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Authors: Chufo Lloréns

Mar de fuego (77 page)

BOOK: Mar de fuego
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Martí no pudo menos que admirar la entereza que demostraba aquel joven.

—Sois un joven excelente y, como corresponde a la juventud, esforzado y soñador. Si no fuerais de noble estirpe, estaría feliz de entregaros a mi hija, pero las cosas son como son y nada ni nadie puede cambiarlas. La vida me ha enseñado cuán cerradas son las familias en esta ciudad y si, traicionando a vuestra estirpe, desposarais a mi hija, veríais cuántas puertas se os cerrarían y cuán pocos amigos os quedarían.

—A todo estoy dispuesto y os pido formalmente la mano de Marta.

A Martí le enterneció la postura del joven.

—Voy a proponeros algo.

—Os escucho.

—Vais a hablar con ella y le vais a decir que os dais un tiempo de tres años durante los cuales no os veréis bajo ninguna circunstancia. Si al cabo de ese tiempo ambos pensáis lo mismo, la buscaréis; en caso contrario, esta relación habrá finalizado. Creedme que lo digo por su bien y por el vuestro.

—Me pedís algo muy doloroso —murmuró Bertran, y en su semblante se reflejaba que no hablaba en vano.

—Os voy a decir una cosa. El amor es como una hoguera: si el fuego es débil, el viento lo apaga, pero si es firme lo acrecienta. Bertran, y permitidme que os llame por vuestro nombre, pasad por ello si queréis, de verdad, a mi hija.

El muchacho meditó unos instantes.

Luego se puso en pie y habló contenido y emocionado.

—Está bien, señor, accederé a vuestros deseos y vendré a buscarla cuando el tiempo que habéis marcado haya transcurrido. Os doy mi palabra de honor.

97

Las tres conversaciones

Bertran se había reunido con Marta en la rosaleda de la fenecida condesa Almodis. Ella atendía a las explicaciones del muchacho con el rostro cariacontecido y conteniendo una lágrima que pugnaba por salir de sus ojos.

—Éstos son los argumentos de tu padre, y como pienso que en el fondo habla desde la razón, le he dado mi palabra de honor de que respetaré su deseo.

En las pupilas de Marta amaneció un puntito brillante de ira.

—Así que habéis hablado con él, y entre los dos habéis decidido, sin tener para nada en cuenta mi opinión, algo que creo que me atañe tanto como a vos.

Bertran se removió, inquieto, y bajó la cabeza.

—Marta… No pude hacer otra cosa… Estos tres años serán para mí también una tortura. —Intentó cogerle la mano, pero Marta la apartó—. No te enfades conmigo, por favor…

—Sí me enfado, Bertran —replicó Marta, conteniendo las lágrimas—. Me dijistéis que me amabais, me pedisteis en matrimonio… Y ahora os dejáis convencer por mi padre, que nos impone una espera absurda.

Bertran estaba desconcertado. Cuando habló con Martí, la petición de éste le pareció dura, pero razonable. Ahora, las lágrimas de Marta, su enfado, le hacían dudar de aquella decisión.

—Ni siquiera os habéis molestado en consultármelo… ¿Qué creéis ambos que soy? ¿Una muñeca sin voz ni opinión? ¿Sin sentimientos ni capacidad de razonar?

Marta se puso de pie. No quería romper a llorar delante de Bertran e intuía que no podría evitarlo.

—Lo siento… —murmuró el joven, intentando retenerla.

—¡Dejadme! —Y volviéndose hacia él, clavó su dura mirada en el semblante del joven—. Pensaba que teníais más valor, señor de Cardona. Pero veo que, como todos los de vuestra clase, no os atrevéis a enfrentaros con vuestros mayores. Quizá mi padre tenga razón, y me convenga más alguien que sepa apreciarme y me tenga en cuenta.

—El tiempo pasará muy deprisa, Marta… —dijo él, poniéndose de pie—. Vendré a buscaros con o sin la anuencia de mi padre.

—Permitidme que lo dude —replicó ella, con voz gélida—. Si os habéis plegado tan fácilmente a las exigencias de mi padre, no quiero pensar qué seréis capaz de hacer si el vuestro se opone a nuestra boda.

Y, dando media vuelta, Marta se alejó corriendo hacia el palacio.

Martí había acudido de nuevo a palacio. La entrevista con su hija le preocupaba en grado sumo. El día anterior había recibido aviso a través de Eudald que Marta le aguardaba tras el rezo del Ángelus. El sacerdote le comentó también que la muchacha, rebelde como su madre, se había tomado muy mal la espera de tres años impuesta por él.

Lo recibió el senescal, que supo de su llegada, y le adelantó que el asunto de los pregones estaba en marcha; que había hablado con el veguer y que, a lo más tardar la siguiente semana, todo el pueblo de Barcelona y alrededores sabría de su generoso ofrecimiento. Cuando ya Gualbert Amat se retiraba, sin dar tiempo a ser anunciada, Marta entraba en la estancia.

—Entonces, si no tenéis otra cosa que decirme, me retiro.

Se despidió el senescal y padre e hija quedaron frente a frente.

—Siéntate, Marta. Tenemos que hablar de muchas cosas.

Martí se acomodó en un banco cerca de una ventana y aguardó a que su hija lo hiciera en el escabel que se hallaba a su izquierda. No pudo evitar ver rastros de lágrimas en aquel joven rostro, que tanto amaba.

—Marta… Aunque ahora creas lo contrario, todo lo que estoy haciendo es sólo por tu bien.

—¿Por mi bien? —Marta miró a su padre, y en sus ojos había un denso velo de tristeza—. Hace año y medio que no os veo… ¿Y ahora, de repente, sabéis qué es lo que más me conviene?

—Todavía, aunque parece que lo dudes, soy tu padre —replicó Martí, alzando la voz—. Y, con el fin de velar por ti, debo hacer lo que me dicte mi conciencia.

—Entonces, según vuestras reglas, debo de ser la única muchacha de Barcelona que con casi catorce años no puede hablar de matrimonio con nadie.

Martí consideró que debía destensar la situación.

—Si he estado ausente, hija mía, bien sabes que no ha sido por mi gusto. Salvar un barco con su tripulación no es tema baladí. Te he dejado protegida y vigilada en el lugar más seguro del condado. Reconozco que mi ausencia ha sido larga, pero yo no soy el dueño del destino y la tragedia que se ha cernido sobre este palacio, me reconocerás que era totalmente impredecible.

—¿De verdad creéis que es éste un lugar seguro? —Marta meneó la cabeza. Por su garganta subían unas agrias palabras, y por un instante se sintió tentada de explicar a su padre el acoso al que la había sometido el hijo del conde. Sin embargo, se contuvo a tiempo—. Ya veis, un lugar donde se ha cometido el crimen más horrible y vos creéis que es lugar seguro.

—Marta, no he venido aquí a conversar de nuevo sobre la muerte de nuestra condesa. Eres muy joven y desconoces todavía muchas cosas de la vida aunque crees que lo sabes todo. Y desde luego no tienes edad para comprometerte sin mi consentimiento.

—¿Qué edad tenía mi madre cuando empezó a amaros? —preguntó Marta, con la voz tomada por la emoción.

—Nada tiene que ver ni el momento ni la circunstancia —respondió Martí. Bajó la voz y miró a su hija a los ojos—. Marta, aunque yo no me opusiera, pues ciertamente nada tengo que decir de la calidad de este muchacho, es impensable que un noble admita que su hijo primogénito se case con una plebeya.

—¿Para qué entonces me enviasteis a palacio? Nunca quise venir aquí, y lo único bueno que he sacado de estas paredes resulta estar fuera de mi alcance…

—No sabes, hija, lo que estás diciendo. ¿Dices que amas a Bertran? Pues bien, existen entre la nobleza unas normas no escritas que nadie osaría saltar pues no atañen únicamente a una familia, sino a la naturaleza de la sociedad. Por lo tanto, el que se atreva a transgredirlas será repudiado públicamente. Si eso deseas para tu amado, tuya será la responsabilidad, pero te auguro que si le obligas a ello tu matrimonio será un fracaso y él acabará odiándote por haberle separado de su familia. ¿Es eso lo que quieres para él?

Dos días después de la entrevista con su padre se reunía Marta con su maestro y padrino Eudald Llobet. El clérigo escuchó las cuitas de la joven, quien aprovechó el momento para hacer lo que no había querido hacer ante su padre y ante su amado: llorar. Llorar por el desacuerdo con su padre, al que quería profundamente; por la decepción con Bertran, a quien amaba con todo su corazón; y, por último, por el miedo a Berenguer, quien no cejaba en sus innobles propósitos.

—¿Ha vuelto a ocurrir algo? —preguntó el padre Llobet, dudando de nuevo si debía hacer partícipe a Martí de la indigna conducta del hijo del conde.

—Padrino… Noto sus ojos clavados en mí cada vez que estamos en la misma estancia. Si por azar nos cruzamos a solas en uno de los pasillos de palacio, me tiemblan las piernas y me quedo paralizada…

—Pero dime, hija, ¿ha intentado algo más?

Marta negó con la cabeza.

—Nada después de aquella extraña amenaza, de la cual tampoco he sabido más. Pero sé que está aguardando el momento. Lo percibo en sus ojos, en su gesto, en las palabras obscenas que murmura cuando sólo yo le oigo… ¿Qué puedo hacer?

Eudald Llobet miró a Marta. En el pasado había prometido atender todas sus preguntas y, sin embargo, en este momento, no encontraba respuesta.

—Sé que no puedo hablar de esto con mi padre —prosiguió Marta—, sin exponerlo a un peligro que no quiero que corra. Lo mismo sucede con Bertran… Ambos me quieren, lo sé, y serían capaces de cualquier cosa para defenderme y vengarme. Y por eso, porque yo también los quiero a ambos, debo evitar que eso suceda.

El arcediano asintió. Era lo mismo que él había pensado cien veces: conociendo a su amigo Martí, la mera mención de este asunto desembocaría en tragedia.

—Lo mejor será que vuelvas a casa, Marta —le aconsejó el clérigo.

—¡No! —Y en el rostro de Marta había un orgullo y una decisión impropias de su edad—. Mi padre me envió aquí para educarme cuando le pareció conveniente; ahora aleja de mí al hombre al que amo y me reclama a su lado, sin tan siquiera consultarme ni escuchar lo que tengo que decir. No volveré a casa, padrino.

Llobet meneó la cabeza. Juventud, obstinación… ¿Qué hacer frente a todo eso?

—Tu padre ha hecho lo que cree mejor para ti, Marta. Y en el fondo de tu corazón sabes que no yerra. Si Bertran te ama, como tú dices amarle a él, estos tres años sólo harán que vuestro amor sea más fuerte.

Marta bajó la cabeza, entristecida.

—Vos lo habéis dicho. Si me ama como yo… Pero ése es otro tema. Lo cierto es que no deseo volver a casa, de la que mi padre puede volver a ausentarse dejándome sola; ni tampoco me veo con ánimos de aguardar aquí tres años, defendiendo mi honor día tras día.

El clérigo meditó profundamente su respuesta.

—Lo que me dijiste en una ocasión ha ido tomando cuerpo en mi cabeza. Desde que el mundo es mundo, y desde que me ha sido dado el conocimiento de las cosas y costumbres de la nobleza, cuando un miembro de una casa condal desea a una mujer, acaba teniéndola aunque cause el deshonor de su familia.

Marta asintió.

—Únicamente existe un lugar y una condición donde estarás a salvo. Será transitorio, pero por el momento salvaremos la situación y el tiempo correrá en nuestro favor: entrar de postulante, como me dijiste hace tiempo, en Sant Pere de les Puelles mientras transcurren los tres años de espera. Estarás con jóvenes de casas nobles que ingresan en el monasterio para completar su educación, y llegado el momento, si deciden entrar en religión, toman los votos menores. Ni siquiera un noble cegado por la pasión se atreverá a cruzar las puertas de un monasterio. Sólo en esas circunstancias tu padre admitirá que no regreses a casa. Yo hablaré con la abadesa: sor Adela es amiga mía y hará una excepción admitiendo a una joven de tu condición.

98

El pregón

A la orden del veguer todos los pregoneros fueron saliendo de la casa grande, en compañía de un armado, con la ruta definida y señaladas puntualmente las zonas de la ciudad donde debían hacer sonar sus cornetas convocando a la gente para lanzar sus pregones. Se repartieron por calles y plazas y al caer la tarde ninguno de los ciudadanos de Barcelona podía decir que ignoraba el bando transmitido. Éste era claro y conciso.

—«Por orden del señor veguer, se hace saber que durante la tarde del 5 de marzo desapareció de la ciudad un distinguido huésped de la casa del preclaro ciudadano Martí Barbany. Mide sobre siete palmos de altura, tiene unos cincuenta y siete años de edad, barba recortada y pelo negro canoso. Vestía amplias calzas marrones, camisa blanca, chaleco verde rematado con pasamanería, se cubría la cabeza con un pañuelo a modo de turbante y se envolvía con una capa de lana. La última vez que se le vio fue en la puerta del Regomir.

»Si alguien conoce noticia fidedigna de su paradero, o puede indicar alguna señal que conduzca al mismo, o sabe de alguien que haya hablado o haya dado noticia del percance, deberá comunicarlo sin falta a la veguería de esta ciudad. Si sus indicios son ciertos será recompensado con cien mancusos de oro. En caso de que alguien intentara dar falsas pistas para hacerse con la recompensa, será encerrado en una mazmorra y castigado con cincuenta azotes.

»Dado en Barcelona el 26 de abril del año del Señor 1072. Firmado y rubricado: Olderich de Pellicer. Veguer de Barcelona.»

Ya a media tarde, en corros y corrillos no se hablaba de otra cosa. La cantidad de cien mancusos desbordaba la imaginación más calenturienta de cualquier vecino de la ciudad. Unos decían haberlo visto en varias ocasiones, otros declaraban conocer a quien decía haberlo visto; a todos, aquel montón de dinero les parecía un sueño inalcanzable, pero el freno del calabozo y de los cincuenta azotes sujetaban la fantasía más desbocada y los «me parece» sustituían a los «estoy seguro». Sin embargo, había un hombre entre todos ellos que sí estaba seguro, y que no estaba dispuesto a dejar escapar esos mancusos que ya sentía como suyos.

—¿Qué es lo que quieres?

Bernadot, ya de por sí disminuido frente al inmenso soldado que guardaba la puerta de la veguería, todavía parecía más menudo e insignificante.

—He oído el pregón y vengo a decir que sé algo.

El otro, desde su altura, lo miró con desconfianza.

—Son muchos ya los que han venido. Como me hagas perder el tiempo, vas a tener ración doble de la pócima: la que te darán dentro y la que te suministraré yo a la salida.

Bernadot, con el valor que le infundía el pensamiento de los cien mancusos ofrecidos, se atrevió a reivindicar su cualidad de vecino y prosiguió solemne y encocorado.

—Si me lo ponéis difícil, diré en el momento oportuno que acudí para dar parte de lo que exigen los pregones que se van voceando por toda la ciudad y que el centinela que tenía que facilitarme la entrada, en vez de hacerlo, lo ha impedido.

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