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Authors: Mark Bowden

Matar a Pablo Escobar (44 page)

—Esos países nos han negado la entrada porque no conocen toda la verdad —dijo Pablo.

—Sí —respondió Juan Pablo mientras tomaba notas.

—Vamos a golpear las puertas de las embajadas de todo el mundo porque estamos dispuestos a luchar sin descanso —dijo Pablo y continuó—: porque queremos vivir y estudiar en otro país, sin guardaespaldas y a ser posible con identidades distintas.

—Ah, para que lo sepas, recibí una llamada de un periodista que sostenía que el presidente Alfredo Christiani de Ecuador, no, creo que es El Salvador...

—¿Sí? —lo apremió Pablo, consciente de que la conversación había durado varios minutos.

Veinte segundos era la norma. Pablo miró hacia la calle y a los coches que pasaban mientras escuchaba.

—Pues ha ofrecido darnos asilo. Oí el comunicado... El periodista me lo leyó por teléfono.

—¿Ah, sí?

—Dijo que si de algún modo ayudaba a pacificar el país, estaba dispuesto a darnos asilo, porque muchos países del mundo reciben a dictadores y a personas malvadas, ¿por qué no iba su país a recibirnos a nosotros?

—Bueno, pero ya veremos, porque ese país está un poco escondido.

—Pero al menos es una posibilidad y lo ha dicho el presidente.

—Mira, respecto a El Salvador...

—¿Qué?

—En caso de que pregunten, diles que la familia agradece las palabras del presidente, y que todo el mundo sabe que él ha llevado la paz a su país.

—Vale.

Pablo se quedó mirando por la ventana. Cuando Juan Pablo le leyó la pregunta acerca de las experiencias de la familia mientras estuvo bajo la protección del Gobierno, su padre le dijo:

—Ésa respóndela tú.

—«¿Quién pagó la manutención y el alojamiento, ustedes o la fiscalía?»

—¿Y quién los pagó?

—Nosotros —respondió Juan Pablo—. Pues, también había alguna gente de Bogotá a los que les pagaban (De Greiff], pero nunca lo gastaban todo porque nosotros comprábamos la comida, los colchones, los desodorantes, y casi todo.

Juan Pablo recitó un par de preguntas más pero su padre cortó abruptamente la conversación:

—Dejémoslo ahí.

—Sí, vale —dijo Juan Pablo—. Buena suerte.

—Buena suerte.

Según el detector, la señal provenía de un sitio que estaba justo delante de él. En la pantalla, la línea se alargaba y el pitido de sus audífonos se hacía más intenso a medida que subían por la calle. Continuaron hasta que la señal llegó al máximo y luego comenzó a perder algo de fuerza, así que dieron la vuelta y volvieron en sentido contrario más lentamente. La línea verde se alargó una vez más hasta tocar los bordes de la pantalla.

Hugo y su compañero se encontraban frente a una hilera de casas de dos plantas. Nadie podía saber en cuál se encontraba Pablo. Varias veces subieron y bajaron por la calle. Hugo dejó de fijarse en la pantalla y comenzó a observar las casas detenidamente, una por una.

Y entonces lo vio. Era un hombre gordo asomado a la ventana de la segunda planta. Llevaba el pelo negro, rizado y largo, y barba. Como una descarga de alto voltaje, lo que vio dejó a Hugo seco. Sólo había visto a Pablo en fotos y, salvo el bigote, siempre había estado bien afeitado, pero la policía sabía que se había dejado crecer la barba, y además hubo algo de la visión del hombre de la ventana que hizo que Hugo lo viera todo muy claro: el tipo estaba hablando por teléfono contemplando desde arriba el tráfico de la calle. El hombre se metió de pronto en la casa. Hugo creyó ver un gesto de sorpresa.

La cara de Pablo Escobar tomó forma lentamente en el cerebro de Hugo y por un segundo se sintió confuso e incrédulo: ¿Por qué justamente él? ¡Pero había sido él quien lo había encontrado!

Años de lucha, cientos de vidas perdidas, miles de redadas inútiles, incontables millones de dólares, de pistas falsas y de horas y hombres, todas las meteduras de pata, los fallos, las falsas alarmas... y allí estaba. Por fin. Un solo hombre en un país de treinta y cinco millones de habitantes, una tarea literalmente más difícil que la de encontrar aguja en pajar. Hugo había encontrado a ese hombre rico, despiadado y disciplinado, que por sí solo había tenido en su puño al submundo criminal de su país durante casi dos décadas; un hombre que, en aquella urbe de millones, era adorado como una leyenda. Hugo sacó medio cuerpo por la ventana y le gritó al segundo vehículo:

—¡Esta es la casa!

La vivienda se encontraba a mitad de la manzana. Hugo sospechó que la furgoneta blanca recorriendo lentamente la calle habría asustado a Pablo, así que le ordenó a su compañero que condujera hasta la esquina. A gritos por la radio pidió que lo comunicaran con su padre.

—¡Lo tengo localizado! —-le dijo Hugo a su padre.

El coronel Martínez supo que era cierto. Esas eran las tres palabras que no había oído nunca. Y supo que Hugo no las hubiera dicho si no lo hubiese visto con sus propios ojos.

—Está en aquella casa —había dicho su hijo.

Hugo le explicó a su padre que únicamente él y otro vehículo estaban en posición. Estaba seguro de que Pablo los había visto y que sus pistoleros no tardarían en llegar. Hugo quería salir de allí cuanto antes.

—¡No te vayas a mover de allí! —sonó el trueno de la orden del coronel a su propio hijo—. Parapétense delante y detrás de la casa y no lo dejen salir.

El coronel avisó a todas las unidades que se encontraban en la zona, inclusive aquellas que todavía seguían destrozando las puertas del edificio a pocas calles de allí.

Los dos compañeros de Hugo saltaron del coche y se colocaron a ambos lados de la puerta principal. Hugo dio la vuelta con la furgoneta y entró por el callejón, contando las casas dio con la parte trasera de la de Pablo. Muertos de miedo pero con las armas cargadas, esperaron.

Fueron unos diez minutos.

La puerta principal era pesada, de hierro. Martín, uno de los tenientes asignado al equipo de asalto del Bloque de Búsqueda, se plantó, alerta, mientras sus hombres golpeaban la puerta con una pesada masa de acero. Martín no se había puesto el chaleco antibalas aquel día, y durante unos segundos, mientras la masa percutía contra la puerta, sintió la ansiedad del arrepentimiento. Fueron necesarios varios golpes para derribar la puerta que los separaba de Pablo.

Martín entró corriendo en la casa, seguido de cinco hombres de su unidad. De inmediato comenzaron a sonar los disparos. En medio del barullo y la confusión, Martín hizo una veloz composición de lugar: planta baja... vacía como un garaje..., taxi amarillo al fondo..., escalera hacia la segunda planta... Al subir las escaleras, uno de los hombres tropezó y todos sus compañeros se detuvieron en seco: pensaron que le habían disparado.

Limón saltó desde la ventana de atrás al tejado apenas el equipo de asalto hubo irrumpido por el frente. La vivienda constaba de un tejado posterior rodeado de tres muros, y por la construcción misma de la casa se podía acceder a él dando un brinco de unos tres metros desde la ventana posterior. Limón saltó, cayó sobre las tejas y comenzó a correr, al punto los hombres del Bloque de Búsqueda desplegados en el callejón detrás de la casa abrieron fuego. Docenas de hombres con armas automáticas se habían apostado a todo lo largo de la calle, algunos de ellos de pie encima de sus vehículos para mejorar su posición de fuego. Un tirador incluso había trepado al tejado de la casa contigua.

Limón recibió varios impactos mientras corría, y su propia inercia, unida a la de los disparos, hizo que cayera del tejado al césped.

El segundo en salir fue Pablo. Se detuvo para quitarse las chanclas de dos patadas y luego saltó al tejado. Tras ver lo que le había sucedido a Limón, se mantuvo junto a uno de los muros, el cual le ofrecía algo de protección. El agente apostado en la casa de al lado no tenía el campo libre como para disparar, así que hubo una pausa en el tiroteo mientras Pablo se deslizaba hacia el callejón con la espalda pegada al muro. Ninguno de los policías en la calle podía verlo, pero al llegar al final del muro, Pablo reconoció su oportunidad.

Se dirigió hacia la cimera del tejado, con la intención de saltar y guarecerse al otro lado. La andanada de disparos fue atronadora, y antes de llegar a la cimera, Pablo cayó tendido boca abajo, desplazando varias tejas.

Pero los disparos continuaban. El equipo de Martín, que aún se encontraba dentro de la casa, comprobó que la primera planta estaba vacía. El teniente asomó la cabeza para echar un vistazo al tejado, atisbo un cuerpo, pero una nueva andanada de disparos hizo que tuviera que esconderse rápidamente otra vez. Los seis hombres se echaron cuerpo a tierra a esperar mientras los innumerables proyectiles que entraban por la ventana taladraban las paredes y el techo. Martín creyó que era el blanco de los guardaespaldas de Pablo y chilló por su radio: «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Necesitamos que nos cubran!».

En la calle y el callejón posterior todo el mundo estaba disparando hasta vaciar los cargadores y los mordiscos de los impactos iban deshaciendo rápidamente los muros que rodeaban el tejado donde yacía Pablo. A los hombres del Bloque de Búsqueda les llevó varios minutos darse cuenta de que ellos eran los únicos que estaban disparando, y finalmente los disparos cesaron.

El tirador del tejado gritó: «¡Es Pablo! ¡Es Pablo!». Y los hombres subieron a ver. Alguien encontró una escalera y la colocó debajo de la ventana desde la que habían saltado Limón y el capo y por ella bajaron los del equipo de asalto. El mayor Aguilar levantó el cadáver por el hombro y le dio la vuelta. La cara ancha y barbuda estaba hinchada, salpicada de humores, y coronada por una mata de rizos negros que chorreaban sangre. El mayor cogió la radio y habló directamente con el coronel Martínez, con tanto entusiasmo que hasta los efectivos que llenaban la calle lo pudieron oír:

—¡Viva Colombia! ¡Hemos matado a Pablo Escobar!

LAS SECUELAS

Según los policías allí presentes, al cruzar corriendo el tejado Pablo recibió los impactos de los hombres que disparaban desde el callejón y del mayor Hugo Aguilar, que se había subido al tejado de la casa contigua. El teniente Hugo Martínez, que observaba desde la calle, dijo que Pablo salió chillando: «¡Policías, hijos de puta!».

Habría sido un final digno de él, y hasta quizá sea cierto. Pero después de muchos años viviendo a la fuga, Pablo Escobar nunca se había enfrentado a tiros con sus perseguidores: siempre huyó. Su reacción habitual cuando la policía le caía encima era desaparecer por la puerta trasera o, como en este caso, por la ventana, y cuanto más rápido mejor. Nunca había intentado emprenderla a tiros pues sabía lo inútil —de hecho, fatal— que había resultado para tantos de sus sicarios. Es posible que Pablo se diera cuenta de que estaba rodeado y que, habiendo visto morir a Limón, decidiera jugársela y defender su vida a disparos. Sin embargo, que Pablo hubiera salido a tiro limpio, como el malo de una película de vaqueros, habría tenido muy poco que ver con el Pablo real.

La autopsia reveló que Pablo recibió tres disparos. Uno atravesó su pierna derecha; entró por detrás algo más arriba de la articulación y salió por delante de la extremidad unos cinco centímetros por debajo de la rótula. Otro proyectil lo alcanzó en la espalda por debajo del omóplato derecho y se alojó en el cuerpo. El tercer disparo dio en el centro de su oreja derecha y el orificio de salida se abrió unos centímetros por delante de su oreja izquierda, atravesándole el cerebro.

Es muy probable que los dos primeros impactos lo hubiesen tumbado, pero no lo habrían matado. El tercero, sin embargo, acabó con él instantáneamente. Así que los tres proyectiles impactaron contra él al unísono o el disparo fatal fue hecho una vez que Pablo hubo caído. Darle de lejos a un hombre que escapa corriendo en el orificio del oído demuestra una extraordinaria puntería o muy buena suerte; pero fue un disparo igual de sorprendente el que mató a Limón, que quedó seco tras recibir un impacto en mitad de la frente. Es decir, lo más probable es que ambos hombres fueran abatidos de sendos disparos a la cabeza cuando ya estaban heridos.

El coronel Martínez señaló que un disparo hecho desde noventa centímetros habría dejado quemaduras y restos de pólvora en la piel de Pablo (marcas que no aparecieron en las fotografías de la autopsia). Sin embargo, un disparo hecho desde una distancia de noventa a ciento veinte centímetros coincide perfectamente con la distancia de un «tiro de gracia» descerrajado por un hombre de pie a un hombre tendido en el suelo. Una prueba de un disparo hecho a aquella distancia sería un chorro de sangre. Curiosamente, horas después del tiroteo, el agente Steve Murphy recuerda haber visto a un miembro del Bloque de Búsqueda intentando vender su camisa y sus pantalones a doscientos dólares por estar salpicados de la sangre de Pablo.

Matar a Pablo había sido el objetivo de aquella misión desde el comienzo. Nadie quería ver a Pablo preso de nuevo. Siete años después de los acontecimientos, el coronel Óscar Naranjo, que por entonces ocupaba el cargo de jefe de inteligencia de la PNC, aseguró que Pablo fue ejecutado a quemarropa después de haber sido herido.

—Hay que tener en cuenta que la ansiedad de los hombres era mucha —dijo Naranjo—. Tras una larga cacería humana, Escobar se había convertido en un trofeo. Y si se hubiese capturado vivo, pues... nadie hubiera querido hacerse responsable del desastre que sobrevendría.

Respecto a la salida de Pablo pistola en mano y a los disparos, las fotos de la escena del tiroteo en el tejado muestran dos armas junto al cadáver, pero la policía admite haber alterado la escena del crimen al menos en un aspecto: le afeitaron los extremos del bigote para dejarlo con aquel bigote «hitleriano» que aparecería en todos los periódicos al día siguiente de su muerte. Era la última indignidad que le reservaron al hombre que los había avergonzado durante tanto tiempo.

Aquella mañana, el coronel se sentía especialmente bajo de ánimos. Cuando le dio la orden a su hijo y a sus hombres para que se fueran a descansar fue porque creyó que Pablo había vuelto a escapar, sólo que aquella vez había sido culpa suya. En muchas, de hecho en casi en todas las redadas, el coronel se había sentido presionado a poner en acción a sus hombres prematuramente. Y aquello era algo que no iba con él: era un hombre precavido. Si hubiera podido, habría preferido llevar a cabo menos y más escogidas operaciones, pero sus superiores de Bogotá y los norteamericanos se mostraban descontentos si el Bloque de Búsqueda no echaba abajo puertas. Como si el empleo de la fuerza fuera un sinónimo de estar haciendo progresos. Los norteamericanos en particular siempre insistían en que los colombianos actuaran más rápido, aunque la ubicación de los objetivos que aquellos localizaban para el Bloque de Búsqueda no fuera nunca lo suficientemente precisa. El coronel tenía la sensación de que los norteamericanos podían fijar los escondites de Pablo con una exactitud mucho mayor, pero que no lo hacían por la sencilla razón de que eso delataría la precisión de sus instrumentos. La información de los norteamericanos situaba a Pablo en un área de unos cientos de metros, lo que en Medellín podía incluir una manzana entera. Sin embargo con la ayuda de su hijo, el coronel estaba seguro de poder reducir aún más ese perímetro: ésa era la razón de que se hubiese negado a lanzar una redada total durante las llamadas previas de Pablo al Hotel Tequendama. No lo haría hasta que Hugo hubiese fijado la señal con total precisión. Lo que apenaba al coronel era que su prudencia y la demora consiguiente habían dado a Pablo la oportunidad de huir.

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