Read Matar a Pablo Escobar Online
Authors: Mark Bowden
Naturalmente, nadie iba a decirlo. A lo largo de aquellos meses, en los memorandos de la DEA los agentes utilizaban una variedad de eufemismos casi ridículos. En uno de ellos, fechado en septiembre, se señalaba que la PNC y la embajada de Estados Unidos deseaban que Escobar fuera «localizado» antes de que hiciera otro trato con el Gobierno, «lo cual equivaldría a dar comienzo a una nueva farsa». En otro memorando cursado por el agente Murphy en octubre, éste escribió: «Cabe destacar el optimismo de la PNC en la captura a Escobar, en tanto y en cuanto puedan “ganar” algo de tiempo evitando que se entregue al Gobierno. El GDC continuará apoyando con toda la ayuda de la que disponga».
Si la cacería iba a volverse truculenta, los norteamericanos que se encontraban allí sabían de sobra cómo llevarla a cabo. Wagner, el jefe del destacamento de la CÍA en Colombia, no era un novato en el lado oscuro de la política suramericana. Wagner había comenzado su carrera en Chile en 1967. Pero dejó el país poco antes del derrocamiento del presidente socialista Salvador Allende en 1973, una operación encubierta llevada a cabo por Augusto Pinochet y orquestada por la CÍA. También había servido en Uruguay luchando contra los Tupamaros, la sofisticada guerrilla urbana; y más tarde había establecido un destacamento de la CÍA en Haití antes de llegar a jefe interno de la oficina de la Agencia en Miami, donde había ayudado a supervisar las operaciones norteamericanas en veintiséis países, incluida Cuba. Durante su permanencia en Miami, tuvieron lugar golpes de estado pacíficos en el Estado antillano de Granada (1979) y en Surinam (1980). Era un hombre reservado, pero con mucho mundo, un coleccionista de armas ávido y un amante de la naturaleza, aunque su aspecto —su tez pálida, sus gafas y su informalidad— no lo delatara. Sin embargo debajo de su apariencia relajada, no había en Wagner nada de pasivo. Sabía cómo jugar fuerte, tanto en las calles como en Washington. Había sido destinado a tareas de lucha contra el narcotráfico en el cuartel general de Langley, estado de Virginia: era el comienzo de la década de los ochenta, y la Agencia no se mostraba demasiado interesada en los narcóticos, pero en sólo un par de años Wagner los había convencido para que fuera considerada una de sus principales tareas. Uno de sus objetivos en Colombia era establecer un vínculo entre el tráfico de cocaína y las guerrillas FARC y ELN, vínculos que justificarían un cambio de rumbo de la guerra contra el narcotráfico: el problema de las fuerzas de seguridad sería a partir de entonces un asunto de importancia militar. Ése era el panorama que vislumbró Wagner al llegar a Colombia en enero de 1991, y la fuga de Pablo un año y medio más tarde había acelerado la transición. Ahora Wagner contaba con el tipo de recursos que Colombia necesitaba para declararle la guerra a los narcos. Para él, la cacería en la que se habían involucrado era un trabajo de tiempo completo.
Y no estaba solo. El general William F. Garrison, del Mando Conjunto de Operaciones Especiales —la autoridad suprema de la Fuerza Delta y Centra Spike—, tenía una dilatada experiencia en llevar a cabo operaciones encubiertas para el Gobierno de Estados Unidos. Había tomado parte en el oscuro Programa Phoenix
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en Vietnam y se le conocía como el hombre que podía hacer invisible lo que fuera necesario. Las operaciones denominadas técnicamente «de contrainsurgencia», por definición siempre coqueteaban con la ilegalidad, ya fuera en el Congo, El Salvador o Nicaragua. Los escuadrones de la muerte son un concepto horrible, pero nada los superaba en su capacidad de causar pavor en las mentes y los corazones de marxistas potenciales. Por otra parte, Busby tampoco era ningún novato. Había ejercido de embajador itinerante en el área de actividades antiterroristas, y creía que fines virtuosos a veces exigían métodos terribles. Había visto personalmente las ventajas de jugar sucio, y aquélla era una tentación que siempre estaba al alcance de la mano. Siempre ha habido en el mundo hombres poderosos y de buenas intenciones, que creen que proteger la civilización justifica incursionar en la ilegalidad.
Matar a Pablo era un objetivo muy específico, que por entonces ya tenía poca relación con la cocaína. «Se le han subido los humos», dijo uno de los involucrados, y había que detenerlo. Y si no se podía lograr por medio del lenguaje limitado de un despliegue ordenado, entonces había que hacer uso de los otros métodos. Si se hacía con discreción, ¿quién se enteraría salvo aquellos que tenían más que perder de conocerse la verdad?
Cuando Los Pepes surgieron, lo que no faltaban eran sospechosos. Pablo había mantenido guerras con otros traficantes y delincuentes durante toda su vida adulta. Sus largas campañas de intimidación y asesinato habían dejado a cientos, quizá miles, de familiares llenos de rencor, algunos muy ricos y muy poderosos. Y no había que descartar que la violencia fratricida era poco menos que una manera de entender la vida en Colombia. Allí el homicidio gozaba de abundancia de motivos, pues cada cadáver podía ser la consecuencia de una docena de resentimientos y otros tantos autores. Si una bomba hacía explosión o un primo muy querido era raptado o uno de los socios clave de Pablo aparecía muerto, uno se preguntaba si se trataba de una disputa familiar, un asesinato aleatorio o un ajuste de cuentas perpetrado por un cártel rival. ¿Había sido ordenado por el mismo Pablo después de haber reñido con la víctima (como sucediera con los hermanos Moneada y los Galeano)? ¿O sería alguna facción del cártel de Medellín aprovechándose de la vulnerabilidad de Pablo? ¿Se trataba de un escuadrón rebelde del Ejército o de la policía? ¿O de una operación de uno de los grupos paramilitares que se especializaban en aterrorizar y asesinar? ¿La DEA? ¿La CÍA? ¿La Fuerza Delta? ¿O quizá una guerrilla? Acaso las FARC o el ELN, exigiendo un impuesto por ingresos en negro o vengando algún desprecio, o quizá sólo aprovechándose de la situación para contribuir a la continua inestabilidad de la nación. ¿Quién podía saberlo?
Dado su impecable sentido de la oportunidad, lo más probable fuera que detrás de Los Pepes se encontraran las familias Moneada y Galeano, a quienes Pablo había declarado abiertamente la guerra, y la PNC que había perdido cientos de oficiales asesinados por los sicarios de Pablo a lo largo de los años. Las ejecuciones de los hermanos Moneada y los Galeano habían creado una guerra civil dentro del cártel de Medellín. Pero justamente por haber hecho negocios con Pablo durante años, Dolly Moneada, Mireya Galeano y el hermano de Mireya, Raphael, conocían muchos de los secretos de Pablo: dónde había invertido su dinero o quiénes eran sus asesores de mayor confianza. Y lo cierto es que se los veía motivados. A las pocas semanas de la fuga de La Catedral, un memorando de la DEA señalaba que ambas familias estaban reclutando sicarios para «hacerle la guerra a Escobar», y ofrecían veinte millones de pesos (veintinueve mil dólares) a aquellos dispuestos a unirse a ellos. En un memorando del
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de octubre de 1992 escrito por Murphy se dejaba claro que Marta Moneada, una hermana de los hombres ejecutados, cooperaba activamente en la búsqueda de Pablo. En otro orden de cosas, la periodista Alma Guillermoprieto, en un artículo de 1993 para la revista
The New Yorker,
escribía que entre los líderes de Los Pepes se encontraba una hermana de los difuntos Galeano, y que sus «tropas» habían sido reclutadas del mismísimo Bloque de Búsqueda. Ambas familias mañosas, los Moneada y los Galeano, querían venganza, eran ricas y poderosas, pero no lo suficientemente fuertes como para enfrentarse por sí solas a la organización de Pablo. Así que, ¿por qué no aliarse con los pesos pesados?
El tráfico diario de informes secretos de Bogotá a Washington, DC, durante el otoño y el invierno del período 1992-1993, indica cómo Los Pepes comenzaron a tomar forma poco después de la fuga de Pablo. En agosto, unas dos semanas más tarde, la embajada de Estados Unidos trasladó a Washington a una reciente e importante fuente de información: Dolly Moneada, la viuda de William Moneada, el segundo de los dos hermanos que Pablo había ejecutado porque supuestamente le estaban robando. Tras la desaparición de William, Pablo le había hecho saber a Dolly que debía entregarle todos los bienes que tuviera, además de amenazarla con declararle la guerra a ella y a su familia.
Pero Dolly era una mujer peligrosa. Cuando ella desapareció a mitad de agosto, Pablo fue a buscarla. Su antigua residencia de Medellín fue saqueada y los caseros tomados como rehenes; los secuestradores escribieron la palabra
guerra
en los muros. El 4 de agosto, una bomba explotó en un centro comercial propiedad de las familias Moneada y Galeano. Tres semanas después, el socio del difunto marido de Dolly, Norman González, fue secuestrado, mantenido cautivo y torturado durante más de trece días. Sus verdugos utilizaron drogas y golpes de picana (una especie de electrodo aplicado a los genitales y las mucosas) para que confesara el paradero de Dolly, pero González lo desconocía. Pablo entonces ofreció una recompensa de tres millones de dólares a cualquiera que ayudara a localizarla.
En vez de someterse a Pablo, la ofendida y furiosa Dolly hizo un trato con el Gobierno colombiano. A cambio de protección para ella y su familia en Estados Unidos, Dolly le entregó todos sus bienes al Estado colombiano y comenzó a cooperar en la búsqueda. Por su parte, el Gobierno colombiano accedió a retirar los cargos de blanqueo de dinero que pendían contra su hermana.
El hombre que ayudó a organizar la entrega de Dolly y su posterior viaje a Estados Unidos fue Rodolfo Ospina, nieto y tataranieto de presidentes de Colombia, quien se había involucrado personalmente en el tráfico de cocaína a mediados de la década de los setenta, pero que pronto cayó en desgracia y debió alejarse de Pablo. Ospina había sobrevivido a dos intentos de asesinato por parte del capo. A poco de ocurrida la fuga, Ospina se puso a disposición de las autoridades para ayudar a esclarecer las muertes de los hermanos Moneada y Galeano. Cuando se supo en Medellín que Ospina cooperaba con el Gobierno (y fue de inmediato), Ospina también debió ser trasladado a Estados Unidos. Pablo reaccionó poniéndole un precio de tres millones de dólares a su cabeza.
Ospina recibió un nombre en clave,
Juan Diego,
y el número SZE-92-0053, y demostró ser un aliado valiosísimo. Explicó por qué Moneada y Galeano habían sido asesinados. Los hombres de Pablo habían descubierto un alijo secreto donde las dos familias habían escondido veinte millones de dólares en metálico. El dinero había permanecido allí tanto tiempo que se había cubierto de moho. Fue entonces cuando Pablo los invitó a una reunión en La Catedral y allí se volvió contra ellos. Un cable de la DEA informaba sobre el relato de Ospina acerca de lo ocurrido:
Escobar argumentó que mientras él y sus hombres permanecieran en la cárcel necesitarían dinero para financiar la onerosa guerra contra el cártel de Cali. Galeano y Moneada preferían guardar su dinero hasta quese enmoheciera antes que utilizarlo para ayudar a otros mañosos, como Escobar [...]. Escobar convenció a miembros del cártel, quienes sentían verdadero afecto por Moneada y por Galeano, de que si no se los mataba el cártel de Medellín entraría en guerra consigo mismo y que entonces todos morirían [...]. Moneada y Galeano murieron; fueron colgados de los
pies y quemados. El informante afirma que ése es el método favorito de Escobar para liquidar a sus enemigos. Los cuerpos fueron enterrados dentro o en las inmediaciones de la prisión. Más tarde, Escobar invitó a William Moneada y al hermano de Galeano y también los mató.
La estrecha relación de Ospina con Moneada y con Galeano lo convirtió en una fuente de información reciente y muy útil, pues aquél tenía multitud de razones para cooperar. Además del precio de su cabeza, su hermano estaba a punto de ser deportado de Estados Unidos a Colombia. La cooperación de Ospina obtuvo para su hermano un año de prórroga en los trámites de deportación. A fines de octubre, el fiscal general De Greiff llamó a la embajada de Estados Unidos y solicitó una reunión con el informante estrella de los norteamericanos. De Greiff voló a Estados Unidos, donde el testimonio de Ospina ayudó a consolidar aquellas cuatro nuevas acusaciones de asesinato en contra del capo del cártel de Medellín.
Pero Pablo devolvió el golpe. El 16 de diciembre, Lisandro Ospina, otro de los hermanos del informante, fue secuestrado. Lisandro tenía veintitrés años y estudiaba en el MIT, el prestigioso Instituto de Tecnología de Massachusetts, y no tenía relación alguna con las actividades delictivas de su hermano. Lisandro acababa de terminar un semestre en aquella universidad de Boston y se encontraba en Colombia pasando unas vacaciones. Treinta hombres armados lo rodearon mientras el estudiante se encontraba comprando ropa en Bogotá y se lo llevaron. Sus captores lo mataron poco después.
Ospina, furioso, les pidió a los agentes en Washington que lo dejaran regresar a Colombia para vengarse personalmente de Pablo, pero le convencieron de que no lo hiciera. Sin embargo, pudo desahogarse de otro modo.
Durante meses, en una serie de informes rendidos a los agentes de la DEA, Ospina fue trazando una campaña a gran escala contra Pablo. Impaciente por lo que él consideraba tácticas legales de buen gusto, Ospina opinaba que la cacería humana necesitaba salirse de las restricciones de la ley, por lo que esbozó una
vendetta
extralegal que bien puede haber sido el germen de Los Pepes. En aquellos textos constaba incluso la necesidad de reivindicar sus acciones terroristas.
SZE-92-0053 afirma que la captura de Pablo Escobar debería ser planeada teniendo en cuenta los siguientes cinco objetivos. Primero […] si es que no hay acusaciones pendientes en su contra en Colombia, se debería arrestar o eliminar |...| a miembros clave de la organización de Escobar. |Segundo| SZE pasó a dar los nombres de los abogados que llevan los asuntos criminales de Escobar, y cuyas muertes harían estragos en la organización de Escobar. Tercero, el informante citó propiedades y bienes de importancia que pertenecen a Escobar y que deberían ser destruidos.
Ospina pasó a enumerar a los miembros clave de la plana mayor de Escobar, hombres «indispensables para su supervivencia», y a cinco abogados que, según él, «se encargaban de los asuntos criminales y financieros de Escobar. Son los mismos letrados que negocian (en su nombre) y están al corriente de sus actividades puesto que es a ellos a quienes consulta antes de llevar a cabo cualquier acción». Esos hombres deben ser eliminados, dijo. El cuarto paso, según Ospina, implicaba la destrucción de las posesiones de Pablo, y pasó a enumerar las propiedades y bienes más preciados por el capo: sus coches antiguos, sus casas de campo, sus apartamentos, sus aviones y aeródromos: