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Authors: Mark Bowden

Matar a Pablo Escobar (28 page)

Aquella noche no lo hizo, pero al otro día, a primera hora de la tarde, Centra Spike captó otra llamada desde Tres Esquinas e informó de su ubicación. En lo alto de la torre de observación, Vega localizó rápidamente las coordenadas en su mapa y transmitió la imagen del explorador infrarrojo a Harrell, quien a su vez intentó mover a Pinzón y a sus hombres para que entraran en acción. El colombiano respondió a la noticia con desdén, como si se tratase de otro dato cualquiera que se sumaría a los demás. Durante el día llegaban docenas de pistas, le explicó Pinzón al comandante de la Fuerza Delta y, a pesar de que a Harrell le carcomía la urgencia por actuar, Pinzón fue muy específico al afirmar que no le daba a aquel informe más importancia que a cualquiera de los otros.

Cuando la embajada se enteró de que Pinzón no había movilizado sus tropas, se hicieron llamadas al Palacio Presidencial, y Gaviria en persona dio la orden para que el Bloque de Búsqueda se pusiera en marcha. Enconado por que la Fuerza Delta lo había pasado por alto y por ende la autoridad que representaba, el teniente coronel Pinzón se tomó horas para preparar a sus tropas. Y no lanzó la incursión hasta el día siguiente por la mañana: envió a trescientos de sus hombres por la ladera de la colina —para el espanto de Harrell— en una caravana de furgonetas que podían ser vistas y oídas a millas de distancia. Las recomendaciones de los hombres de la Fuerza Delta para que se enviara en cambio una unidad menos numerosa y menos llamativa fueron totalmente ignoradas. Era como acercarse montado en un bulldozer y esperar tomar por sorpresa al ciervo. Desde su torre de La Catedral, mientras hablaba por teléfono con el mayor Steve Jacoby, que se hallaba en la embajada, Vega pudo divisar la procesión de luces del convoy que trepaba hacia la cima de la montaña.

A Pablo no le hizo falta que nadie le diera el soplo: ningún habitante de la montaña podía evitar ver
y
oír el estruendo que se acercaba. Los hombres de Pinzón pasaron más de una hora rastrillando la colina sin resultados positivos, y después se marcharon. Lo que sí encontraron fue una finca que reunía todas las características del típico escondrijo de Escobar: mobiliario más lujoso de lo que correspondía al barrio, incluido el reluciente baño con bañera —una bañera profunda: Pablo era muy maniático respecto de su aseo. La investigación probó que había utilizado aquel lugar como primer paso en su fuga.

Al día siguiente por la mañana se interceptaron más llamadas, pero eran los hombres de Pablo quienes las hacían con objeto de conseguirle a Pablo una nueva guarida, además de discutir detalles acerca de los documentos y las armas necesarias. Mientras tanto, Pinzón fue visitado por unos norteamericanos, a quienes recibió en su pijama de seda.

—¿Y cómo saben que Pablo está allí? —dijo incrédulo Pinzón.

Pero Harrell no estaba autorizado a desvelar esa información. Así que hizo falta la presión directa de Bogotá para que actuase, y una vez más el coronel Pinzón envió la manifiesta caravana a que subiera por los caminos de la colina. En esa ocasión, los soldados pasaron toda la mañana y casi resto del día inspeccionando las viviendas puerta a puerta, infructuosamente. Pinzón continuaba convencido de que era una tarea inútil y se quejó a Peña: «Estos tipos de la Fuerza Delta van a lograr que me despidan».

Llegado el fin de la semana, las tropas de búsqueda se encontraban con las manos vacías. Era evidente que Pablo había levantado campamento definitivamente. Ahora las posibilidades de encontrarlo pronto eran mucho menores. Harrell informó de la terrorífica actuación de Pinzón, de su displicencia, de sus campañas y de sus tácticas. Pinzón, por su parte, se quejó de la Fuerza Delta a sus superiores. A partir de entonces, el teniente coronel Pinzón del Ejército colombiano sería conocido por su nombre de guerra:
Pijamas
Pinzón.

9

Pero, en Bogotá, el embajador Busby tenía sus propios problemas. Como era de esperar, la invitación del gobierno colombiano a participar en la captura de Escobar había sido transmitida por el Pentágono, y la reacción había sido abrumadora. Al final de la primera semana, la sala de conferencias de la embajada ya estaba repleta. Cada detector de señales, aparato de vigilancia y de captación de imágenes en al arsenal norteamericano aterrizó en Medellín. La Fuerza Aérea mandó aviones RC-135, aeronaves de transporte Hércules C-130 modificadas para la toma de fotografías de alta resolución, aviones U-2 y SR-71.
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La Armada envió aviones espías Orión P-34. La CÍA, que ya hacía volar sobre Medellín su propio bimotor De Havilland, ahora había ofrecido un Schweizer, una máquina fuera de lo común, no distinta de un planeador gigantesco, que podía mantenerse en el aire flotando sobre el objetivo durante horas y horas, y suministrar imágenes FLIR de alta definición (una tecnología infrarroja que atraviesa las nubes con la misma facilidad con que atraviesa la oscuridad). Todo aparato que significara una ventaja potencial sobre el «enemigo» era destinado a Medellín, cuyo ambiente era el de una subasta en la que los que pujaban querían demostrar quién sería más eficaz y quién obtendría antes los resultados buscados; incluso los aparatos provistos de sistemas de búsqueda de objetivos militares se utilizaban para aumentar al máximo la vigilancia fotográfica. Había por entonces tantos aviones espías sobrevolando Medellín al mismo tiempo —el máximo llegó a ser de diecisiete— que la Fuerza Aérea norteamericana debió enviar un avión AWAC
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, una especie de torre de control volante dotada de su propio radar, para controlar las trayectorias de flotillas enteras de vuelos militares. Solamente trasladar al personal, los equipos técnicos y de mantenimiento para todo aquel despliegue requirió diez aviones de transporte Hércules C-130.

Toft, jefe de la DEA en Colombia, había pasado años enteros aprendiendo a moverse con comodidad en la sociedad colombiana, pero su entusiasmo inicial al recibir toda aquella ayuda militar se agrió muy pronto. Y es que la información es tan buena como quienes la interpretan. Y el despliegue produjo muchas falsas alarmas: algunos equipos de vigilancia interceptaban llamadas en las que un interlocutor llamaba a otro «doctor», y asumían que se trataba de Escobar, aunque aquella deferencia informal fuera la más común de toda Colombia.

Esa exaltación, unida al influjo incesante de tecnología y de especialistas, también puso nerviosos a los hombres de Centra Spike, que dependían de su capacidad de fundirse con el entorno: ahora les era difícil hasta encontrar un sitio en el que aparcar sus. pequeñas avionetas Beechcraft. El mayor Jacoby se impuso al embajador Busby para que éste permitiera que Centra Spike mantuviera sus dos aparatos a 10.000 metros de altura, y que ordenara que todos los demás vuelos no superaran el techo de los 8.000 o volaran a unos 20.000 metros como el avión espía U-2.

Se suponía que la superpoblación de espías en territorio colombiano debía causarle problemas a Pablo en Medellín, aunque en realidad sólo provocó una crisis en Bogotá. Una noche, durante la misma semana en que la Fuerza Delta le daba codazos a Pijamas Pinzón para que pusiera en marcha a sus hombres, unos de los aviones recién llegados, un RC-135, percibió algo que consideró interesante y bajó de los 300 metros para inspeccionar de cerca, con tan mala suerte que la prensa colombiana pudo fotografiarlo nítidamente aunque fuera de noche.

La protesta generalizada acabó llevando al ministro de Defensa, Rafael Pardo, a sentarse en la desagradable silla desde la que tendría que responderle al mismo, comité del Congreso que tenía contra la pared a Mendoza. Muchos congresistas insistían en la destitución inmediata del viceministro de justicia y del mismísimo presidente Gaviria, pues la prensa colombiana había tildado de «invasión» a la inmensa actividad militar norteamericana en Medellín. Pardo admitió que los norteamericanos habían sido invitados a ayudar, pero que los aviones que habían sido descubiertos no violaban la prohibición que existía acerca del despliegue de tropas en suelo colombiano. Nada dijo Pardo acerca de la Fuerza Delta.

Era el equivalente a estar en guerra con la prensa. Radio Medellín comenzó a difundir los números identificadores de los aviones norteamericanos, incluyendo uno de los aparatos de la CÍA, que fue despachado nuevamente hacia el norte de inmediato.

Wagner, el jefe del destacamento de la CÍA en Bogotá, se puso furioso. Jacoby se sumió en la frustración, y el presidente Gaviria, que. tenía presente que él, en persona, había pedido la ayuda de Estados Unidos, se quejaba al embajador: «¡Esto es una locura!».

Antes de que acabara la semana, Busby había enviado a todo el mundo de nuevo a sus bases en el país del norte, con la excepción de Centra Spike, la CÍA y la Fuerza Delta. Busby había visto que la eficacia de Pinzón dejaba mucho que desear. Incluso con la más precisa información para poder capturar a Pablo, la tarea resultaría imposible hasta que Colombia no lograra reunir una fuerza de élite flexible, fiable, decidida, invisible y rápida. Lo que los colombianos necesitaban era algo como una Fuerza Delta propia y autóctona.

Los colombianos tuvieron que deshacerse de Pijamas Pinzón, y si hubo o no un
quid pro quo
que formalizara el trato, el hecho es que el coronel Harrell fue enviado de nuevo a la base de las fuerzas especiales en Fort Bragg.

El «capitán» Vega permaneció apostado en lo alto de La Catedral, y el «coronel» Santos hizo lo mismo en la base del Bloque de Búsqueda en la Escuela Carlos Holguín, a la espera de un hombre que, según todos los involucrados, era el que hacía falta para que todo tomara forma definitiva: el coronel Hugo Martínez.

10

Al recibir en Madrid la noticia de que Pablo se había fugado, el coronel se sintió fascinado. Nadie mejor que él sabía la fantochada que había sido aquel encarcelamiento. Después de dos años de perseguirlo sin pausa, Martínez opinaba que el «sometimiento» de Pablo a las autoridades había sido la fuga más ingeniosa del resbaladizo capo de Medellín.

Para el coronel todo aquello había significado una derrota, y hasta sus amigos en el cuartel general de la PNC se burlaban diciéndole que no llegaría a general hasta que capturase a Escobar. Al principio, ese comentario había sonado como una broma, pero a medida que pasaban los años y los ascensos no llegaban, el coronel llegó a pensar que la broma tenía mucho de cierto. Su carrera había quedado estancada en el rango de coronel durante seis años, mientras que otros coroneles como él, con igual responsabilidad y experiencia, ya lo habían superado. Su futuro y su vida se habían unido inextricablemente a los de Pablo. Y si el hijo de perra seguía en la cárcel, un militar de carrera como él no sabría cuándo podría seguir adelante con su vida, si es que eso sucedía alguna vez. Y es que su esfuerzo no había pasado desapercibido entre sus superiores; de hecho, se le había asignado un puesto en Madrid como oficial de enlace con el Ejército español.

En circunstancias normales, aquel puesto habría sido ansiado por muchos, una posición con los beneficios adicionales de la seguridad; el relativo lujo y la gran cultura de la madre patria. Pero la mejor parte de sus nuevas responsabilidades era que él y su esposa, su hija y sus dos hijos más jóvenes, todos excepto Hugo
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, se alejarían de una vez por toda de la gélida sombra que se había posado sobre ellos cuando Martínez había aceptado hacerse cargo del Bloque de Búsqueda en 1989.

La memoria de Pablo era tan peligrosa como su alcance asesino. Cuando la familia voló hacia España en 1991, se encontró una bomba que se activaría tras el despegue del aparato que los llevaría hasta allí. La línea aérea se enteró de ello por un soplo que le llegó minutos después de que el avión hubiera despegado. Los pilotos mantuvieron la nave a baja altitud hasta descender en un aeródromo cercano, donde la bomba fue desactivada. En Madrid, en el transcurso de la primavera de 1992,, fue hallado un coche bomba aparcado fuera de la embajada de Colombia, en un sitio por el que Martínez pasaba a diario de camino al trabajo. La embajada estaba tan segura de que la bomba iba dirigida al coronel, que le pidieron que se mantuviera alejado del edificio.

Así que cuando a Martínez le llegó la noticia de que Pablo andaba suelto una vez más y de que sus superiores querían que fuera él quien encabezara la búsqueda, Martínez curiosamente se sintió agradecido. Mientras Pablo Escobar siguiese vivo, el coronel y su familia estarían en peligro. Los destinos de aquellos hombres tan distintos estaban íntimamente ligados. Martínez hizo planes para regresar a Colombia dé inmediato. De un modo u otro, la pesadilla tocaría a su fin.

Cuatro días después de la fuga de Pablo, Steve Murphy, Javier Peña y otros agentes de la DEA pasaron el día recorriendo La Catedral. La cumbre y su «cárcel» se habían convertido en una especie de atracción turística para los más importantes miembros de los gobiernos de Colombia y de Estados Unidos. Wagner, jefe de la CÍA en Colombia, la visitaría días después con una cámara de vídeo, acompañado por varios de sus ayudantes. La visita confirmó las peores sospechas y rumores acerca del supuesto encarcelamiento de Pablo, pero también les permitió una extraña oportunidad de poder otear la vida y mente del fugitivo más famoso del mundo.

Aunque los agentes norteamericanos sospechaban que el Ejército habría destruido o retirado la mayor parte de los documentos, disquetes y discos duros de los ordenadores de Pablo, los colombianos habían dejado atrás muchos objetos de interés. En primer lugar, el lujo en el que vivía, del que habían oído rumores, pero que una vez allí les pareció difícil de creer. Y si alguna vez alguien había dudado de quién estaba al mando de la prisión, dos cosas bastaban para disipar dudas: una pequeña mesa cubierta de teléfonos y una pequeña caja metálica montada en la pared del lado exterior del dormitorio de Pablo. Era la placa base en la que convergían todas las líneas telefónicas de La Catedral.

En una de las habitaciones de la suite, Pablo había instalado su despacho. En una de aquellas estanterías ubicada por encima de su escritorio, los agentes de la CÍA hallaron una biblioteca de artículos periodísticos, recortados con esmero, pegados y ordenados en una fila de cajas-archivadores. También estaba allí la colección de las cartas que le enviaban sus admiradores. Una había sido escrita por una reina de un concurso de belleza local que se dirigía a Pablo como su «novio» y su «amante». En otra carta conmovedora, un hombre le suplicaba a Pablo que no le matara a más miembros de la familia, ya que casi había acabado con todos ellos. También hallaron la de la esposa de uno de sus carceleros, dándole las gracias por el reciente ascenso de su esposo. Pablo tenía copias de todas las acusaciones que contra él pendían, incluso de las más antiguas, las de su juventud. Y en los muros colgaba enmarcada una colección de fotos de los archivos policiales con todos y cada uno de sus arrestos: desde el adolescente delgado, de pelo alborotado que fuera arrestado por robar coches en Medellín, hasta la del hombre grueso y de espeso bigote que había sido arrestado por tráfico de drogas en 1976, su único arresto por traficar con cocaína. Los agentes encontraron asimismo el borrador de una carta escrita a mano que Pablo le envió al presidente Gaviria, pidiéndole que proveyeran de coches blindados a su esposa y sus hijos. Pablo había guardado una trascripción completa de los cargos contra Iván Urdinola, un traficante de heroína de la región del Cauca, además de fichas detalladas de los rivales del cártel de Cali, fotografías, direcciones, descripciones de sus vehículos y sus números de matrícula. Una de las paredes estaba adornada con la foto del famoso revolucionario argentino, Ernesto
Che
Guevara, junto a una ilustración de la revista
Hustler
en la que aparecían Pablo y sus secuaces tras los barrotes retozando en una orgía, y lanzándole dardos a una imagen del presidente Bush que aparecía en la televisión, como así también una foto del capo y del joven Juan Pablo, su hijo, posando frente a las rejas de Casa Blanca. Entre los vídeos de su predecible colección, se encontraban las tres partes de
El Padrino, Octagon,
con Chuck Norris,
Bullit,
con Steve McQueen, y una de Burt Reynolds,
Rent-a-Cop.
Su biblioteca personal constaba de cinco biblias y libros de Graham Greene y Nadine Gordimer. No era la colección de un lector compulsivo, sino la de alguien que compra libros al peso. Había libros del ganador del Premio Nobel, su compatriota García Márquez y, curiosamente, una colección completa de la obra del austríaco Stephan Zweig. El armario de su cuarto estaba repleto de idénticos pares de zapatillas de tenis Nike de color blanco y de una pila ordenada de vaqueros planchados.

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