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Authors: Mark Bowden

Matar a Pablo Escobar (36 page)

La actitud de Gaviria ante la necesidad de transmitir un mensaje a Los Pepes a través de un importante mando de la policía, indica que el presidente creía que la oficialidad de la policía era un canal de comunicación con Los Pepes.

El mensaje llegó a su destino. Al día siguiente de que Gaviria lo enviara, Los Pepes anunciaron que el grupo se disolvería. Sin embargo, el escuadrón de la muerte prosiguió con sus salvajes tareas, y la evidencia de un vínculo directo entre Los Pepes, el coronel Martínez y el Bloque de búsqueda no dejaba de aumentar. Busby escribía:

El 29 de julio el fiscal general De Greiff comunicó al embajador que la fiscalía poseía la suficiente información para expedir órdenes de captura contra el comandante de la fuerza operativa de Medellín, el coronel Hugo Martínez, contra un mayor y contra cuatro o cinco oficiales de menor rango. Los cargos incluían corrupción, narcotráfico y una serie de violaciones de los derechos humanos, tortura y muy posiblemente asesinato. Según De Greiff, había testigos «muy buenos» [...]. De Greiff afirma que mientras que algunos miembros del Gobierno sospechaban que Los Pepes pudieron haberse formado con el apoyo tácito de la policía de Medellín,y que el Bloque de Búsqueda estaba cooperando con Los Pepes al compartir información, «éstos llegaron demasiado lejos». Recordó que después de los primeros ataques inofensivos a fincas y a apartamentos en el mes de marzo, Los Pepes comenzaron a perseguir y asesinar a figuras clave del cártel de Escobar. A esas alturas, siempre según De Greiff, ciertos oficiales de la policía estaban demasiado involucrados con Los Pepes como para retirarse. Los testimonios de los testigos indican que no sólo ciertos miembros del Bloque de Búsqueda y Los Pepes llevaban a cabo operaciones conjuntas (algunas de las cuales derivaban en secuestros y probablemente en asesinatos), sino que eran los líderes de Los Pepes, más que la policía, quienes tenían la última palabra.

Gaviria había intervenido para evitar el arresto de Martínez y sus hombres por miedo a que «la policía no obedeciera» la orden, explicaba el cable. Al presidente le preocupaba que un escándalo público que involucrara al coronel y al Bloque de Búsqueda acabara definitivamente con la búsqueda de Pablo, concediéndole otra victoria más al capo. «Sería terrible que después de todas las muertes y la agitación que se desencadenó en el país, Escobar saliera victorioso», enfatizaba Gaviria en el cable. No obstante, el presidente había prometido que tarde o temprano se procesaría a Martínez y a los demás inculpados, «aunque se hayan convertido en héroes nacionales».

El embajador Busby escribió que personalmente había alentado a De Greiff a tomar acciones inmediatas contra Martínez: «si la evidencia era cierta [...] la investigación seguiría su curso y el GDC mantendría la unidad del Bloque de Búsqueda». Si «los oficiales deshonrados» conservaran sus puestos, «no tendríamos otra opción que restarle nuestro apoyo a la fuerza operativa». El cable concluía de la siguiente manera:

Las sutiles amenazas de restar nuestro apoyo si no se tomaban medidas inmediatas parecen haber sido escuchadas [...]. Los sicarios de Escobar tienen muchas razones para odiar a Martínez y al Bloque de Búsqueda, y no dudarían en mentir si consideraran que así pudieran vengarse. Sabemos que Escobar ha intentado demostrar los vínculos entre el Bloque de Búsqueda y Los Pepes en el pasado, y esto podría ser parte de una nueva campaña. Por otra parte, es difícil creer que los policías que han intentado durante años pescar a Escobar sin lograrlo y que han presenciado el derramamiento de sangre de cerca, no se hayan visto tentados a adoptar «la postura más fácil». Como lo hicieran Los Pepes, con el apoyo del cártel de Cali. Los puntos clave son: distanciarnos de los policías acusados —haciendo que los transfieran— hasta que el asunto se aclare, y continuar con la investigación.

El embajador no lo sabía, pero el Gobierno colombiano recibía consejos muy distintos de la DEA. Un día después de que Busby escribiera su cable, Toft, jefe de la delegación de la DEA en Colombia, y el agente Bill Ledwith se reunieron con De Greiff. Según un cable de la DEA que informó sobre aquel encuentro, ambos norteamericanos insistieron en que el coronel Martínez no debía ser relevado:

Es obvio que las implicaciones que penden sobre el Bloque de Búsqueda y el descrédito que sufriría el GDC de salir a la luz tal información acabarían con el Gobierno de Gaviria. Además, esa información podría ciertamente volver a elevar a Escobar al estatus de héroe nacional [...]. Cabe citar que la BCO [Bogotá Country Office/embajada de Estados Unidos] ha mantenido una larga y fructífera relación profesional con el coronel Martínez.

Los agentes de la DEA insistieron en el continuado servicio de Martínez en la campaña para capturar a Pablo, cómo había encabezado la primera guerra y cómo había sido llamado desde España para retomar el mando de las operaciones contra Escobar. Informaron a De Greiff de las penalidades que Martínez había sufrido, los atentados contra su persona y su familia, pero por encima de todo enfatizaron que Martínez obtenía resultados.

Es de sumo interés el hecho de que el coronel Martínez ha diezmado y prácticamente puesto de rodillas al cártel de Medellín. Hasta el día de hoy la BCO [Bogotá Country Office/embajada de Estados Unidos] continúa apoyando la gestión del coronel Martínez y de sus subordinados.

Y al parecer fue aquella la opinión que prevaleció. Martínez no fue transferido, ni él ni sus hombres fueron imputados por la vinculación del Bloque de Búsqueda con Los Pepes ni lo serían nunca. Sin tener en cuenta la inquietud expresada en el memorando del embajador Busby, la unidad de Martínez prosiguió, como si tal cosa, contando con el apoyo absoluto de Estados Unidos. El jefe de la DEA en Colombia, Toft, nunca informó al embajador Busby de su reunión con el fiscal general.

En el verano de 1993, a pesar de haber hecho pública su disolución, Los Pepes continuaron con sus sangrientos cometidos, a veces hasta grados perversos. El 14 de julio, un semental premiado propiedad de Roberto Escobar fue robado, y su jockey y su entrenador muertos a tiros. El semental de nombre
Terremoto,
un caballo que valía millones de dólares, fue encontrado tres semanas más tarde amarrado a un árbol al sur de Medellín, en perfecto estado de salud, pero castrado.

LA MUERTE

Octubre de 1993-2 de diciembre de 1993

1

El coronel Martínez no protestó cuando se enteró de que sus superiores tramaban reemplazarlo y que habían llegado incluso a elegir sucesor. Martínez, incluso, se ofreció a quitarse de en medio, pues al celebrarse el primer aniversario de la fuga de Escobar, las razones para abandonar parecían superar las razones para aguantar. El coronel José Pérez, su supuesto reemplazo, era un oficial respetado que había estado al mando de un programa de erradicación de plantaciones de amapola; lo que evidenciaba los buenos términos en los que se hallaba con la embajada de Estados Unidos. Martínez pensó que quizá por una vez le harían caso, que aceptarían su renuncia y que podría seguir con su vida. El coronel pidió ser transferido a Bogotá, aduciendo estrés producto de las largas separaciones de su familia, establecida de vuelta en la capital para mayor seguridad.

Pero el estrés no era únicamente una excusa. La cacería había causado estragos en las familias, y quizá la que más lo sufriera fuera la del coronel. Sus hijos habían sido forzados a abandonar la escuela durante largos períodos para ocultarse, y el coronel apenas veía a su esposa, que, comprensiblemente, lo culpaba de los problemas matrimoniales y los que surgían con sus hijos. A pesar de cuánto deseaba acabar la tarea que se le había encomendado, y de cuánto había de fracaso en la renuncia al puesto, el coronel lo habría hecho con gusto.

Pero una vez más su petición fue rechazada. Pérez nunca llegó, y la guerra siguió su curso. El coronel y sus hombres se habían trabado en una batalla a muerte con Pablo y sus sicarios. Cierto día se festejaba la confirmación de la muerte de un hombre de Escobar ante un prisionero. Éste, uno de los recientemente capturados sicarios del capo, mostró una gran tristeza. Martínez, que siempre se comportó como un hombre educado, se disculpó por la euforia, a lo que el prisionero respondió:

—No hace falta. Así reaccionamos nosotros cuando muere uno de los suyos.

El número de víctimas era escalofriante, pero la policía se podía permitir perder más hombres que Pablo. Llegado el verano de 1993,
e
^ otrora poderoso cártel de Medellín se encontraba arruinado. Las fincas de Pablo se hallaban vacías, saqueadas y quemadas. Su más preciada propiedad, la palaciega Hacienda Nápoles, había sido convertida en un cuartel general de la policía. Muchos de sus antiguos aliados, a cambio de que el Gobierno hiciera la vista gorda de su propio tráfico, lo habían abandonado y se habían ofrecido a desvelar información sobre su paradero. Pero el hombre en cuestión seguía prófugo, huyendo de escondite en escondite e intentando mantener unido un imperio que se desmoronaba.

Siempre hubo quienes se negaron a creer que, con todos los recursos y apoyos a su disposición, Martínez no hubiera encontrado a Escobar si de veras lo hubiera deseado. En un artículo de la revista
Semana
donde se hacía un sondeo entre los funcionarios del Gobierno para saber cuál era el motivo del fracaso del coronel, «la corrupción» fue la respuesta más repetida. La segunda razón era «la ineficiencia». Algunos de los oficiales de Martínez no dudaron en quejarse de que la frustrante e interminable búsqueda estaba arruinando sus carreras.

Los norteamericanos proveían dinero, asesoramiento e información, y su apoyo era lo que mantenía a Martínez al mando, pero así y todo, Martínez se sabía un sospechoso potencial ante los norteamericanos. A finales del verano de 1993, el «coronel» Santos, el oficial al mando de la Fuerza Delta en la Academia de Policía Carlos Holguín, y el agente Peña de la DEA, llevaron al coronel la grabación hecha por Centra Spike de una conversación por radio entre Pablo y su hijo. Martínez se entusiasmó, era la primera vez que oía la voz de Pablo en algo más de un año. Martínez quería que sus hombres la estudiaran y analizaran. Los gringos le permitieron oírla pero se negaron a dejarle una copia.

Martínez se enfadó profundamente. Peña y Santos se disculparon profusamente, pero estaban cumpliendo órdenes.

—Mire, coronel —le dijo Peña—, a mí esto me molesta tanto como a usted. Si de verdad le apetece echarnos de aquí, joder, échenos. Nos iremos ahora mismo.

Pero en secreto Peña le permitió al coronel hacer una copia de la cinta. Sin embargo, Martínez siguió enconado por el desaire oficial. Desde hacía ya mucho tiempo había aceptado la tecnología e incluso había permitido que en su unidad el papel secreto de los gringos se acrecentara. El 14 de julio, en la Academia de Policía Carlos Holguín, Martínez había conocido al coronel John Alexander del Comando Conjunto de las Fuerzas Especiales, con base en Fort Bragg, y había autorizado a Centra Spike montar un puesto de vigilancia electrónica en la zona residencial de Medellín para complementar las escuchas de las avionetas Beechcraft. Martínez demostró un alto grado de cooperación cuando Alexander le sugirió que la Fuerza Delta tuviera un papel más activo en la «búsqueda de objetivos y los consiguientes planes operativos». Incluso el embajador en persona se había citado con Martínez en su cuartel general el 22 de julio —el primer aniversario de la fuga de Pablo— para pasar revista a las instalaciones y recalcar el compromiso que Estados Unidos había asumido, sin olvidar que a los norteamericanos les urgía que la captura se concretase.

Martínez estaba dispuesto a todo. Si sus superiores no le permitían renunciar, la única salida consistía en encontrar a Pablo y acabar con el asunto de una vez por todas. Cuando se enteró de que una unidad especial de la policía había tenido éxito en las pruebas de un nuevo detector portátil para el rastreo de llamadas, también lo mandó pedir. Pero había un inconveniente: en la unidad de vigilancia electrónica servía su hijo Hugo.

—Envía la unidad, pero no quiero que vengas tú —le dijo el coronel a su hijo.

Martínez estaba al tanto del trabajo de su hijo desde hacía tiempo y, sin darlo a conocer, había intervenido personalmente para evitar que la unidad de vigilancia electrónica fuera destinada a Medellín. La tarea era demasiado peligrosa. Tanto ir y venir del vigilado cuartel general podría dar al traste con la tapadera, por lo que la unidad debería vivir y trabajar de paisano en la ciudad. Dado el precio que Pablo había puesto a la cabeza de cada policía de Medellín, y la recompensa aún mayor por liquidar a un miembro del Bloque de Búsqueda, Martínez temía poner a su hijo en tal peligro.

—Es mi unidad, papá.

—Envía a otra persona.

—No, estoy dispuesto a ir. Nos dará la oportunidad a mi equipo y a mí de ponernos a prueba.

—La verdad es que no quiero que vengas. Eres un blanco ideal para él.

—No, papá, de verdad quiero involucrarme. Quiero ir, de veras.

Hugo explicó que él, su madre y sus otros dos hermanos habían estado viviendo bajo el terror de Escobar durante años. Un ejemplo de ello fue la ocasión en que, sabiendo que su conversación estaba siendo grabada y que tarde o temprano llegaría a oídos del coronel, Pablo había dicho: «Coronel, lo voy a matar. Voy a matar a toda su familia hasta la tercera generación, y después voy a desenterrar a sus abuelos, les meteré unos cuantos tiros y los volveré a enterrar».

«He estado involucrado desde siempre», suplicó Hugo y agregó que de aquella manera al menos tendría la oportunidad de defenderse. De todos modos, tendrían que resolverlo por el bien de la familia. «Así no tendremos esto siempre sobre nuestras vidas. Podemos hacerlo juntos.» Hugo le aseguró a su padre que él era un componente fundamental de la unidad de vigilancia: «Sin mí, no será tan eficaz».

El aspecto del joven Hugo no correspondía al de su padre. El coronel era alto rubio y delgado, frente a su hijo, un muchacho bajo, robusto y de tez morena. Compartía el agudo intelecto del coronel, pero también era un visionario, un líder carismático: el tipo de hombre que podría convencer a otros para que lo siguieran aunque únicamente él supiera el destino. Y sin duda el coronel tenía también algo de aquel carisma. Había logrado mantener unido al Bloque de Búsqueda durante años de grandes dificultades, y motivar a sus hombres en pos de una tarea a todas luces irrealizable. El coronel era distante y mandaba a sus colaboradores por medio de una férrea disciplina y el ejemplo. Hugo, sin embargo, por el entusiasmo. Y cuando abundaba en temas técnicos, que a menudo únicamente él comprendía, Hugo se ruborizaba de placer. Cogía papel y lápiz, se ponía a garabatear diagramas de sus ideas, se levantaba, gesticulaba, explicaba, exhortaba... Se podría decir que su fe en la tecnología era casi religiosa.

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