El capitán Hultz se levantó de entre sus arcabuces. —De todo corazón, capitán, si escogéis un juramento distinto.
Bosendorfer sonrió con desprecio.
—¿No deseáis la muerte de nuestros enemigos, capitán?
—No todos pensamos que haya sido Tauber el culpable —replicó Hultz—. Escoged otro enemigo, y haremos el juramento.
—¡Por el martillo de Sigmar, no lo haré! —gritó Bosendorfer—. ¡Honraré a mis muertos como crea conveniente hacerlo, y si no queréis uniros a mí, al infierno con vosotros!
Entonces, se levantaron hombres por todo el comedor, para tomar partido y gritarse unos a otros, mientras Bosendorfer continuaba despotricando.
Félix sacudió la cabeza y se inclinó hacia Volk, cuya mesa compartían él y Kat.
—¿Por qué odia tanto a Tauber? Recuerdo que habló de que Tauber había asesinado a gente durante la lucha en el norte. ¿Fue acusado el cirujano de adorar al Caos?
Volk sacudió la cabeza con gesto triste.
—Sólo por parte de Bosendorfer —dijo, y suspiró—. Cuando marchamos hacia el norte, el muchacho era sólo sargento. Su hermano Karl era el capitán de los espadones de mi señor. Pero al final, durante la batalla de Sokh, uno de los chamanes norse hizo volar por los aires todo nuestro flanco izquierdo con fuego púrpura, y después de eso algunos de los hombres…, bueno, comenzaron a cambiar. El hermano de Bosendorfer fue uno de ellos. En las manos… le crecieron dientes, y otras cosas.
El capitán de artillería tragó saliva, para luego continuar.
—El procedimiento estándar cuando sucedía eso era matar al hombre de inmediato, por su propio bien, ya me entendéis, y el capitán Karl estaba en la tienda enfermería, con un brazo roto, cuando aquello comenzó, así que…
—¿Así que lo hizo Tauber? —preguntó Félix.
Volk asintió con la cabeza.
—Con toda la bondad posible. Láudano, y luego veneno. Simplemente…, se quedó dormido. Pero el joven Bosendorfer no quiso creerlo. Afirmó que había sido Tauber quien había provocado los cambios en su hermano, y que había matado a Karl cuando se había negado a jurar lealtad a los Poderes Malignos. —Dirigió la mirada hacia la mesa de los espadones—. El propio graf Reiklander habló con Bosendorfer y logró que reconociera que eso no era verdad. También lo ascendió al puesto de Karl, cosa que, tal vez, no fuera prudente, ya que Bosendorfer no es el hombre que fue su hermano, ni remotamente. Pero fue un bonito gesto, y los espadones lo agradecieron, así que…
—Parece que Bosendorfer, sin embargo, no creyó de verdad que Tauber fuera inocente —dijo Félix.
Volk negó con la cabeza.
—Se lo ha callado hasta ahora, pero no.
Félix observó a Bosendorfer, que continuaba despotricando. Entonces veía la congoja subyacente detrás de la salvaje cólera del joven, y sintió lástima por él, pero uno podía sentir lástima por un perro salvaje que había sido maltratado, y a pesar de eso, no desear quedarse encerrado con ese animal en la misma habitación durante días… o semanas.
Acabó las últimas migajas de galleta y se volvió hacia Kat.
—¿Nos retiramos?
Ella asintió con la cabeza, al mismo tiempo que dirigía una mirada colérica hacia el capitán de espadones.
—Sí, Félix —dijo—. Empiezo a tener dolor de oídos.
Salieron del subterráneo de la torre del homenaje al patio de armas, donde, bajo la luz amarilla de oscilantes llamas de farol, Gotrek, Rodi y Snorri continuaban desmontando la residencia de oficiales, mientras los barqueros dejaban caer otra carga de piedras junto a la puerta del río, y los carpinteros y hombres de las guardias nocturnas seguían construyendo matacanes y subiéndolos hasta las murallas.
Kat miró toda aquella actividad y sacudió la cabeza.
—Nada de esto va a servir para gran cosa, ¿verdad? No vamos a detenerlos.
—No durante mucho tiempo —reconoció Félix—, pero tal vez sea suficiente.
Un viento frío que pasaba por encima del parapeto para luego descender llevaba consigo el hedor de los cadáveres y el aullido de los lobos. Félix se estremeció y rodeó a Kat con un brazo, antes de que ambos se encaminaran a paso rápido hacia la residencia de los caballeros y subieran hasta la habitación que ocupaban. Para cuando se hubieron quitado las botas y tendido en la estrecha cama, estaban demasiado cansados y hambrientos como para hacer nada más que acurrucarse juntos y cerrar los ojos.
Segundos más tarde, o eso pareció, a Félix lo despertaron con brusquedad gritos, maldiciones y pesados pasos de botas que hicieron estremecer el edificio.
Kat también despertó, y buscó a tientas sus armas.
—Es en el piso de abajo —murmuró—. ¿Qué está pasando?
Félix fue a gatas hasta la ventana y miró al exterior. Aún era de noche, y podía ver poco más que las sombras de unos hombres que corrían hacia la puerta de la residencia de caballeros y entraban. Tres sombras más lentas y pesadas los siguieron, caminando con las armas desnudas.
Félix gruñó.
—Será mejor que bajemos.
Se puso la casaca acolchada y la cota de malla encima, mientras Kat se vestía con sus prendas de cuero. El griterío continuaba. Cuando estuvieron listos, bajaron con rapidez a la planta baja, pero ahora los gritos llegaban desde la bodega, así que continuaron bajando y, tras seguir el ruido de alboroto por una serie de estrechos pasadizos de piedra, llegaron al fin a una pequeña sala redonda que estaba llena de maquinaria diversa y ocupada por demasiados hombres que gritaban.
La habitación parecía hallarse en la base de una de las torres circulares que se alzaban en las esquinas de las murallas del castillo, y en el centro había un artefacto de hierro que tenía engranajes, palancas y pistones, y que se parecía mucho a algo hecho por enanos. También daba la impresión de estar muy averiado; tenía uno de los engranajes principales partido por la mitad, y un pistón roto y doblado.
Encogidos al otro lado de la máquina estaban el capitán Draeger y sus hombres, a los que rodeaban Von Geldrecht —con su corpachón envuelto en una camisa de dormir y un ropón de brocado—, Von Volgen y una multitud de caballeros y soldados de infantería, todos los cuales llevaban faroles y antorchas, y gritaban preguntas mientras los matadores observaban desde un lado, con los musculosos brazos cruzados sobre la barba.
—Os lo juro, mi señor —estaba diciendo Draeger—. ¡No hemos sido nosotros! Oímos algo sospechoso y vinimos a mirar, y encontramos a alguien saboteando esto. Sigmar es testigo de que digo la verdad.
Von Geldrecht rió, y luego agitó una mano para imponer silencio.
—Así que oísteis algo sospechoso, ¿no es así?
—Así es, mi señor —dijo Draeger—. Nos despertó y…
—Estabais durmiendo en el subterráneo de la torre del homenaje y oísteis algo sospechoso en la bodega de la residencia de caballeros, que está al otro lado del patio de armas —continuó Von Geldrecht, haciendo hincapié en las últimas palabras.
—Bueno, mi señor…
El comisario lo interrumpió, para continuar.
—¿Así que decidisteis que investigaríais ese ruido con todos vuestros hombres? —preguntó, cargando el acento otra vez en las palabras finales.
Tanto los caballeros como los soldados de infantería rieron al oírlo. Incluso Von Volgen se permitió una sonrisa desabrida.
—¿Eh?, bueno —tartamudeó Draeger, que ahora sudaba—. Ya sé que parece raro a primera vista, mi señor, pero…
—¡Parece un acto de traición a primera vista! —bramó Von Geldrecht—. Por Sigmar, capitán, si habéis hecho aquí lo que creo que habéis hecho, moriréis en el acto.
Draeger se encogió y retrocedió.
—No, mi señor. Con sinceridad. No lo tocamos siquiera. Fue el hombre a quien encontramos trasteándolo. ¡Él lo inutilizó!
Von Geldrecht puso los ojos en blanco.
—¿Un solo hombre ha inutilizado esto? No me mintáis, capitán. Vosotros habéis cometido este sabotaje, y pagaréis por ello con vuestra vida.
—¡Pero si no hemos sido nosotros! —gritó Draeger—. ¡Os lo juro!
—Entonces, ¿por qué habéis venido aquí? —preguntó Von Geldrecht, e hizo una mueca despectiva—. Y no me digáis que oísteis un ruido.
Draeger bajó la cabeza y les lanzó una mirada de soslayo a sus hombres, para luego suspirar.
—Estábamos…, estábamos buscando una salida. Un pasadizo secreto, o algo parecido.
Von Geldrecht se quedó mirándolo fijamente. Alguien que estaba al fondo rió.
—Estabais intentando escapar —dijo Von Geldrecht.
—Sí, mi señor —reconoció Draeger, que de repente levantó el mentón con actitud desafiante—. Desde el principio os dije que ya nos habían desmovilizado. Esta no es nuestra lucha. Somos hombres libres.
Eso provocó una cadena de risas, y un resoplido combinado de los matadores.
—Matadlos a todos —dijo Gotrek, asqueado—. No necesitamos cobardes.
Von Geldrecht inclinó la cabeza hacia él.
—¡Ojalá pudiéramos permitirnos el lujo de escoger quién lucha a nuestro lado,
herr
enano! Pero, ¡ay!, no puede ser. —Se volvió a mirar a Draeger—. No, vuestro castigo, capitán, será luchar por vuestra vida junto con el resto de nosotros. —Chasqueó los dedos para llamar al joven sargento de lanceros que había brindado esa noche por Zeismann—. Sargento Abelung, encerrad a estos hombres. Sólo se les dejará salir para luchar, ¿entendido?
—Sí, mi señor —replicó el sargento.
Pero cuando comenzaba a conducirlos hacia la salida, Von Volgen miró a Draeger a los ojos.
—Una pregunta, capitán —dijo—. En cuanto al hombre que estaba trasteando con la máquina, ¿era eso otra mentira? Draeger negó con la cabeza, abatido.
—No, mi señor. Yo lo vi.
—¿Y qué aspecto tenía? —preguntó Von Volgen. Draeger frunció el ceño.
—No lo distinguí con claridad, mi señor. Llevaba un ropón. Iba cubierto de la cabeza a los pies. No le pude ver la cara ni nada de su persona. Pero no era un hombre grande y se movía como una liebre.
Von Volgen asintió con la cabeza y retrocedió. El sargento Abelung se llevó a los prisioneros hacia la puerta, pero cuando salían se oyeron pasos que corrían por el pasillo, y un arcabucero se deslizó entre ellos al interior de la habitación.
—Mi señor —dijo, jadeando, mientras se acercaba a Von Geldrecht—. Como vos temíais, han cerrado las compuertas de la esclusa del dique, y el foso está seco. Los zombies ya lo han cruzado y están ante las murallas.
Von Geldrecht maldijo mientras los numerosos caballeros y soldados de infantería murmuraban, consternados, y se apresuraban a salir.
—Y hasta que no sea reparado el mecanismo de cierre —dijo, suspirando y mirando el deteriorado mecanismo—, no podremos volver a inundarlo. Nuestro saboteador es muy meticuloso.
Von Volgen se dirigió a los matadores.
—¿Podéis reparar esto, enanos?
Gotrek se acercó, negando con la cabeza.
—La misma mano que rompió las runas ha roto esto.
—El enano señaló un agujero que había en un costado del pistón estropeado. Era la forma esquemática de una mano, y el acero que la rodeaba estaba rajado y quebradizo, más como vidrio que como metal. Gotrek lo tocó con un dedo. Se hizo pedazos y cayó.
—Un equipo de enanos con una forja adecuada necesitaría un mes para reemplazar todas estas piezas —dijo Rodi.
—Snorri diría que dos meses —dijo Snorri.
Von Geldrecht gimió.
—Las murallas, el foso. El villano está despojándonos poco a poco de las defensas, como si fueran las capas de una cebolla. Hay que encontrarlo y…
Gotrek alzó una mano para silenciarlo, y ladeó la cabeza. Von Geldrecht miró a su alrededor, nervioso.
—¿Qué sucede?
—Silencio —dijo el Matador, para luego acercarse al muro de la sala redonda y apoyar una oreja contra él. Rodi y Snorri hicieron lo mismo. Félix y Kat intercambiaron miradas perplejas con Von Geldrecht y Von Volgen. Pasado un momento, Gotrek apartó la oreja del muro y se volvió hacia Von Geldrecht.
—Alguien está excavando —dijo—. En algún lugar situado al otro lado de este muro.
Los ojos de Von Geldrecht se desorbitaron.
—¿Excavando? Pero ¿para qué?
Rodi soltó un bufido.
—Tal vez los cadáveres estén plantando un jardín.
Snorri frunció el ceño.
—Snorri no cree que eso sea probable, Rodi Balkisson —dijo—. Snorri piensa que van a minar las murallas.
—Tan cerca —dijo Von Geldrecht, mientras se ajustaba mejor el ropón alrededor del cuerpo—, y a pesar de todo tan lejos.
Félix y Kat se encontraban de pie sobre las almenas azotadas por el viento, con el comisario, Von Volgen y los matadores, mirando la esclusa del dique flanqueada de piedra y con compuertas de roble, que relumbraba con brillo mortecino bañada por la luz de las dos lunas, a unos cincuenta metros corriente arriba de la esquina más oriental del castillo. Hasta hacía menos de una hora, la esclusa podría haberse abierto para que el río entrara en el foso, y haberse cerrado para realizas limpiezas y reparaciones. Ahora, al destruir el mecanismo de la esclusa, el saboteador la había cerrado de manera permanente y había dejado seco el foso, de modo que el mar de zombies que la corriente de agua había mantenido a distancia, podía llegar ya hasta el castillo, y manoteaban inútilmente los enormes bloques de granito de las robustas murallas.
Von Geldrecht suspiró y se estremeció, para luego volverse hacia los matadores.
—¿Y dónde están haciendo la excavación?
Lo hicieron retroceder a lo largo de las murallas y señalaron hacia el exterior y abajo. Félix, Kat, Von Volgen y el comisario se asomaron tanto como pudieron por encima de las almenas, y miraron hacia la oscuridad. Félix no pudo ver nada más que zombies.
Von Geldrecht sacudió la cabeza.
—Continúo sin verlo.
—Snorri piensa que los humanos tienen una vista terrible —dijo Snorri.
—Están dentro del foso —gruñó Gotrek—. Excavan la orilla interior, directamente hacia vuestras murallas. Félix volvió a mirar y, por fin, detrás de la móvil muchedumbre de zombies que manoteaban las murallas, creyó ver movimiento dentro del canal.
Von Geldrecht gimió.
—Con que sólo pudiéramos abrir otra vez la esclusa, podríamos ahogarlos a todos.
—No podríamos, mi señor —intervino Von Volgen—. Recordad que los zombies no respiran.
—Y no os interesa volver a abrir la esclusa hasta que no haya tapado el agujero que están haciendo —dijo Rodi—, acabaríais teniendo el foso dentro de la bodega.