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Authors: Mark Bowden

Matar a Pablo Escobar (27 page)

—Claro. Nosotros nos estamos encargando, y los medios ya están hablando de ello.

—Bien. Y otra cosa más. El presidente deberá decirlo oficialmente, y comprometerse oficialmente. Es un trato, en este caso, firmado por el ministro que se comprometerá a que si mañana o pasado mañana yo mato al director de la cárcel y me condenan a treinta años más, no me trasladarán de aquí. Ese es el compromiso.

—Ya, ya —dijo Uribe.

—Muy bien, caballeros, buena suerte.

8

No existe evidencia de que soldados norteamericanos y agentes de la CÍA —vestidos de gris o no— hayan tomado parte en el asalto. Pero si aquél era uno de los temores de Pablo, su fuga haría realidad aquel temor. Cuatro días después de evadirse de La Catedral, un equipo de efectivos de la Fuerza Delta, liderados por el coronel Jerry Boykin, aterrizó en Bogotá. La petición que el embajador Busby hiciera a Washington para que le enviasen a la Fuerza Delta fue resuelta sin el más mínimo inconveniente. El Departamento de Estado lo había aprobado y lo había trasladado a la Casa Blanca. El presidente Bush consultó la petición con el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, Colin Powell, y más tarde dio orden al secretario de Defensa Cheney para que le brindase a Busby todo lo que necesitara.

Ochenta hombres en excelente forma física y con ropas civiles fueron recibidos en el aeropuerto de El Dorado por funcionarios diplomáticos de rango medio. Se desplazaron hacia el centro de Bogotá con rapidez, por carreteras que durante el día habrían estado atascadas de tráfico. El embajador Busby, Toft y Wagner los esperaban en la cámara acorazada de la quinta planta. Busby y Boykin eran viejos amigos, y después de unos pocos minutos de charla personal, el embajador comenzó a relatar la situación. En el mejor de los casos, se la podía calificar de «confusa». Los hombres del coronel Boykin habían aceptado la misión con el aliciente de ir tras el capo ellos mismos, especialmente teniendo en cuenta los lamentables antecedentes de los colombianos en los meses anteriores a su rendición. La especialidad de la Fuerza Delta eran los ataques rápidos, mortíferos y preferiblemente a traición. Entrenaban constantemente y podían atacar cualquier blanco en cualquier sitio y a cualquier hora del día. Sus órdenes típicas solían responder a las preguntas
quién
y
por qué,
pero nunca
cómo.
Su comandante, el general William F. Garrison, era un veterano de aquel tipo de operaciones encubiertas desde que en Vietnam trabajara en el programa Phoenix, cuyo objetivo era asesinar líderes del Vietcong como represalia a las muertes de jefes de aldeas que no se mostraban entusiasmados por el comunismo. A Garrison no le temblaba el pulso a la hora de realizar una misión asesina, pero el plan de la Fuerza Delta había sido vetado por el comandante del Ejército de la Zona Sur, el general (George Joulwan, cuando éste y Boykin se encontraron antes de autorizar el despliegue de la unidad de élite.

—No, vosotros no lo vais a hacer—le había insistido el general Joulwan al coronel Boykin.

Joulwan conocía de sobra a aquellos hombres y cuán fácil era volar por debajo del radar del Estado Mayor para tipos como ellos —especializados en operaciones de las que nunca existieron— y, además, sabía cuánto deseaban ellos mismos sacar de circulación a Pablo. En lo que a él concernía, el escándalo político y legal que sobrevendría a tal misión eclipsaría todos los beneficios de realizarla.

No obstante, si los colombianos recibieran el entrenamiento, el apoyo de los servicios de inteligencia y después salieran y mataran a alguien mientras buscaban a Escobar, los militares norteamericanos habrían actuado dentro de los límites de la ley. Oficialmente, los efectivos de la Fuerza Delta no participarían en asaltos: lo que el general Joulwan quería era que sus hombres fueran y les enseñaran a la policía colombiana cómo atrapar a aquel hijo de perra.

Busby ilustró la urgencia de la situación. Él y su particular equipo de diplomáticos habían estado trabajando cuarenta y ocho horas seguidas desde que Pablo se fugara. Steve Murphy —el agente de la DEA que había desgastado su diccionario bilingüe de tanto traducir artículos— había subsistido a base de café y rosquillas y sin dormir durante tantas horas que, al sentir las curiosas palpitaciones de su corazón, se tomó un descanso para hacerse una revisión cardíaca en la enfermería de la embajada. Le advirtieron que redujera el consumo de azúcar y de cafeína.

Hacía cuatro días que Pablo andaba libre y ya estaría reuniendo los medios para sobrevivir en la clandestinidad. Si no lo capturaban pronto, o sea, en el siguiente par de días, las autoridades se verían ante una tarea aún más difícil.

Al día siguiente, un lunes, el coronel Boykin y el embajador partieron para entrevistarse con el presidente Gaviria e informarle que Estados Unidos ofrecería dos millones de dólares de recompensa por cualquier información que ayudase a las autoridades a capturar a Escobar. Cuando éstos se fueron, dos oficiales de alto rango acudieron a reunirse con los norteamericanos recién llegados; se trataba del coronel Luis Montenegro y del teniente coronel Lino Pinzón, escogido para dirigir la búsqueda.

—Usted se quedará con estos hombres; ellos le ayudarán a localizar a Escobar —le dijo Montenegro al remilgado teniente coronel Pinzón.

Para evitar avergonzar a los oficiales colombianos, que los superaban ampliamente en jerarquía, los efectivos de la Fuerza Delta aumentaban sus rangos. Gary Harrell, uno de los combatientes más afamados del Ejército norteamericano, ostentaba el rango de teniente coronel y su personalidad agresiva complementaba su físico de gladiador. Harrell era un campesino, un hombre de estilo directo y contundente y con un apretón de manos inverosímil. Lo presentaron a los colombianos como «el general Harrell», pues era capaz de llenar la habitación con su seguridad, su liderazgo y su contagiosa capacidad de motivar a sus hombres hasta lograr que hiciera lo que antes habían creído imposible. El encuentro entre Harrell y Pinzón fue un fracaso, agravado además por la negativa de los norteamericanos a permitirle a Pinzón acceder al centro de operaciones ubicado dentro de la cámara blindada. Sin embargo, aquello no molestó a Montenegro, que estaba encantado de recibir el apoyo de los norteamericanos. Montenegro no dejaba de repetir: «No me dejen solo»; pero Pinzón se sintió ofendido. Pinzón era un hombre de aspecto digno y elegante, que siempre llevaba su pelo canoso recién cortado. Se le atribuía un cierto don para seducir a las mujeres, jugaba bien al tenis y en su equipo de asistentes siempre tenía a una manicura y a una pedicura. Los agentes de la DEA que habían trabajado con él veían en Pinzón a un dandi astuto, con más interés en ascender que en cumplir con su deber, pero no les caía mal. Sin embargo, aquellos delicados rasgos de personalidad eran anatema para los hombres de la Fuerza Delta, que de inmediato catalogaron a Pinzón de «funcionario»; es decir, el tipo de oficial que se contentaba con la imagen de alguien que hace su trabajo pero que no se ensucia las manos. Harrell era un hombre que respetaba únicamente los resultados, con el legendario desprecio de su unidad por el rango o los privilegios de la oficialidad. Si alguna vez hubo dos hombres destinados a colisionar, eran aquellos dos.

A Pinzón y a Montenegro se les avisó que la embajada había encontrado a Pablo en una finca en la cima de un cerro de Tres Esquinas. Aquello no convenció a Pinzón. Su propio servicio de inteligencia le había informado de que Pablo aún se encontraba en las inmediaciones de la cárcel, probablemente bajo tierra. Pero Montenegro estuvo de acuerdo en que si llegase a interceptarse otra llamada proveniente del mismo sitio, las fuerzas comandadas por Pinzón tendrían que prepararse para actuar. Cuatro miembros de la Fuerza Delta los acompañarían para prestar su ayuda en el ataque.

Uno de los primeros efectivos de la Fuerza Delta que acudiría a Medellín sería un hombre al que los colombianos conocerían como «el coronel Santos», pues ninguno de los militares destinados a la operación utilizó su nombre verdadero. Mientras Boykin era el comandante en jefe y Harrell estaba a cargo de las operaciones en Medellín, fue Santos, con rango de sargento brigada, quien acabaría quedándose durante la mayor parte de la cacería humana y supervisando los efectivos de la Fuerza Delta y de los SEAL que entraban y salían en constante rotación. Santos también actuaba de enlace entre la embajada y el Bloque de Búsqueda. Era un hombre esbelto que había crecido en Nuevo México hablando castellano e inglés, un ex deportista y atleta estrella con un físico privilegiado. Santos había sido uno de los primeros candidatos aceptados para la Fuerza Delta cuando ésta se formara en 1978, y el primer miembro de origen hispano.

En la que sería la última entrevista antes de ingresar en la unidad, el general Charlie Beckwith había intentado picarlo.

—Joder, sargento, ¿así que es un «espalda mojada»
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? ¿Qué le hace pensar que seríamos tan tontos como para elegir a alguien como usted para una unidad de élite como ésta? Usted no es norteamericano, ¡es un puñetero azteca!

Aunque Santos sabía que estaba siendo provocado deliberadamente, el insulto le tocó una fibra muy íntima.

—Nací y me crié en el sistema norteamericano y soy un ciudadano norteamericano, señor —dijo con calma.

—Vale, sargento —dijo el otro oficial allí presente (el comandante del escuadrón, el coronel Lewis H.
Bucky
Burruss)—. ¿Y si le dijera que lo ha hecho muy bien, pero que hemos decidido no aceptarlo? Si de verdad quiere entrar en la unidad, tendrá que volver a hacer todas las pruebas de nuevo, ¿está dispuesto, sargento?

—Sí, señor.

—¿Por qué?

—Porque quiero servir en una unidad como la suya, señor.

—Bien, sargento azteca, faltan tres días para que llegue la nueva tanda de reclutas —dijo Beckwith—. Prepárese, va a hacer las pruebas de nuevo. Puede retirarse.

Santos salió de la habitación, en silencio pero temblando. Las pruebas físicas de selección habían sido las más arduas que había pasado en su vida. El panorama de tener que volver a repetir todo aquello era desalentador e indudablemente injusto. Todavía se encontraba en el pasillo intentando poner aquellos sentimientos en orden cuando la puerta del despacho se abrió una vez más y le ordenaron que se volviera a sentar.

—Muy bien, sargento —dijo Beckwith—. Ha sido aceptado. No tendrá que volver a hacer las pruebas.

La tarde del día siguiente, Santos y otro soldado se embarcaron hacia Medellín en un avión cargado hasta el techo de material secreto de alta tecnología, equipos GPS de posicionamiento por satélite, sistemas de exploración infrarrojos y cámaras de vídeo con teleobjetivo para vigilancia a distancia (nocturna y diurna). La idea era unirse a las fuerzas colombianas, localizar exactamente el sitio del que provenían las llamadas utilizando las coordenadas suministradas por Centra Spike, colocar las cámaras en posición y comenzar la vigilancia con la esperanza de que hubiera algún indicio de la presencia de Pablo. El sistema electroóptico de exploración infrarroja descubriría el interior de la vivienda y enviaría las imágenes térmicas a tiempo real al Bloque de Búsqueda; cualquier duda que la policía colombiana tuviera sobre el blanco se disiparía.

Santos y su compañero descargaron todo el equipo en el extremo más alejado de la pista de Rionegro, un aeródromo perdido en las afueras de Medellín. Se suponía que habría agentes de la policía esperándolos; sin embargo, al llegar Santos y su compañero, la pista estaba desierta. Los dos norteamericanos se sentaron sobre su equipaje millonario y esperaron.

Media hora después, los dos militares comenzaron a inquietarse. No era el mejor auspicio: allí estaban, dos militares extranjeros en misión secreta, con los equipos más sofisticados de su unidad, desarmados, sin escolta, en el corazón del territorio narco, sin una mísera radio... Ni siquiera se habían puesto de acuerdo en qué decir para ocultar su verdadera identidad. Los integrantes del Bloque de Búsqueda tardaron horas en recogerlos: se habían equivocado de aeródromo.

La Escuela Carlos Holguín, una antigua academia de entrenamiento de la policía, situada en la ladera de una zona residencial con vistas a la parte oeste de la ciudad, contaba con amplias instalaciones y abundantes zonas verdes, rodeadas de altas cercas y alambradas de espino. Allí pasaron la noche Santos y su compañero, en sacos de dormir echados en el suelo de uno de los almacenes de la academia.

Por la mañana, Santos se entrevistó con el coronel Pinzón y en ese corto lapso quedó muy claro que Pinzón no estaba contento de verlo. El teniente coronel del Ejército de Colombia daba la impresión de juzgar el apoyo de la Fuerza Delta como un insulto a su capacidad de liderazgo y una amenaza a su carrera. Y cuando el «general» Harrell apareció por la tarde, las cosas se pusieron aún más tensas.

Javier Peña, un agente de la DEA ya veterano en Colombia y que había tratado regularmente con Pinzón, era un temerario y un jovial entrometido que se mantenía al tanto de todo lo que sucediera y un chicano
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de Austin, estado de Texas, que sirvió durante un tiempo como el único agente de origen hispano de la DEA en Medellín. «Hombre, sí que se podría decir que estaba ocupado», solía decir. Bajo y de gran bigote, era un tipo que amaba su trabajo de policía secreto y competía con las esponjas por su capacidad de absorber, en este caso, información. Cuanto más peligroso era su trabajo, más parecía gustarle. Él y Santos se cayeron bien de inmediato, y además eran los únicos que hablaban un español fluido. El primer día de su encuentro, Peña se llevó a Santos a un sitio apartado de los demás y le dijo:

—Santos, esto va fatal, tío, desde que llegasteis actuáis como si fuerais los dueños del país. Y después queréis hacer las cosas a vuestro modo, y Pinzón y el coronel [Harrell] ya están a punto de liarse a puñetazos.

Pero Pinzón y Harrell no podían librarse el uno del otro. La Fuerza Delta puso en posición a dos de sus hombres en la torre de observación que el propio Pablo había construido en La Catedral por su vista panorámica de la totalidad del valle urbano de Medellín. Uno de ellos, el sargento brigada Joe Vega, un levantador de pesas de anchas espaldas y cabello negro, grueso y largo, en Colombia detentaba el falso rango de capitán. La Catedral ya era territorio ocupado por la policía colombiana, que se había mudado y vivía allí a todo lujo. Y como era de esperar, en la suite de Pablo se había aposentado el comandante del destacamento. El «capitán» Vega tenía a su disposición un teléfono móvil, un ordenador portátil para ayudarlo a corregir las coordinadas de Centra Spike en el mapa, una cámara de vídeo de 8 mm provista de varias lentes de gran aumento para acercarse visualmente al objetivo, y un dispositivo para captar imágenes infrarrojas y poder transmitírselas a Harrell y a Santos, que se encontraban en su nueva base, en la academia de policía de Holguín. A partir de entonces aguardarían hasta que Pablo hiciera una nueva llamada.

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