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Authors: Chufo Lloréns

Mar de fuego (37 page)

—Es usted la mejor madre del mundo.

—¡Anda ya, zalamero! Date prisa, no vayas a hacer esperar al amo.

Ahmed, tras quitarse la camisa, se untó la cara con la mezcla de agua jabonosa; y después de afilar en la cinta de cuero el filo de la navaja, procedió a rasurarse en tanto hablaba con su madre.

—Madre, ¿le pasa algo a padre?

La mujer se dio media vuelta, deteniendo su quehacer, y su rostro denotó una inmensa preocupación.

—¿Por qué? ¿Has notado algo?

—Lo he visto en el patio de la entrada, su color no es el de siempre. Tal vez, como usted lo ve cada día, no se haya dado cuenta.

—¿Cómo no voy a darme cuenta? Lo que ocurre es que es más tozudo que una cabra preñada y pese a las recomendaciones del amo y las del padre Llobet, que lo vio el otro día, se niega a que le vea el físico Harush, aunque le ha recetado una pócima que debe tomar antes de cada comida que hago yo hirviendo alcachofas, salvia y enhebro y algo le alivia. La otra noche se levantó hacia la madrugada y vació el estómago en la cuadra; en cuanto lo oí fui tras él sospechando que algo me ocultaba; cuando me vio me mandó para arriba con cajas destempladas pero me dio tiempo a ver el vómito, estaba veteado con hilos de sangre.

Ahmed, con medio rostro todavía enjabonado, escuchaba atentamente las palabras de su madre.

—Pero esto no puede ser, madre, habrá que hacer algo.

—Ahora vete, no hagas esperar al amo. Después de cenar, hablaremos.

Terminó el muchacho de componerse y luego de remeterse la camisa en las calzas, pasarse un trapo por los borceguíes, mojarse el pelo y alisárselo con la mano, partió hacia el gabinete del amo. Como siempre desde que era niño, al comenzar a subir la artesonada escalera el batir de su corazón se aceleró; enfiló el largo pasillo y se llegó hasta la puerta del gabinete, un rumor de voces se oía en el interior, y tras escuchar unos instantes llamó quedamente con los nudillos. La voz de Martí sonó en el interior.

—Adelante.

Ahmed abrió la puerta. Ya fuese por la solemnidad del momento o porque hacía tiempo que no estaba allí, el espacio le pareció mucho más grande y más solemne. Cuando se iba a retirar con una excusa viendo que el amo estaba con una dama, su corazón, en esta ocasión, saltó de gozo al caer en la cuenta, al girar ella el rostro, que la dama era Marta. ¡Dios, cómo había crecido! Su pequeña amiga, la compañera de juegos de su hermana, era ya una mujercita. Iba a saludarla cuando la muchacha se puso en pie y, tras demandar la venia a su padre, pasó por su lado, y saludándolo con un escueto «hola, Ahmed», como si lo hubiera visto el día anterior, se retiró. Al hacerlo observó que sus ojos brillaban denunciando un llanto reciente.

El muchacho vaciló un instante hasta que la voz de Martí despejó sus dudas.

—Pasa. Has venido muy deprisa.

—En cuanto he recibido vuestro mensaje, amo.

—Siéntate, Ahmed. Tenemos mucho que hablar.

Ahmed obedeció y Martí ocupó su lugar de siempre.

—Procedamos con orden y por partes.

—Os escucho, amo.

—En primer lugar, debo decirte que deberías regresar a casa y estar en ella todo el tiempo que puedas; lo que te digo no es una orden, es un consejo, soy yo el que te autorizó a vivir en el molino y no acostumbro a cambiar de opinión.

Ahmed intuyó lo que le iba a anunciar Martí.

—Es mi padre, ¿no es verdad, amo?

Martí asintió con la cabeza.

—Tu padre no va a demorar su encuentro con la muerte.

El muchacho sintió que una cuerda se rompía en su interior.

—Pero amo, si cuando me fui, y no hace tanto, se encontraba fuerte como un roble.

—Así son las cosas, Ahmed, hoy estamos y mañana no estamos.

—Y vos, amo, ¿no podéis hacer nada?

—Sabes bien que la cita la determina el de arriba, y cuando el tiempo se acaba, nada hay que puedan hacer los hombres.

—Mi padre siempre fue muy tozudo, si llamarais al físico Harush, tal vez…

—Ya lo he hecho. ¿Crees que te diría esto sin tener la certeza? El mal del cangrejo le ha atacado la víscera que filtra lo que comemos y se le está envenenando la sangre. El físico le ha recetado un filtro hecho con láudano para aliviar los dolores y extracto de alcachofa
,
que es muy buen depurativo para desinflamar el órgano e intentar ayudar su función, pero nada se puede hacer.

Ahmed enterró el rostro entre las manos y Martí respetó el momento, luego colocó afectuosamente su mano sobre las rodillas del muchacho.

—Créeme, lo mejor que puedes hacer es pasar el máximo tiempo posible con él, de no hacerlo así te arrepentirás toda la vida.

Ahmed alzó lentamente la mirada.

—Amo, jamás podré pagar mi deuda con vos.

—Te he dicho una y mil veces que no me debes nada. Tú y los tuyos habéis cumplido de sobra con vuestra obligación hacia mí, y de la misma manera yo he de cumplir la mía con vosotros. Y ya que me llamas amo te diré que según el padre Llobet y la Santa Madre Iglesia los deberes del amo hacia los criados son mucho más extensos que los de estos últimos hacia éste; el Evangelio dice que es más difícil que un rico alcance el reino de los cielos que un camello pase por el orificio de una aguja. De manera que os debo yo más a vosotros que vosotros a mí.

—De cualquier manera, amo, mi gratitud y la de los míos hacia vuestra persona es infinita y en estas circunstancias, vuestro consejo es como una orden. ¿Qué es lo que debo hacer?

Martí se alzó de su asiento y con las manos a la espalda comenzó a recorrer la estancia. Luego, tras una larga pausa, habló:

—En estos meses que has estado fuera, Ahmed, han sucedido muchas cosas. La vida de los moradores de esta casa ha cambiado mucho y ha de cambiar todavía más. Como bien sabes, el día que me pediste que te dejara vivir en el molino, alguien nos robó un barco; a su mando estaba el capitán Armengol que, además de un gran marino, es uno de mis mejores y más antiguos amigos; como comprenderás no lo voy a dejar en este trance. He de partir hacia las aguas meridionales de Italia y debo hacerlo con premura. Todo ello implica cambios; la condesa Almodis, en su bondad, ha admitido a Marta entre el séquito de las damas de palacio. Antes de mi partida, mi hija entrará a vivir en la corte y Amina, si éste es su deseo, irá con ella. Quiera Dios que tu padre viva mucho tiempo, pero cuando ocurra lo que está anunciado, deberás estar junto a tu madre. Finalmente, de ti dependerá en gran manera que podamos rescatar al capitán Armengol.

—¿De mí, amo?

—De ti, Ahmed. Alguien ha llegado a Barcelona cuyos conocimientos nos son imprescindibles para conseguir el fin que pretendo; pero para que los pueda poner en práctica me hace falta una persona de toda confianza que le asista en cuantas cosas le sean necesarias, que conozca a fondo la ciudad y que sea ciego y mudo testigo de cuanto vea. Este hombre eres tú.

—No alcanzo a comprenderos.

—Después lo entenderás. Van a venir a comer el capitán Munt y mi amigo de Kerbala en la tierra de Mesopotamia, Rashid alMalik; después de la comida te reunirás con nosotros, entonces será el momento de explicártelo todo.

Desde el primer instante, el hombrecillo causó a Ahmed una profunda impresión: su frente atravesada por una miríada de arrugas, la nariz prominente, los ojillos hundidos y curiosos. Pero lo que más llamó su atención fue que el extranjero mostraba una anomalía notable: le habían cercenado la oreja derecha.

Recordaba que, tras los saludos de rigor y ya sentados bajo el ventanal, su amo le explicó el motivo por el que le había llamado:

—Ahmed, ésta es la persona de la que te hablé; el capitán Manipoulos y yo partimos de viaje, al frente de la casa quedarán el capitán Munt, Andreu Codina, Gaufred, el jefe de mi guardia, y tu padre, claro es, en tanto tenga fuerzas para hacerlo. En tus manos queda vivir aquí o en el molino; lo que está claro es que durante el día deberás poner todo tu empeño en lo que ordene el capitán Munt para servir a mi amigo Rashid al-Malik; de ello dependerá el éxito o el fracaso de nuestra misión allende los mares.

A una indicación de Martí tomó la palabra Felet.

—La tarea la llevarás a cabo en la gruta de Montjuïc donde antes envejecía el vino. El lagar ya ha sido sellado, la mitad de las botas retiradas y se ha montado todo cuanto el señor al-Malik ha demandado. Todo está preparado para que se pueda fabricar algo que es secreto, que es peligroso y que nadie deberá conocer ya que de ello depende la liberación del capitán Armengol y la vida de su tripulación.

Ahmed seguía atento el discurso y el capitán Munt prosiguió:

—Todo está colocado en anaqueles por el orden indicado, los productos en sus respectivos recipientes y cada uno de ellos marcado con un color diferente; aquí tienes la lista y los colores correspondientes, no debes olvidarla ni extraviarla. Mantendrás siempre encendidos dos hornillos que verás allí. También hallarás todo tipo de recipientes que mantendrás siempre perfectamente limpios. Ésta y no otra es tu tarea.

Ahmed intuyó que estaba ante un cometido fundamental para su amo. Su mirada interrogante y algo confusa se dirigió a Martí.

El que tomó la palabra fue Rashid.

—Mira, hijo, no te atribules. La tarea irá saliendo poco a poco… Enseguida te darás cuenta de que trabajar conmigo es muy fácil; lo que sí quiero que entiendas es que cada noche, cuando cierres el candado de la puerta de la gruta, todo lo que hayas visto o aprendido habrá de quedar allá dentro, no podrás decirlo ni comentarlo con nadie.

Martí advirtió la desazón de Ahmed y trató de tranquilizarlo.

—Tengo en ti toda mi confianza. Vas a ser testigo de una invención prodigiosa, algo tan importante que puede señalar un antes y un después en la vida del condado, y no sólo del condado sino también de todo el orbe mediterráneo: un arma tan mortífera que puede hundir un barco en medio del mar en pocos momentos y que, si es lanzada con una catapulta dentro de un castillo, puede acabar con sus moradores.

Ahmed estaba consternado.

—Amo, yo no sé si…

Martí palmeó cariñosamente la pierna del muchacho.

—Yo sí que lo sé. Eres la persona adecuada: joven, fuerte, fiel y decidido.

—Ignoro qué cualidades me adornan, pero tenéis asegurada de por vida mi fidelidad y la de mi familia.

Felet intervino de nuevo.

—Deberás ser consciente del peligro que corre toda persona al conocer este secreto. Si alguien sospechara que estás al corriente de él, podrías ser apresado y torturado hasta la muerte, y la misma suerte correría cualquier persona que, a través de tu confesión, pudiera sospecharse que también lo sabe.

Un espeso silencio, roto únicamente por el lejano sonar de una campana, se instaló entre los presentes.

La voz de Rashid sonó ronca y grave.

—Mi hermano y yo hemos sido depositarios de este misterio desde niños y ambos hemos llegado a viejos. Observa que todos tenemos dos orejas y una boca, de lo cual se infiere que hemos de escuchar dos veces y hablar una. —Sonrió—. Como se dice allá en mi tierra, «el hombre es el amo de sus silencios y esclavo de sus palabras». Todo dependerá de tu discreción, no lo olvides.

Ahmed asintió, consciente de la importancia de la misión que le encomendaban.

—Amo, por vos y vuestra familia estoy dispuesto a arrostrar cualquier peligro; decidme cuándo debo empezar y qué debo hacer al finalizar.

—Comenzarás mañana antes de que salga el sol; en cuanto a lo otro, todo se te dirá a su debido tiempo —le informó el capitán Munt.

—¿Puedo conocer el nombre de tan poderosa arma? —preguntó Ahmed.

Los tres hombres se miraron.

—Hoy por hoy no lo tiene, pero en su tiempo se llamó el fuego griego —dijo Rashid.

42

La partida de Martí

Los primeros rayos del sol acuchillaban la noche, que fallecía entre brumas. El perfil de la línea del horizonte comenzaba a dibujarse y desde el gobernalle del castillo de popa, el viejo Basilis Manipoulos daba las órdenes pertinentes para que el fierro del
Santa Marta
se despegara del limo del fondo de la playa de Santa Maria de les Arenes a la vez que el cómitre, paseando arriba y abajo por la crujía, ordenaba a las veintiséis hileras de tres bancadas de galeotes que comenzaran la boga. Los forzados de las dos inferiores, escogidos por Basilis, gracias a la gentileza de la condesa, entre la chusma de condenados por delitos muy graves y prisioneros de guerra tomados de las algaradas de la frontera que poblaban las mazmorras del conde, eran conscientes de que si sobrevivían a los avatares del viaje, su pena se vería no únicamente reducida, sino en circunstancias totalmente pagada; en su adusta expresión se podía percibir un aliento de esperanza. Cubrían sus cabezas con gorros de color rojo, una camisola parda ceñida a su cintura por un cíngulo de cuerda ocultaba sus calzas hasta las corvas; y en su tobillo, derecho o izquierdo según el lugar que ocuparan, a babor o estribor, una argolla por la que pasaba una larga cadena que los amarraba a la bancada. Cada remo de dieciséis metros de los que un tercio se hundía en el agua, estaba servido por tres hombres que, según la orden, bogaban o descansaban; cuando dormían lo hacían abrigados por un sobretodo con capucha hecho con fibras vegetales que les protegía del frío de la noche. Por contra, los componentes del primer piso de remos cercanos a la crujía eran galeotes enrolados libremente mediante un estipendio y que en caso de combate y a la orden del oficial correspondiente dejaban el banco y se convertían en soldados. Su armamento iba desde dagas, machetes y lanzas, hasta arcos y flechas, trescientas por cada arquero.

Por lo tanto remaban absolutamente libres, y por las noches, si no les tocaba boga, salían del banco y arrebujados en sus mantas dormían también bajo la tamboreta de proa, cubrían sus cabezas con gorros verdes que los distinguían de los forzados, y estaban autorizados a llevar consigo una bolsa con quincalla para poder hacer en los puertos pequeñas transacciones para mejorar su economía. En aquel momento, un torbellino de sentimientos encontrados se abatía sobre el alma de Martí, que apoyado en la amura de estribor observaba la maniobra de Manipoulos. Su mirada iba desde la chalupa que a través de las embarcaciones atracadas frente a la playa de la Barceloneta se abría paso guiando el trirreme hasta dejarlo en mar abierto hasta el hermoso mascarón de proa cuyo dorado perfil era la misma estampa del rostro de su hija, con el cabello al viento y mirando el horizonte.

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