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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Manolito Gafotas (10 page)

—Ese juego es bastante idiota.

—Pues invéntate tú uno, no te fastidia —le dije yo un día que me tenía hasta las mismísimas narices.

Para qué le diría nada. Se le ocurrió que nos quedaríamos en mitad de la carretera hasta que viniera un coche, y a última hora, echaríamos a correr. Íbamos por parejas y ganaba la pareja que aguantara más tiempo plantada con las manos cogidas tapando la calle. Los señores de los coches sacaron las manos de sus ventanillas y pitaron cuando vieron que Yihad y la Susana no se apartaban. Yo estaba tragando bastante saliva y el corazón se me había trasladado a la garganta. Al Orejones se le habían puesto las orejas como dos tomates. Es que tiene un procedimiento por el cual las orejas le cambian de color cuando acecha el peligro. Científicos de todo el mundo han intentado encontrarle una explicación a eso y no la han encontrado. Dice mi abuelo que es que la ciencia no siempre tiene respuestas para todo.

Bueno, pues llegó el momento X y el Orejones y yo nos pusimos en mitad de la calle cogidos de la mano. De repente, vimos que se acercaba sin piedad un autocar. Al Orejones y a mí nos empezó a dar la famosa risa de la muerte, una risa que te da cuando te estás muriendo en el Polo Norte. El Orejones se soltó de mi mano y se fue a la acera. Yihad gritaba:

—¡Mirad, qué valiente es el tío!

El tío era yo, Manolito Gafotas. Un autocar no podía conmigo, ni un autocar ni un Jumbo podían conmigo porque yo, con el poder de mi mente, iba a parar a aquel monstruo de cuatro ruedas. No veas la sorpresa que me llevé cuando vi que el autocar se detenía, porque una cosa es que tú te imagines que tu mente tiene superpoderes y otra muy distinta que los tenga de verdad. El autocar se paró en redondo —¡ay!, no, se paró en seco, que me he equivocado de frase—. Mis amigos me aplaudían. De repente vi que la puerta del autocar se abría y pensé: «Ahora me va a preguntar el conductor: “¿Cómo lo has hecho, Manolito? ¿Cómo has podido con la fuerza de tu mente arrebatarme el control de los mandos?».

Pero en seguida me di cuenta de que el conductor jamás me preguntaría eso. No era un conductor desconocido, era el señor Solís, el conductor del autobús del colegio, y cuando le tuve a dos metros y medio supe que no me iba a felicitar por el poder de mi mente.

El señor Solís me cogió del abrigo para llevarme a la directora. El señor Solís me decía que si no me daba cuenta de que podía haberme matado y haberse matado él. El señor Solís me llamó Niño-loco-kamikace. Mis amigos habían dejado de aplaudir y habían dejado la acera; en realidad, habían desaparecido. El señor Solís me gritaba tan fuerte que un perdigón de su saliva se me quedó en el cristal de las gafas. De repente, unos coches, que estaban detrás del autocar del señor Solís, se pusieron a pitar porque querían pasar. El señor Solís tuvo que montarse en el autocar y me dijo que por esta vez me libraba por los pelos de la silla eléctrica y que me fuera cuanto más lejos mejor.

Me volví a mi casa solo con el perdigón del señor Solís en la gafa derecha, porque hay momentos en la vida en los que uno no está ni para limpiarse un perdigón. Aquella tarde no quise merendar, y casi no cené. Mi madre decía:

—A éste le pasa algo.

Así que tuve que disimular porque no quería que mi madre se enterara de que su hijo era mucho peor de lo que ella imaginaba.

Por la noche soñé que el señor Solís y yo estábamos muertos en dos cajas, uno al lado de otro. No me molestaba estar en aquel ataúd; lo que sí que me molestaba era que nadie se había preocupado de limpiarme el famoso perdigón del señor Solís, y no podía ver quién había asistido a mi entierro.

Me desperté sudando, como se despiertan los protagonistas de las películas, y desperté a mi abuelo para contarle lo que me había pasado. Mi abuelo me dijo que yo no tenía que hacer siempre lo que me decían mis amigos, y que ser valiente no era hacer lo que quisieran los más chulitos, y que si Yihad y la Susana fueran tan valientes como dicen, se hubieran quedado a defender a un amigo.

O sea, que mi abuelo le daba la razón al señor Solís. Era la primera vez en mi vida que mi abuelo se ponía de parte del otro bando, así que me puse a llorar, porque la verdad es que me sentía bastante solo en el planeta Tierra. Entonces mi abuelo me dijo que como estaba seguro de que no iba a hacer más una tontería tan grande, a partir de ahora jamás nos acordaríamos de eso y que, al fin y al cabo, todo el mundo se equivoca, sobre todo el que tiene boca, y que a dormir.

Así que como te dije al principio, el Orejones y yo íbamos por el camino a los pocos días de aquella terrible historia jugando a las palabras encadenadas. Él decía:

—Chapa.

—Pato —seguía yo.

Como verás, es un juego bastante menos peligroso que los que les gustan a la Susana y a Yihad. Lo único que tiene de malo es que al final siempre quedamos empate porque uno dice:

—Monja.

—Jamón —sigue el otro.

—Monja.

—¡Jamón!

Y así, hasta el final de los tiempos o hasta que nos despedimos y cada uno se va por su lado, porque ya estamos hartos el uno del otro.

Bueno, pues habíamos acabado el famoso juego de las palabras encadenadas, cuando a mí se me ocurrió lo que iba a hacer minutos más tarde. Le dije al Orejones adiós con la barbilla y me fui corriendo hasta el portal, allí abrí mi cartera con temblores de emoción y saqué mis tres rotuladores, unos rotuladores gordos que nos regala por Navidad Martín, el de la Pescadería, y que ponen en un lado «Felices Pascuas. Pescadería Martín». Mi madre, que siempre le tiene que poner pegas a todo, dice: «Más contentas estaríamos sus clientas si nos regalara un kilo de gambas».

Le quité los capuchones a los superrotuladores y empecé a subir la escalera pasando las puntas por la pared. «Cómo molo», pensé. Hacía tres rayas: una roja, una azul y una negra. Procuraba que quedaran muy rectas para que pareciera una barandilla. No es por nada, pero me estaba quedando fuera de lo normal. Haciendo mi barandilla fantástica subí hasta el tercero. ¿Por qué subí hasta el tercero? Porque yo vivo en el tercero como saben todos los españoles.

Me abrió la puerta mi madre y me miró las manos, como siempre que llego de la calle. Mi madre te mira las manos y sabe dónde has estado, a qué hora y a veces, hasta con quién. Una vez, llegamos mi abuelo y yo a casa un poco tarde. Mi madre me cogió las manos, me las olió y le dijo a mi abuelo: «Te parecerá bonito invitarle al niño a gambas. Ahora la comida me la como yo».

Ya te digo, mi madre no trabaja en la CIA porque los americanos no le han dado una oportunidad, pero es una espía de primera calidad.

Bueno, pues estábamos en que me miró las manos y me las vio llenas de manchas de rotulador. De repente, se quedó más pálida que una
puerta
viendo mi barandilla fantástica, empezó a bajar las escaleras siguiendo su rastro y creo que llegó hasta el portal. El Imbécil la seguía pasando el dedo por las líneas de colores. Luego la oí subir muy despacio. Cuando mi madre hace algo muy despacio es que está a punto de estallar la Tercera Guerra Mundial; así que cuando iba por el segundo me puse a llorar, a ver si así evitaba que me condenaran a muerte. Lloraba suavecito porque algo me decía que tenía que guardar mis reservas de lágrimas para las próximas cinco horas.

La intuición no me había fallado, amigos. Cuando mi madre llegó al tercero me dio mi colleja correspondiente.

A mi madre no la contratan para
Karate Kid, tercera parte
, porque no hay justicia en este mundo, pero mi madre es cien mil veces mejor que el maestro de Karate Kid. Cuando me dio la colleja que te he dicho, yo pensé: «Pues vaya golpe más tonto».

Pero a la media hora empecé a sentir un calor repentino en la parte afectada. Si en ese momento me hubieran echado un huevo en la nuca, el huevo se hubiera frito. Con eso lo digo todo. Aún así, prefiero mil veces una colleja a las broncas de viva voz. Cuando mi madre encuentra un buen tema por el que reñirte, estás acabado. El rollo repollo puede durar semanas, a veces meses, incluso años.

Aquel día el asunto tenía muy mala pinta. Mi madre dijo:

—Este niño me va a matar, ha dibujado con los rotuladores por toda la escalera y se acababa de pintar. Encima no podemos ocultar que ha sido él porque las rayas que ha hecho el monicaco éste llegan hasta nuestra puerta. La comunidad nos hará pagar la pintura, nos quedaremos sin dinero…

Mi madre seguía, seguía y seguía hablando, pero yo ya no la escuchaba. Las lágrimas que ahora salían de mis ojos eran de pena. Me imaginaba a mí y a toda mi familia en la calle, muertos de frío, con agujeros en la camiseta, pidiendo limosna y un bocadillo de nocilla para merendar, como aquella familia que vimos un día en la Puerta del Sol que cantaban para ganarse las limosnas. Mi abuelo les dio trescientas pesetas para que se callasen un rato, porque él personalmente no los podía soportar. La gente aplaudió la increíble idea de mi abuelo, porque la verdad es que aquella familia cantaba peor que todas las familias que he conocido en la vida. Dice mi abuelo que ahora esa familia se gana la vida yendo a los parques con un cartel que dice: «Si no nos das limosna, cantamos (tenemos flauta y guitarra de cuatro cuerdas)».

Creo que les va bastante bien; la gente les llena la gorra de monedas de oro. Mi abuelo es un fuera de serie arreglándole la vida a la gente; es como Supermán pero, con menos poderes; el Imbécil y yo le llamamos Superpróstata.

Mi madre seguía a lo suyo:

—Dentro de un rato empezarán a venir los vecinos a decirme: «A ver si le atas las manos a tu Manolito» y «¿Ahora quién va a pagar el arreglo?». Y luego por la noche vendrá tu padre y me dirá: «La culpa la tienes tú que le regalas los rotuladores» y «Me dirás cómo pagamos este mes este imprevisto».

Entonces mi abuelo se levantó de la silla como si estuviera en el Congreso de los Diputados, levantó la mano como para decir algo muy importante y dijo:

—No os preocupéis porque… voy un momento al water.

No es que no nos tuviéramos que preocupar porque iba al water, es que a veces las ganas le entran repentinamente por culpa de la próstata maldita y tiene que interrumpir las mejores frases de su vida. Volvió en seguida:

—No os preocupéis porque esto lo va a arreglar el abuelo Nicolás.

El Imbécil se puso a aplaudir. Para él todo es muy sencillo en la vida; a mí me pasaba igual cuando era pequeño.

—Catalina —siguió diciendo mi abuelo en su silla del Congreso de los Diputados—, ni una palabra más.

Cuando mi madre se fue a recoger la cocina, mi abuelo me pidió con bastante misterio más rotuladores. Yo fui a la cartera y se los di. Me guiñó un ojo y salió por la puerta sin decir esta boca es mía.

Me quedé sentado en el sofá, pero la curiosidad no me dejaba vivir ni un segundo más en el globo terráqueo. Salí por la puerta igual de sigilosamente que había salido mi abuelo. Cuando vi lo que vi no podía creerlo. A ti te hubiera pasado lo mismo:

Mi abuelo estaba pintando con los rotuladores otras tres rayas del tercero al cuarto. Me acerqué a él muy despacio y le dije bajito:

—Abuelo.

—Joé, Manolito, casi me matas del susto —me confesó.

Los dos hablábamos tan bajo como cuando estamos en la cama.

—¿Qué haces, abuelo?

—Voy a pintar las rayas hasta el cuarto, así nadie tiene por qué echarte la culpa. Se la pueden echar también al del cuarto. Por mucho que te acusen, tú niégalo todo. Y ahora vete a casa.

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