se pusieron a arañar de manera frenética, y se oyó un lastimero gemido procedente del otro lado del frente de ataque. Uno de los lanceros retrocedió con brusquedad.
—Tranquilo —dijo Abelung, lamiéndose los labios.
Un impacto tremendo hizo estremecer el túnel, y la cabeza cornuda de un hombre bestia atravesó el frente de ataque en una explosión de tierra que abrió un gran agujero. Snorri le hundió al hombre bestia el cráneo con el martillo mientras Rodi le cortaba las piernas a la altura de las rodillas. Cayó hacia delante, y una marea de zombies atravesó el agujero para pasarle por encima del lomo y entrar en el estrecho túnel, gimiendo y azotando el aire con garras y espadas rotas.
Los tres matadores arremetieron contra ellos con hacha, martillo y hombros, y no tardaron en hacerlos retroceder al interior de su túnel, adonde luego los siguieron. Rodi iba el primero, y derribó a un caballero muerto sin alterar el paso; y fueron tras él Snorri y Gotrek, que aplastaron de un golpe lateral a una bestia y un arquero para apartarlos, y desaparecieron en la oscuridad del otro lado.
—Bien —dijo Félix, que inspiró profundamente—. Adentro.
Descolgó un farol de un gancho y se acercó al agujero con Kat, mientras los lanceros los seguían con pasos lentos, vacilantes. El túnel de los zombies era al menos cuatro veces más ancho que el de los enanos, y más del doble de alto, y estaba lleno de pared a pared, hasta donde llegaba la vista de Félix, de hombres y bestias no muertos.
Bajo la oscilante luz del farol aparecieron con nitidez al avanzar hacia ellos, como una visión de pesadilla, los dientes y las garras amarillos destellando, mientras sus sombras arañaban las paredes y el techo por detrás cuando atacaban. De agujeros que tenían en la cara y el pecho salían reptando gusanos, y en torno a sus cabezas zumbaban moscas. Sus ojos eran como uvas marchitas, y el pelo y el pelaje se les caía a grandes mechones, mientras que la piel desgarrada mostraba carne putrefacta que supuraba pus. El olor de aquellos seres era como un martillazo en la cara; muy literalmente tiraba de espaldas.
Kat sufrió una arcada, y luego se cubrió la nariz y la boca con la bufanda atada para protegerse del olor. Detrás de ella, algunos de los lanceros vomitaban, aunque arrojaban solo agua. No tenían nada más en el estómago.