Read Mar de fuego Online

Authors: Chufo Lloréns

Mar de fuego (79 page)

BOOK: Mar de fuego
9.1Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El sirviente aguardaba fuera, asustado.

—¿Qué tengo que hacer, señor?

—Como si nada hubiera ocurrido. Cuando, quien sea, te dé la noticia, te haces de nuevas y actúas en consecuencia. Si algo ocurre, búscame; siempre tendrás sitio en mi casa.

Y tras estas palabras el tuerto salió de la mansión, montó en su caballo y picando espuelas se perdió en el camino entre una nube de polvo dejando a Samir en estado de tribulación.

101

El garañón

Marta estaba desolada. Jamás hubiera imaginado que el tan ansiado regreso de su padre acabara representando para ella un golpe tan cruel. Por otro lado, desde la muerte de Almodis, una losa de piedra había descendido sobre todas aquellas personas que en palacio habían tenido relación con la condesa. Era todo como una cáscara vacía. El envoltorio era el mismo, pero no el contenido. Por las mañanas se proseguía con las costumbres establecidas. Primeramente la misa, luego el desayuno en el comedor de damas y después las actividades en grupo, ya fueran pintura, encaje de bolillos o la confección de aquel inacabable tapiz en el que trabajaban Araceli, Anna y ella. Delfín, los días de lluvia, se sentaba taciturno y nostálgico en el alféizar de la ventana y no apartaba su melancólica mirada de aquel invernadero que albergaba los rosales que, con tanto esmero, cuidaba Marta. Doña Lionor, respetando el luto, había prohibido la música, de manera que la que siempre había amenizado las mañanas hacía ya muchos días que no sonaba; era por tanto un denso silencio lo que presidía la actividad de las muchachas.

Marta estaba en sus cosas y evitaba, por poco que pudiera, los encuentros con Bertran. El joven había intentado por todos los medios acercarse a ella, pero la muchacha no atendía a razones y pese a que dentro de su corazón sentía que su amor crecía día a día, se negaba a admitir que el joven se hubiera rendido al primer escollo puesto por su padre. Por más que le costaba entender aquel estúpido impedimento del que todos hablaban… ¿No la había enviado allí su padre para que conociera a otras gentes? ¿No se opuso ella en un principio alegando que no le interesaban los jóvenes de palacio? ¿Acaso debía haberse enamorado de un palafrenero? Además un nuevo asunto empezaba a quitarle el sueño. Amina, su fiel amiga de infancia que tanta compañía le había hecho y con quien había compartido tantas horas, había regresado a la casa de la plaza de Sant Miquel para ocuparse de su madre, que empeoraba a ojos vistas. Y lo peor, tras los meses de conmoción por la muerte de la condesa y del ajetreo que conllevó la boda de Sancha, Berenguer había reanudado su innoble asedio. Deambulaba Marta por los oscuros pasillos de palacio mirando a todos lados y temiendo que de cualquier rincón surgiera el hijo del conde. Su decisión estaba tomada: si debía aguardar tres años a que los dos hombres más importantes de su vida se pusieran de acuerdo en cuanto a su porvenir, no lo haría en palacio. La excusa de acabar su educación en el monasterio de Sant Pere de les Puelles, asunto que ya estaba en manos de Eudald Llobet, le serviría de pretexto para rechazar la torpe pretensión de Berenguer.

Esa mañana, doña Lionor la había enviado al cuarto de costura a buscar un cañamazo que hacía falta para vestir un tambor de los que ella usaba para hacer muestras. No pudo eludirlo: Berenguer venía de frente, departiendo con uno de los jóvenes con quien se ejercitaba en la sala de armas.

Al verla, susurró algo al oído del otro, que la miró de un modo curioso y dando una palmada en el hombro del príncipe, se retiró por la escalera que descendía a la planta. Berenguer aguardó a que llegara a su altura y girando sobre sus talones se dispuso a acompañarla.

—Buenos días, Marta. ¿Habéis descansado?

—Mal, señor. Prefiero velar, ya que si duermo tengo pesadillas.

—Eso es que algo os remuerde la conciencia —comentó él, en tono malicioso.

—La mía no, señor. He confesado y comulgado esta mañana.

—Se puede comulgar por la mañana y pecar por la noche. Diría que casi todo el mundo lo hace de esta manera. —Berenguer soltó una carcajada—. Además, decidme, ¿qué pecados habéis cometido?

—Eso es cosa que queda entre Dios y yo.

—Y el padre Llobet, supongo. Algún día soy capaz de meterme en el confesonario para escuchar vuestras cuitas y así poder consolaros y aconsejaros.

—No os imagino con vocación de hombre de Dios. Y además tampoco os hace falta para enteraros de secretos ajenos.

Berenguer se puso lívido al recordar el fracaso de su intento para doblegar la voluntad de Marta.

—Se me da mal la obediencia y mucho peor la castidad, que considero una de las hipocresías más grandes de la Iglesia. La única ventaja de tomar el hábito sería que podría confesarme conmigo mismo, lo cual me evitaría regañinas y penitencias. ¿No os parece?

—Os tomáis, señor, las cosas sagradas muy a la ligera.

Berenguer la observó con sorna.

—Por cierto, me han dicho que queréis ingresar en Sant Pere de les Puelles. ¿Qué hay de cierto en ello?

Ella evitaba mirarle.

—No os han engañado; lo llevo pensando muchos meses, pero para tomar tal decisión, el padre Llobet me aconsejó que aguardara la llegada de mi padre.

El joven conde se puso serio.

—Si pretendéis que os guarden de mí las paredes del monasterio, os equivocáis. Un día u otro, tarde o temprano, seréis mía.

—Os ruego, señor, que me dejéis seguir —exclamó Marta, elevando la voz.

—No os asustéis, señora —quiso tranquilizarla él—. Hablaba en broma. Pero he de deciros que me cuesta veros encerrada entre las postulantes, obedeciendo a una abadesa que, por no perder la costumbre, será seguramente una necia insoportable.

—Si he de obedecer, obedeceré.

—¿Ya sabéis que a las postulantes acostumbran a ordenarles cosas estúpidas para probar su espíritu, como por ejemplo barrer una escalera hacia arriba?

—Si llega el caso, no dudéis que me someteré.

—Os voy a poner un ejemplo. Imaginaos que os envían a las cuadras a ocuparos de los caballos. ¿Sabríais cumplir en cualquier situación?

—Pondría en ello mi mejor voluntad.

—No os creo capaz de moveros entre los animales… Venid conmigo y demostrádmelo.

Marta dudó unos instantes pero, por no provocar su ira, lo siguió.

Bajaron a la planta, salieron por la puerta posterior y atravesaron el patio de la herrería. Marta avanzaba al lado de Berenguer, azorada, sin saber qué se proponía el joven. Siguieron adelante hasta el fondo de la cuadra.

—Aguardadme aquí un momento.

Diciendo esto Berenguer se dirigió al cuarto donde los mozos y palafreneros que estaban fuera de servicio pasaban las horas. Poco después regresó a su lado.

—Vais a ver cómo se realiza uno de los más comunes trabajos que debe llevar a cabo un buen mozo de cuadra. Claro que, bien pensado, ese oficio mejor lo haría alguien como Delfín, a quien su tamaño favorece para este menester.

Marta no comprendía nada.

Al cabo de un poco uno de los mozos trajo tirando del ronzal a una de las yeguas del conde, y tras colocarla mirando al pesebre y sujetarla entre dos postes que le impedían darse la vuelta, se retiró. Al cabo de un poco, agudos relinchos y un pateo ruidoso anunciaron la llegada de uno de los garañones normandos del conde que llegaba medio arrastrando al mozo.

En aquel instante Marta se dio cuenta de lo que estaba a punto de ocurrir.

El inmenso caballo se abalanzó sobre la yegua en tanto el mozo se metía debajo del animal intentando que la cópula se realizara.

La muchacha estaba paralizada. Berenguer reía a mandíbula batiente.

Súbitamente, ella recobró el ánimo y recogiendo el borde de su almejía salió corriendo hacia la luz exterior seguida por la sardónica carcajada de Berenguer que retumbaba en sus oídos cual martillo que repica en el yunque.

—¿De qué os escandalizáis, hermana Marta? ¡Todos los mamíferos deben cumplir el designio divino! ¿Acaso no dice la Biblia: «Creced y multiplicaos»?

102

Cabildeos y conjeturas

Aquella mañana se presentó de improviso Eudald Llobet en la casa de la plaza de Sant Miquel. El arcediano sabía que siempre tenía el paso franco en casa de su amigo y que no precisaba pedir audiencia.

Los dos hombres se saludaron como siempre con un cordial abrazo y al separarse se observaron minuciosa y concienzudamente.

—Me alegra vuestra visita, Eudald. Pensaba enviaros recado, pero os habéis adelantado.

—A veces los acontecimientos fuerzan las circunstancias.

—Venid y acomodémonos, hoy hay mucho que platicar. No me agrada vuestro aspecto, Eudald —dijo Martí, una vez ambos se hubieron sentado—. Desde mi regreso habéis perdido peso, tenéis un color macilento y un aire triste en vuestra mirada que me preocupa. ¿No me dijisteis que vuestro superior os había liberado de ocupaciones, que ya no teníais la responsabilidad de la biblioteca y que podéis estar más tiempo al aire libre?

—Así es; puedo dedicar mucho más tiempo a la jardinería, y sin embargo os debo confesar que cada día me encuentro más cansado y que mis pobres huesos acusan los trajines a los que les he obligado tantos años.

—¿Habéis llamado al físico?

—Me niego. No quiero empeorar mi estado con pócimas y engordando sanguijuelas, de ésas a las que tan aficionados son, que me chupen la sangre y que todavía me agoten más.

—Hacéis mal —le reconvino Martí—. Si me dejáis, llamaré a Harush… Lo conocéis bien. Imagino que a una persona tan inteligente como vos no le importará que sea judío.

—Ya sabéis que esas cosas nada me importan y os he dado buena prueba de ello, pero dejad que venga el buen tiempo, ya que en cuanto sale el sol, la humedad se bate en retirada en esta ciudad de mis pecados y acostumbro a tener menos dolores.

—Sea como gustéis; pero de seguir así, con o sin vuestro permiso, lo mandaré buscar.

El arcediano contraatacó.

—Vuestro aspecto tampoco, que digamos, es muy halagüeño.

—Tenéis razón. La noticia de la muerte de Rashid me ha descompuesto, y no digamos ya la manera.

—Todo es absurdo e incomprensible —resumió el arcediano—. El senescal dijo que la visión de los cadáveres quemados y abrazados es de lo más terrible que han visto sus ojos, y por Dios que Gualbert habrá visto cosas escalofriantes.

—Cuantas más vueltas le doy al asunto menos lo comprendo —dijo Martí, con la mirada llena de interrogantes—. De lo que sí estoy seguro es de que a Rashid se lo llevaron allí a la fuerza. ¿Cómo se iba a avenir a entregar la fórmula del fuego griego a alguien a cambio de dineros, que por otra parte a él jamás le importaron? ¡Es totalmente impensable! Y menos aún a ese personaje…

—Lo recuerdo perfectamente —asintió el padre Llobet—. Era un individuo sinuoso. El caballero Marçal de Sant Jaume había perdido el favor del conde desde que fue rehén en la corte de al-Mutamid de Sevilla e inclusive presumía de ello vistiendo al modo agareno, aunque, eso sí, alardeaba de su amistad con el heredero.

—Eso precisamente fue la causa de que atendiera a su recomendado y le vendiera aquella propiedad que fue destinada a lo que vos sabéis, cosa de la que tantas veces me he arrepentido.

—Todo es oscuro. De una parte, viendo el resultado, hay que creer incuestionablemente al tal Bernadot. Rashid se hallaba allí; la cuestión es si fue a la fuerza o por propia voluntad. Parece que se ha determinado realizar un careo entre el carretero y Pere Fornells. Los jueces verán a quién dan crédito de los dos.

—¿Sabéis cuándo va a ser y en dónde?

—El lugar escogido es el Castellvell y en cuanto al tiempo, interesa que se haga lo antes posible. De cualquier manera, los bienes del caballero de Sant Jaume irán a parar al conde. Si es considerado culpable, se le confiscarán sus propiedades post mórtem, y en caso contrario, al no tener herederos, sucederá lo mismo.

—Tendré toda mi vida la muerte de Rashid sobre mi conciencia. Se quedó en Barcelona por ayudarme y ya veis el resultado.

—No os culpéis, Martí. Dejasteis órdenes concretas sobre su custodia y en todo caso fue el jefe de vuestra guardia, Gaufred, el que fracasó.

Ambos quedaron un tiempo en silencio.

—Hablemos de otra cosa, Eudald, que ésta colma el vaso de mi amargura.

—Supongo que es lo mismo de lo que yo venía a hablaros. ¿Marta, no es así?

Martí asintió con la cabeza.

—Desde mi regreso sólo provoco desdichas. Ya os hablé el otro día de ese juvenil enamoramiento de mi hija y vos me disteis la razón en todo: el vizconde de Cardona jamás consentiría que su primogénito se casara con alguien que no pertenece a la nobleza. He intentado ahorrarle ese disgusto, mas ella no lo ha entendido así.

—Veréis, querido amigo, dejasteis una muchachita y debéis acostumbraros que habéis encontrado a una mujer. Una mujer que opina que sus sentimientos son lo más importante.

—Entonces, Eudald, ¿qué debo hacer? ¿Acaso permitir que se estrelle en ese vano empeño? —preguntó Martí con absoluta franqueza.

—Tal vez sí.

—No os comprendo.

—El tiempo dirá si la razón os pertenece a vos o a ella. Pero de cualquier manera juega a vuestro favor. Os traigo una encomienda de su parte, pero debo deciros que personalmente estoy de acuerdo con ella.

—Os escucho, Eudald.

—Por el momento no hay motivo ni necesidad de que vuestra hija permanezca en palacio. La condesa Almodis ha muerto y su sucesora, Mafalda de Apulia, cuya mano habéis ido a pedir a Sicilia, aún no ha llegado. Sería muy conveniente para completar la educación de Marta y de paso para probar si ese amor es firme, que le permitierais entrar de postulante en el monasterio de Sant Pere de les Puelles. He hablado con sor Adela de Monsargues y dado que el principal protector es el propio conde, Marta tendría plaza de inmediato.

Martí quedó unos instantes en suspenso.

—Y privarme de su compañía… En principio no me opongo, pero dejadme que lo piense un poco.

El arcediano, emitiendo un hondo suspiro, se puso en pie.

—Creedme que sería una buena solución… El viejo conde la tiene en gran estima, y si el amor de los jóvenes persiste, tal vez diera ocasión de abolir una de las costumbres que más distancia a la nobleza de los ciudadanos distinguidos de Barcelona.

—¡Soñáis, Eudald! Mucho las cosas habrían de cambiar… Tal vez sea lo mejor. Me duele que no quiera volver a casa, pero al menos estará lejos de palacio y lejos del joven Bertran. Quizá la vida en el monasterio dé templanza a su espíritu, y además ahí estará protegida en caso de que me vea obligado a ausentarme de nuevo.

BOOK: Mar de fuego
9.1Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Hold of the Bone by Baxter Clare Trautman
Why Now? by Carey Heywood
Second Chance by Levine, David D.
Nemesis by Philip Roth
Exodus by Bailey Bradford
Wickham Hall, Part 2 by Cathy Bramley
The Law and Miss Penny by Sharon Ihle
Blue Heart Blessed by Susan Meissner


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024