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Authors: Mark Bowden

Matar a Pablo Escobar (25 page)

BOOK: Matar a Pablo Escobar
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Durante la noche anterior en la embajada de Estados Unidos, mientras el pulso de poderes aún se mantenía, Toft, el jefe de la DEA en Colombia, había estado más entusiasmado que alarmado por los acontecimientos. Toft era boliviano de nacimiento, un hombre alto, fibroso, cuyo rostro curtido surcaban hondas arrugas; un incansable jugador de tenis de cabello corto y de punta, que cultivaba su llamativo aspecto de tipo duro, gracias a su chamarra de cuero y la pistolera que llevaba en el cinturón. Toft había crecido en la zona de la bahía de California y comenzó su carrera como oficial de Aduanas. Había sido uno de los primeros designados para integrar la DEA cuando ésta fue creada en 1973. Fue uno de sus primeros agentes destinados en el extranjero. Trabajó en Roma y en Madrid antes de regresar a Estados Unidos para hacerse cargo de las operaciones en Latinoamérica. Su reputación era la de un tipo ambicioso y temerario, uno de esos hombres que agradecen las misiones peligrosas, por lo que se lo consideró la persona indicada para el puesto en Bogotá. Se trataba de la capital mundial de la cocaína, la primera línea en la guerra contra el narcotráfico. Toft se embarcó en ello a pesar del riesgo. Su matrimonio había fracasado poco antes de partir hacia Colombia, por lo que se embarcó a sus tareas sin responsabilidades emocionales, protegido en sus horas de sueño por puertas reforzadas con acero y una pistola automática, que descansaba a su lado. Para los burócratas de Washington, la guerra contra el narcotráfico era una expresión abstracta, un juego de cifras, de toneladas incautadas y traficantes a quienes se podía imputar; pero, para Toft y los suyos, la guerra era de verdad, con balas y sangre. Toft supo que la huida de Pablo de La Catedral significaba una oportunidad que volvía a hacer del capo un blanco legítimo. Y el jefe de la DEA era el tipo de persona a la que ir detrás de la presa le hacía hervir la sangre. Si Gaviria no capitulaba, irían a por Pablo hasta el final. En un cable al cuartel general de la DEA en Washington, DC, horas antes de que recibiera la confirmación de que Pablo había escapado, Toft había escrito:

El BCO (Bogotá Country Office/ Embajada de Estados Unidos) cree que quizá Escobar en esta ocasión haya sobrepasado sus propios límites de ilegalidad, colocándose en una posición extremadamente precaria.

Puede que su descaro y audacia se conviertan en la causa de su caída.Aunque por otra parte, en el pasado, el GDC (Gobierno de Colombia)siempre ha cedido a las demandas de Escobar. La actual situación le brinda al GDC una oportunidad de demostrar su implicación para llevar a todos los narcotraficantes ante la justicia, entre ellos al más notorio y peligroso hasta la fecha, Pablo Escobar.

Gaviria se había visto suficientemente insultado y avergonzado como para decidirse a acabar la tarea que tenía frente a sí, sin importar cuán difícil o desagradable pudieran ponerse las cosas. Gaviria les dijo a los norteamericanos que, en lo que a él concernía, ellos tenían carta blanca para actuar. Pese a las barreras constitucionales que impedían el despliegue de tropas extranjeras en territorio colombiano, afirmó que aceptaría toda la ayuda que los norteamericanos pudieran ofrecerle.

—Nos encontramos en una fase crítica —le comunicó al embajador—. Ayúdennos a cogerlo cuanto antes.

Sin saberlo, Pablo les había hecho un favor a sus enemigos. Estaba imputado por tres causas distintas en Estados Unidos. El Departamento de Justicia del Gobierno de Bush había resuelto que las Fuerzas Armadas de Estados Unidos gozaran de la autoridad para arrestar a ciudadanos extranjeros y traerlos de vuelta a Estados Unidos con el fin de procesarlos (ya lo habían hecho con Manuel Antonio Noriega, el dictador y narcotraficante panameño). Desde hacía varios años atrás, Colombia había aceptado entrenamiento militar para sus tropas y unidades de vigilancia electrónica e intercepción de comunicaciones, las que incluían a Centra Spike. Pero la ayuda militar siempre se había mantenido al margen y había sido muy discreta. Lamentablemente ya existía suficiente resentimiento histórico por el poderío omnipresente de los Estados Unidos en Centro y Suramérica, y sus caprichosas intervenciones. De este modo, que saliera a la luz la presencia militar norteamericana podría tener graves consecuencias políticas para Gaviria.

La ayuda solicitada se necesitaba pronto. Si no se capturaba a Pablo antes de que tuviese oportunidad de hacerse fuerte en su papel de fugitivo, la búsqueda podría alargarse durante meses, quizás años. Había pasado toda una vida haciendo conexiones criminales, y tenía recursos prácticamente ilimitados. Y donde su popularidad no le aseguraba lealtad^ su riqueza y su violenta reputación sí lo hacían. Arrellanado en Medellín, su ciudad natal del departamento de Antioquia, se convertiría en el rey del monte.

Al igual que Toft, el embajador Busby se relamía ante la oportunidad que la huida de Pablo le brindaba. Era el tipo de misión para la que él había nacido. En los comienzos de su carrera, había sido militar y se había unido a la Armada tras graduarse en el Marshall College como profesor de educación física. Busby había combatido con una fuerza de operaciones especiales anterior a los SEAL, el cuerpo de élite de la Armada norteamericana. No obstante siempre se le presentaba como «un ex miembro de los SEAL», un error que corregía apenas podía pero que agregaba un aura de mito a su oficio de combatiente. Lo cierto era que Busby mantenía un contacto estrecho con las fuerzas de élite norteamericanas, aunque aquella relación no se apoyaba en sus años de uniforme, sino en los años que había ejercido de embajador itinerante en el área de actividades antiterroristas del Departamento de Estado; un trabajo que implicaba la coordinación de acciones diplomáticas ortodoxas y operaciones militares encubiertas en todo el mundo. Busby era un militar que había adoptado la diplomacia como segunda vocación, y aquellas dos visiones hacían de él una nueva especie de diplomático.

En él, los colombianos veían al Tío Sam sin perilla. Alto y bronceado, de cabello rubio y cano, de brazos largos y fuertes y manos propias de un carpintero experto, le encantaba navegar por las aguas de la bahía de Chesapeake. Durante su primera semana en Bogotá*, la revista
Semana
publicó un artículo sobre él, que iba acompañado de su foto: una instantánea de cuerpo entero que ocupaba toda la página y en la que miraba a cámara como si dijera: «Señores, conmigo no se juega». El reportaje insistía en la idea de que Estados Unidos no había mandado a un diplomático sino a un guerrero. La intención no había sido halagarlo, pero Busby lo tomó como tal.

El recientemente elegido presidente de Colombia compartía la opinión del norteamericano. Gaviria le preguntó a Busby en su primer encuentro si había leído el artículo. Busby contestó que sí.

—Déjeme que le diga algo —exclamó Gaviria—, usted es precisamente lo que necesitamos.

El presidente y el artículo habían dado en el clavo. La diplomacia y la guerra nacen de diferentes fuentes filosóficas. La premisa subyacente de la diplomacia es que la gente, independientemente de sus diferencias, se mueve por sus buenas intenciones y pueden trabajar juntas. La guerra se fundamenta en la maldad insoluble: con ciertas fuerzas no se puede ser conciliador, tienen que ser vencidas. Busby podía elegir entre ambas, pero si el conflicto llegaba a mayores tenía las agallas para tomar decisiones terminantes. Había algo en él que reflejaba la simplicidad moral de la confrontación. Se sentía un patriota, era un creyente, y pocas circunstancias a lo largo de su carrera estaban tan bien definidas como el reto que representaba el hombre que él mismo consideraba un monstruo: Pablo Escobar.

6

El día que Pablo Escobar salió caminando de su propia cárcel, los hombres de Centra Spike ya se hallaban una vez más en Estados Unidos. Habían estado residiendo en Bogotá esporádicamente, bajo nombres diferentes durante más de dos años. Desde que Pablo se autoexiliara en La Catedral el año anterior, la intensidad de la violencia de los narcos había disminuido, y la urgencia de la misión de Centra Spike en Colombia había perdido ímpetu. Así que después de años de ir y venir al trabajo siguiendo rutas deliberadamente distintas en coches blindados pero en apariencia corrientes; después de años enteros de cambiar de casa cada pocos meses, de subir por escaleras de servicio a apartamentos vacíos, protegidos como pequeños búnkeres, el mayor Steve Jacoby había aprovechado aquellos meses de inactividad para ir retirando a sus hombres y el equipo de su unidad de Colombia. Tanto el equipo electrónico como las esposas distantes habían sufrido desgaste y necesitaban de reparaciones.

Pero la nueva orden llegó, tan inesperada como solía llegar siempre, a uno de los abultados STU-3: un radioteléfono de frecuencia segura que los operadores de Centra Spike llevaban a todas partes como un grillete encadenado al tobillo.

—Pongan el tinglado en orden y vuelvan a Bogotá.

Cuando entraba la llamada de su jefe, los hombres de Centra Spike hacían las maletas, pedían disculpas a sus mujeres y se marchaban al aeropuerto más cercano.

En aquella ocasión Centra Spike era sólo una pequeña parte de las fuerzas llamadas a participar. Cuando a Washington llegó la voz de que Gaviria había dado carta blanca para que los norteamericanos interviniesen, hasta los perros callejeros de la capital quisieron unirse a la partida. Desde que el capo hiciera saltar en pedazos el vuelo de Avianca, se había convertido en uno de los criminales más buscados del mundo. Hasta se rumoreaba que los sicarios de Pablo planeaban una ola de atentados con bombas en Estados Unidos y que incluso la vida del presidente corría peligro.

Aparte de tales preocupaciones inmediatas, la guerra contra el tráfico de drogas se había transformado en un asunto prioritario para la seguridad nacional. En septiembre de 1989, el secretario de la Defensa, Dick Cheney, había enviado un memorando a todos los altos mandos de las Fuerzas Armadas instándoles a que definieran la campaña contra el narcotráfico como una «misión de alta prioridad y de interés nacional». El memorando requería de ellos que presentaran sus planes para una intervención militar; una oportunidad única para que las Fuerzas Armadas y servicios secretos intentaran redefinir sus actividades en el cambiante y competitivo panorama de la geopolítica. Al tiempo que la amenaza del comunismo mundial se evaporaba, los servicios de espionaje norteamericanos se veían a sí mismos como mano de obra de alto coste, extremadamente cualificada, pero falta de un papel que interpretar. Y no hacía falta ser un genio para prever los inmensos recortes de presupuesto que asomaban por el horizonte del Pentágono, la CÍA y la NSA.
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Y la única manera de asegurarse la supervivencia en aquel proceso de reducción pasaba por demostrar cuan vital se era en aquella nueva lucha. Pero no todos los generales del Pentágono ni los altos mandos de la CÍA sentían el mismo entusiasmo al involucrarse en la guerra contra el narcotráfico: muchos lo consideraban una empresa cara, difícil y en última instancia inútil. Sin embargo, cazar a Escobar despertaba otras reacciones: Pablo era un nuevo tipo de blanco para el nuevo mundo que surgía, un narcoterrorista
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. Cada servicio de inteligencia, secreto o no, se propondría demostrar su máxima flexibilidad y astucia ante el nuevo enemigo. Pablo puso en bandeja una prueba a los servicios norteamericanos; una oportunidad para que demostrasen, a los demás y a sí mismos, su valía. Todos querían su trozo del pastel: la CÍA, la NSA, el FBI, la ATF (la Administración para el consumo de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego), la DEA, y sin olvidar al Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea.

El mayor Jacoby regresó a Bogotá al día siguiente, el 23 de julio de 1992, y se incorporó a la reunión que había organizado el embajador Busby en la cámara acorazada de la quinta planta. Busby no tenía cara de haber dormido.

—¿Cuánto tiempo calcula que le llevará encontrarlo? —preguntó el embajador.

A Centra Spike nunca le había llevado más de cuarenta y ocho horas. Recordando la primera guerra contra Pablo, llegaron a la conclusión de que encontrarlo no era el problema, la parte difícil era lograr que los colombianos se decidieran a actuar. Los norteamericanos no tenían ningún respeto por la policía o el Ejército colombiano (de hecho, tras la fuga de Pablo en la embajada se contaba un chiste nuevo: «¿Cuántos colombianos hacen falta para dejar escapar a Pablo Escobar? Cuatrocientos. Uno abre la puerta y los otros trescientos noventa y nueve lo saludan»).

«Por muy buena que sea la información con la que contemos, y lo mucho que lo intenten los nuestros, no pueden estrechar el cerco de esos últimos mil metros —explicó Jacoby—. Y los colombianos no lo van a hacer.»

Busby contó los recursos que tenía a mano. La CÍA recogía información a largo plazo, ése era su fuerte, no las operaciones especiales. La DEA era un cuerpo policial, lo suyo eran las calles, los soplones y estructurar un caso para que se sostuviera en un tribunal. El FBI, en el extranjero, sólo actuaba como enlace. Lo que hacía falta en aquel caso eran cazadores de hombres: la Fuerza Delta, la unidad de élite del Ejército, especializada en operaciones antiterroristas. Busby la conocía debido a los años que pasó en el puesto de embajador itinerante dentro del área de actividades antiterroristas. No había nadie en el mundo que pudiera planear una operación precisa, eficaz y mortal mejor que aquellos tipos. Las leyes de Colombia prohibían el despliegue de tropas extranjeras en suelo colombiano y, ciertamente, sería llevar demasiado lejos la invitación de Gaviria, pero el embajador supuso que los colombianos accederían. La Fuerza Delta era una unidad lo suficientemente subrepticia como para que la prensa colombiana nunca se enterase de su participación. Sin embargo, Busby no estaba tan seguro de lo que opinarían sus compatriotas. Presentía que no sería muy factible que el general Colin Powell, jefe supremo de las Fuerzas Armadas norteamericanas, lo autorizara.

—Nos harían falta tipos de la Delta, pero nunca lo permitirán —dijo Busby.

—¿Por qué no? —replicó Jacoby—. Creo que usted se equivoca. Si lo pide, se lo concederán.

Es más, el general Wayne Downing, jefe del Comando de Operaciones Especiales, ya había expresado su interés en una misión parecida algunos años antes. En el cuartel general de Fort Bragg en 1989, le había preguntado a uno de los hombres de Centra Spike que le describiera el tipo de misiones que la Fuerza Delta podría realizar en Colombia.

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