—Ahora, Manolito, demuestra de lo que es capaz un hijo de Manolo García.
Era mi primer puñetazo profesional.
Le rompí las gafas. No sé cómo hice para romperle los dos cristales a la vez. Misterios sin resolver. No se me ocurrió otra cosa que preguntar:
—¿Cómo lo he hecho?
Mi padre contestó muy bajito, muy bajito:
—Vete a la cama, Manolito, antes de que me entren ganas de devolvértelo.
Me fui corriendo a la cama, me tapé toda mi supercabeza con las sábanas y pensé: «Ojalá cuando me despierte hayan pasado por lo menos dos meses después de este día maldito». Pero las orejas me seguían funcionando y podía oír a mi madre decirle a mi padre por el pasillo:
—¡Os habéis propuesto hacer millonario al de la óptica!
Esa noche le dije a mi abuelo que me quedaría durmiendo con él toda la santa noche. Es que me da miedo dormir sin gafas. Cuando me da por tener un día de mala suerte soy capaz hasta de tropezarme en sueños, ya me ha pasado más de una vez. Cuando estaba en la cama me empezó a picar todo el cuerpo. Siempre me pasa eso cuando estoy nervioso, y me tengo que rascar y rascar, igual que un perro sarnoso y abandonado en mitad de una autopista.
—Como sigas rascándote así te vas a hacer sangre.
—Es que no puedo dormirme; por culpa de Yihad voy a dormir sin gafas, por culpa de Yihad le he roto las gafas a papá y encima cuando vuelva al colegio tendré que volver a ver a Yihad y volveré a estar atrapado entre sus garras. Me romperá las próximas gafas, y las próximas, y las próximas, porque la ha tomado conmigo, abuelo.
—Cuando vuelvas mañana del oculista arreglaremos cuentas con Yihad.
—Si tú le pegas por defenderme me llamarán mariquita.
—No le voy a pegar, actuaré de mediador.
«De mediador». ¿Qué era eso?
—Es algo, Manolito, que debiera haber en todas las grandes guerras, un mediador que consiga con palabras lo que no consiguen los puños y las bombas.
Me hubiera gustado advertirle a mi abuelo de que a Yihad las palabras le entraban por una oreja y le salían por la otra. A Yihad le importaban un pimiento las palabras de la maestra, las palabras de su madre, que siempre le estaba riñendo, las palabras de los tebeos (él sólo ve los dibujos) y las palabras de otros niños como yo. Él sólo quiere jugar a machacarte; unas veces en versión «capitán América» y otras en versión «Batman», pero el resultado es siempre el mismo: machacarte, bueno, mejor dicho, machacarme.
Al día siguiente mi padre y yo fuimos al oculista. Como ninguno de los dos veíamos muy bien, cogimos un taxi. Era muy raro salir con mi padre un día de colegio por la mañana; casi siempre es mi madre la que me acompaña a todo. Lo pasamos bestial. Ir al oculista mola un pegote; me encanta que el tío te pregunte qué ves ahí y tú vas y le dices «la P y ahora la J y ahora la K». Es el único momento de tu vida en que te preguntan algo y no te la cargas por dar una respuesta que no es la correcta.
Después del oculista fuimos a desayunar a una cafetería. Yo le dije a mi padre que quería sentarme en un taburete de los de la barra, de esos que dan vueltas. Molaba tres kilos. Mi padre me dejó pedir un batido, una palmera de chocolate y un donuts. No había ningún otro niño en la cafetería, todos debían estar aguantando a todas las
sitas
Asunción que hay en este mundo mundial. Me miré en el espejo de la cafetería para verme el peinado que me había hecho esa mañana: era con la raya al lado y un caracolillo como el de Supermán, y pensé: «A lo mejor creen que no soy un niño, a lo mejor piensan que en vez de ocho años tengo dieciocho. A lo mejor creen que mi padre y yo somos dos amigos o dos primos hermanos. Claro que cuando ponga los pies en el suelo se darán cuenta de mi verdadera estatura. Entonces, a lo mejor creen que soy un enano que trabaja en un circo».
El camarero se acercó a mi padre y le dijo:
—Parece que el niño tiene hambre —luego me dijo a mí—: Como sigas comiendo así te vas a hacer más alto que tu papá.
Hay camareros que lo saben todo. Éste sabía que yo era un niño y que mi padre era mi padre. Debe de ser que mi cara es como un libro abierto, eso es lo que dice siempre mi madre. Está claro que no puedo engañar a nadie.
Mi padre me dejó comer otro bollo y luego me dio unas cuantas vueltas en el taburete y me prometió que un día me llevaría a hacer un viaje largo en el camión. Como verás no me guardaba ningún rencor por haberle roto las gafas. Entonces pensé que yo tampoco tenía que guardarle rencor a Yihad, pero sí que se lo guardaba, y mucho. Todo el rencor del mundo mundial lo tenía yo en esos momentos. En eso había salido a mi madre: ella también es muy rencorosa cuando se pone.
Todo era muy raro ese día; mi padre comía en casa como si fuera domingo. La única que seguía igual era mi madre, que hizo lentejas como casi siempre. Mi abuelo siempre nos pregunta:
—¿Por dónde nos salen las lentejas?
—¡Por las orejas! —gritamos con todas nuestras fuerzas el Imbécil y yo.
El abuelo me llevó al colegio, como todas las, tardes, y mis padres se quedaron echando la siesta. Qué morro. Se acercaba el momento en el que mi abuelo iba a actuar como mediador en nuestra Gran Guerra. En la puerta de la escuela estaba Yihad con su abuelo. El mío me cogió de la mano y fuimos hacia ellos. Yo estaba preparado para que me dieran otro puñetazo. Bueno, por lo menos ahora no me podían romper las gafas; de momento estaban arreglándose en el oculista.
—Don Faustino —le dijo mi abuelo al abuelo de Yihad—, mire cómo le han dejado el ojo a mi nieto de un puñetazo.
—¡Qué bestia! —dijo el abuelo de Yihad para arreglarlo. Yihad miraba para otro lado como si la conversación no fuera con él—. ¿Y no pudiste defenderte, Manolito?
—Es que el otro era más chulito —contestó mi abuelo—. Además le ha roto las gafas.
—Con lo que cuestan unas gafas —dijo don Faustino—. Si mi Yihad hubiera estado delante seguro que le había dado su merecido a ese macarra, ¿verdad, Yihad?
Yihad estaba muy rojo y miraba al suelo, pero dijo que sí con la cabeza. Mi abuelo se acercó mucho a Yihad y terminó la conversación diciendo:
—Así espero que sea la próxima vez. De lo que puede estar seguro ese chulo es de que como esto vuelva a ocurrir entre todos le daremos una buena tunda, así es como aprenden algunos cobardes que sólo se atreven con los más débiles. Y ahora, Manolito, vete con Yihad a clase; con él no tienes que tener miedo, te defenderá de cualquiera; si vas con Yihad el abuelo está tranquilo.
Fue increíble. Mi abuelo se merece el Premio Nobel de la Paz.
Yihad y yo entramos en el colegio sin decirnos nada. Durante la clase Yihad me pasó una nota. Decía:
¿Crees que tu agüelo le dirá a mi agüelo que he sido yo el que te rompió las gafas?
Le contesté con otra nota:
No lo sé, no sé si mi aBuelo le dirá a tu aBuelo que tú eres el culpable.
No creo que Yihad se diera cuenta de la indirecta con la B alta que le había puesto; él es muy bestia en todos los sentidos.
Yo estaba seguro de que mi abuelo nunca se chivaría, pero prefería que el chulito lo pasara mal durante un rato.
Cuando salimos de la escuela nuestros dos abuelos estaban esperándonos. Yo empecé a correr hacia ellos, pero como no llevaba las gafas me tropecé. Bueno, si digo la verdad verdadera tengo que reconocer que me suelo tropezar con o sin gafas, de todas las maneras posibles. Entonces ocurrió lo increíble: Yihad se agachó y me ayudó a recoger la cartera y el jersey. Me hubiera gustado sacarle una foto al más chulito del planeta recogiéndome las cosas. Es algo que no ocurre todos los días. Cuando ya estuve de pie, Yihad me dijo:
—Seguro que se lo ha dicho.
O sea, que el chulito tenía miedo. Creo que fue uno de los momentos más felices de mi vida en el Planeta Azul. Pero no, mi abuelo Nicolás no se había ido de la lengua, no es de esos. Yihad se dio cuenta en seguida porque su abuelo estaba con él como siempre. Nos fuimos los cuatro juntos por el camino, los dos abuelos y nosotros dos, que jamás habíamos andado juntos por la calle. Yihad sólo se me había acercado alguna vez para darme una patada, era la única relación íntima que habíamos tenido. Ésa y la vez que me había roto las gafas. Yihad rompió el hielo infernal que había entre nosotros:
—No nos quedará más remedio que ser amigos.
—Pues sí, ya has oído a mi abuelo lo que puede pasarte si vuelves a tocarme.
En ese momento llegó el Orejones, que se quedó embobado mirándonos. No podía creer que Yihad y yo estuviéramos andando por la calle como dos tíos normales.
—¿Y tú qué miras, bobo? —le preguntó Yihad con mucha educación.
El Orejones ya estaba a punto de echarse a correr, pero yo le paré y le dije a Yihad:
—Si eres amigo mío también tendrás que ser amigo de éste. Responde: ¿Sí o no?
Fueron momentos de gran tensión ambiental. Yihad contestó al final que sí, dijo que sí, y dijo que qué iba a hacer, que no le quedaba más remedio. Pero él también puso sus condiciones:
—Y tú júrame por tu padre que jamás en tu vida me volverás a llamar el capitán Merluza.
Se lo juré por mi padre, por mi madre, por el Imbécil, por mi abuelo, pero sobre todo se lo juré por mí mismo. Sabía que si volvía a pronunciar ese nombre, mi vida correría peligro. De todas formas, como nadie puede entrar en mi cerebro, yo puedo seguir llamándoselo mentalmente por los siglos de los siglos ¡capitán Merluza!
Aquella noche tuve que dormir otra vez sin gafas y otra vez con mi abuelo. Me sentía muy importante, me sentía el fundador de una panda, como el fundador de un país (de los Estados Unidos, por mencionar el país más grande que se me ocurre). Muy pocas personas habían fundado una panda en su vida; yo era uno de ellos. Me merecía una estatua en el parque del Árbol del Ahorcado, una estatua con una placa que dijera:
A Manolito Gafotas. Niño ilustre, fundador de la panda que jugaba en esta misma tierra que pisan tus pies
.
Es verdad que ninguno de los socios de la panda estaba muy seguro de querer pertenecer a ella, pero como dice mi abuelo: «Nunca llueve a gusto de todos».
Si fuera a Religión tendría que confesar al cura un pecado original que cometí el otro día. Pero como voy a Ética sólo te lo voy a contar a ti que me has caído bien, y a media España que también me ha caído bien, porque yo no soy de los que van por la calle preguntando: «Oiga, perdone, ¿es usted cura? ¿Me quiere confesar un pecado bastante original?».
La gente me tomaría por loco: unos dirían: «Anda, vete, salmonete», y otros saldrían corriendo despavoridos. Mi madre me apuntó a Ética para ver si aprendía un poco de educación, que falta me hace: «Por lo menos que hagas menos ruido mientras comes, hijo mío».
Mi abuelo sí que hace ruido, pero como los dientes que lleva no son suyos sino que son del Alcampo, pues todo el mundo le disculpa. De todas maneras lo único que nos enseña la
sita
Asunción en Ética es repetirnos mil veces que como sigamos siendo ese pedazo de bestias que somos al bajar al patio acabaremos siendo unos delincuentes. Pero eso no es nada nuevo, eso nos lo dice a todas horas, hasta en matemáticas, hasta en sueños me lo dice esa mujer despiadada.
Todo esto venía por el pecado bastante original (no es porque sea mío) que cometí el otro día. Te lo voy a contar desde el principio de los tiempos. Resulta que el otro día vino a buscarme mi abuelo al colegio. Hasta ahí todo es normal. Y me trajo en su mano temblorosa un bocata de queso de cabrales, y voy y le digo: