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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Manolito Gafotas (13 page)

Jugamos a superhéroes. Hicimos dos equipos. Yihad me pidió a mí para el suyo. Le dije que si le parecía bien que nuestro lema de ataque fuera: «Los vamos a machacar por la paz mundial». Le pareció chachi. Estaba claro que yo me había convertido en su gran amigo. Jugamos al pañuelo, a la peste bubónica y al churro-mediamanga-mangaentera que es un juego que consiste en que un equipo se agacha y el otro se tira encima sin piedad, es un juego de los llamados «educativos». Yo hacía todo lo que podía, corría y aguantaba con todas mis fuerzas, pero los demás siempre conseguían ganarme. Es el único defecto que le encuentro yo a los juegos de correr y de fuerza, que siempre me ganan. Cuando Yihad se dio cuenta de que conmigo en su equipo no se comía una rosca, decidió que a partir de ese momento ya nadie iría en equipo. El único interés de Yihad era ganar como fuera a Paquito Medina. Ganarnos al Orejones, a la Susana, al Imbécil o a mí no tiene emoción para Yihad.

Cogí al Imbécil de la mano y nos fuimos para casa. En realidad me fui porque no podía aguantarme las ganas de llorar. Había pasado de ser el gran amigo de Yihad a ser una rata de alcantarilla, y eso es algo que fastidia a cualquiera. El Imbécil me vio llorar y se puso a llorar él también. A él se le contagia todo, lo bueno y lo malo. Eso es lo que dice mi madre. Tuvimos que compartir el pañuelo. Primero me soné yo y luego le puse a él el pañuelo en la nariz. Hizo lo de siempre: prepararse con mucha concentración, tomar aire y luego echarse los mocos para adentro en vez de echarlos en el pañuelo. Es su estilo. Y yo me tuve que reír aunque tenía lágrimas en los ojos porque hay que reconocer que aunque sea el Imbécil también es bastante gracioso. En algo se tenía que parecer a mí.

En esas estábamos cuando llegó corriendo Paquito Medina y nos dijo:

—¿Qué hacéis?

—Llorando de la risa —le contesté yo. A ver si te crees que le iba a confesar la verdad.

Entonces Paquito Medina me dijo que si quería ir el domingo a jugar a su casa con el ordenador. Yo le pregunté:

—¿También vas a invitar a Yihad?

—Yihad me lo puede romper. Es un bestia.

Le dije que sí. La verdad es que era un rollo repollo jugar con Paquito Medina al ordenador porque Paquito Medina gana en todo; igual que yo pierdo en todo, pero no me importaba. El tío más listo que yo había conocido en mi vida en la Tierra me quería invitar a mí solo: ¿Por qué? Porque Manolito Gafotas no rompe los ordenadores, porque Manolito Gafotas no es un bestia como otros, porque Manolito Gafotas es un tío de toda confianza. Estaba claro que Paquito Medina había decidido que yo fuera su gran amigo. Creo que fue uno de los momentos más felices de mi vida.

Me dieron ganas de subir a mi casa trepando por las paredes con mi disfraz de Hombre Araña, pero no lo hice. A mi madre no le gusta que el Imbécil suba solo las escaleras. El Imbécil y yo echamos una carrera hasta mi piso. Le gané, claro. Hay dos personas en el mundo mundial a las que gano corriendo: al Imbécil y a mi abuelo Nicolás. ¿Qué pasa? ¡Los hay peores!

Cuando nos estábamos poniendo el pijama, mi abuelo nos decía:

—Uno, dos y tres.

Y el Imbécil y yo gritábamos con todas nuestras fuerzas:

—¡Viva la paz mundial!

Lo estábamos pasando bestial hasta que vino el plasta del vecino de arriba a protestar por el follón. Estaba claro que el famoso lema de la sita Asunción siempre traía problemas a nuestras vidas.

Un cumpleaños feliz

Mi abuelo no quería celebrar su cumpleaños. Dijo que no, que no y que no. Mi madre le decía:

—Pero papá, ochenta años no se cumplen todos los días.

—Gracias a Dios —dijo mi abuelo—. Sólo faltaba que ese disgusto se lo dieran a uno cada dos por tres.

—¡Sí, abuelo! Nosotros te lo preparamos, invitas a tus amigos, compramos una piñata… —ya me lo estaba imaginando.

—Y dentro de la piñata podéis meter pastillas para la artrosis, pastillas para la incontinencia, pastillas para la tensión… —mi abuelo estaba por verlo todo negro—. Si invito a mis amigos esto puede parecer un asilo. No me gusta, todo esto lleno de viejos, de dentaduras postizas, de juanetes, no quiero. Además, ¿qué amigos tengo yo?

—El abuelo de Yihad —le dije yo.

—Le digo al abuelo de Yihad que venga a mi cumpleaños y se mea de risa. Los viejos no celebran el cumpleaños, eso no se ha visto nunca. ¿Queréis también que apague ochenta velitas?

—¡Sí! —dijimos el Imbécil y yo, que a veces estamos de acuerdo.

—Yo apago ochenta velas y me enterráis después del
Cumpleaños feliz
.

El Imbécil y yo empezamos a cantar el
Cumpleaños feliz
. Ese tipo de canciones siempre las cantamos a dúo y dando patadas en las patas de la mesa. Es nuestro estilo: la canción melódica. Mi abuelo seguía a lo suyo:

—Y encima, como eres viejo, la gente sólo te regala bufandas, te llenan el armario de bufandas. Ni una corbata, ni un frasco de colonia, ni un chaquetón tres-cuartos, sólo bufandas.

—Pues dinos lo que quieres que te regalemos.

Mi madre no se da por vencida tan fácilmente.

—¡Nada! No tengo nada que celebrar, no tengo amigos y no tengo ganas de cumplir ochenta años; lo único que tengo son bufandas de los cumpleaños anteriores.

Dicho esto mi abuelo se metió en el cuarto de baño para ponerse los dientes postizos, porque se iba a tomar el sol con el abuelo de Yihad. Mi abuelo no es de los que les gusta tomar el sol sin dientes. Cogió la puerta y se fue. El Imbécil y yo nos quedamos con el
Cumpleaños feliz
en la boca.

Yo hasta ese momento no había conocido a nadie que no quisiera celebrar su cumpleaños. Incluso mi madre, que desde hace muchos años sólo quiere cumplir 37, lo quiere celebrar, y lo avisa muchos días antes para que mi padre se acuerde y le compre un brillante, un visón o una batidora con unas cuchillas mortales, que es lo que al final le acaba comprando siempre.

Después del portazo de mi abuelo pensé que mi madre se iba a enfadar, porque si hay algo que a ella no le gusta en la vida es que le lleven la contraria. Así que el Imbécil y yo nos quedamos muy callados porque en esos momentos es muy fácil que te la cargues por lo que sea; como estornudes un poco fuerte se te puede caer el pelo, y no precisamente por el estornudo. Pero no, mi madre no se enfadó, siguió quitando la mesa como si tal cosa. Ya lo dijo mi padre un día del año pasado: «Ella es imprevisible».

La madre imprevisible no volvió a nombrar el cumpleaños de mi abuelo, y el famoso día A (A de Abuelo) se acercaba peligrosamente. La víspera de aquel miércoles misterioso, mi madre me llamó a su cuarto y cerró la puerta. Yo me eché a temblar inmediatamente y le dije:

—Yo no lo hice con mala intención, fue el Imbécil que sacó los polvorones del mueble-bar y quería ver cómo se espanzurraban si los tirábamos por el balcón. Resultó que el que tiré yo fue el que le cayó a la Luisa en la chepa.

—No te llamaba por eso, Manolito.

Hay veces en la vida que me precipito a la hora de pedir disculpas, y ésta había sido una. Por primera vez en la historia no me llamaba para echarme una bronca terrorífica; me dijo que iba a celebrar el cumpleaños de mi abuelo por encima del cadáver de quien fuera.

—Pero si él no quiere…

—Lo que él quiera o no quiera a nosotros no nos importa.

Así es mi madre, ni el Papa es capaz de hacerla cambiar de planes. Me gustaría a mí que viniera el Papa a decirle a mi madre si tiene que celebrar o no un cumpleaños. Mi madre es la máxima autoridad del planeta, eso lo saben hasta extraterrestres como Paquito Medina.

Mi madre trazó un plan, un plan perfecto, el plan más perfecto que una madre ha trazado desde que existe vida en el globo terráqueo. El plan consistía en lo siguiente:

a) Me iría con mi abuelo a llevar al Imbécil al médico. ¿Qué por qué llevábamos al Imbécil al médico? Porque tenía mocos, pero daba igual, si no hubiera sido por los mocos hubiera sido por otra cosa, porque el Imbécil no sale del médico; es el típico niño que lo coge todo. ¿Por qué? Porque chupa toda la caca del suelo. Pero vamos a dejar esa historia. Si te contara las guarrerías que hace el Imbécil no podrías volver a comer en tu vida.

b) Mientras nosotros estábamos en el médico, mi madre iría al súper a comprar provisiones para la fastuosa merienda colosal.

c) A las seis de la tarde, en casa. Los invitados seríamos: mi padre, mi madre, la Luisa, el marido de la Luisa, yo y el Imbécil.

¡Qué rollo repollo de cumpleaños! Le pregunté a mi madre si se lo decía al abuelo de Yihad, pero mi madre se acordó de que mi abuelo había dicho que le daba corte invitar a un amigo viejo. Pues nada, sin amigo viejo.

Antes de salir de la habitación mi madre dijo:

—Y como me entere de que vuelves a tirar polvorones por la terraza, vas tú detrás.

Ya sabía yo que era imposible entrar a la habitación de mi madre y que no te la cargaras por algo. Bueno, había salido sano y salvo, sin cicatrices, no me podía quejar.

Tener un secreto tan gordo dentro de mi cerebro me ponía muy nervioso. Había momentos en que me parecía que no me cabía el secreto en la cabeza. Por la noche le dije dos o tres veces a mi abuelo cuando nos acostábamos:

—Abuelo, mañana es tu cumpleaños, pero jamás lo celebraremos.

Mi abuelo decía: «Pues bueno», y cerraba los ojos para dormirse. Hay veces que parece un terrible hombre impasible.

Al día siguiente le abrí las tripas a mi cerdo. Mi cerdo es una hucha de barro. Generalmente la gente rompe el cerdo cuando tiene la hucha llena; pero como yo nunca espero a tenerla llena y siempre quiero abrirla cuando suenan dos o tres monedas porque más no aguanto, mi padre le hizo una ranura secreta en la barriga y todos tan contentos: ni yo tengo que romper la hucha ni ellos tienen que comprarme una cada domingo.

Tenía ciento cincuenta pesetas. No era mucho. La verdad es que sólo llevaba ahorrando un fin de semana; eso no daba ni para comprar las bufandas esas a las que mi abuelo tenía tanto asco. Si hubiera tenido dinero me hubiera gustado comprarle una dentadura postiza. Es que la que tiene se la hicieron un pelín grande y como se ponga a comer algo duro es un desastre mundial: acaba por quitarse la dentadura con el trozo de carne clavado en sus dientes postizos.

Me llevé las ciento cincuenta pesetas al colegio. Estaba a punto de gastármelas en el Puesto Azul —el Puesto Azul es el puesto del señor Mariano, que tiene todas las chucherías conocidas en uno y otro confín—, en una bolsa de canicas rojas que le han traído al señor Mariano desde China; pero me eché para atrás porque desde que el Imbécil estuvo a punto de ahogarse con mis canicas, mi madre las tiene bastante prohibidas. Nada de canicas. Luego vi unos sobres que tiene de indios, pero es que los indios del señor Mariano no se tienen de pie, y a mí me gusta que se tengan de pie para hacer una montaña con el cojín y poner a todos los indios asomando sus plumas por detrás, como en las películas. Nada de indios. Luego vi una peonza, pero ya tenía. Un yoyó, ya tenía… ¿A que no sabes lo que vi de repente, sin previo aviso? Una dentadura de Drácula. No tenía dinero para una dentadura de dentista, pero sí para comprarle a mi abuelo una de Drácula. Me gastaría el dinero en mi abuelo. En ese momento fui la mejor persona que he conocido en mi vida, sin exagerar. Fui como ese niño del cuento que es capaz de morir por salvar a su abuelo. Menos mal que yo no me veía en la obligación de morir, porque, la verdad, eso me lo hubiera pensado dos veces.

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