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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Manolito Gafotas (7 page)

Bueno, pues viene mi abuelo a buscarme a kárate y me dice:

—¿Por qué no viene con nosotros tu gran amigo el Orejones?

—¿Mi gran amigo? Mi gran cerdo —contesté yo sin disimular un odio bastante reconcentrado.

Le conté que mientras yo iba a kárate a dejar de andar como ese chino que nunca fui, él se había llevado a su casa a la Susana, a ver el demonio de Tasmania. Y eso que el Orejones sabe que a la Susana me la pedí yo el primer día de curso, porque el año pasado me pasó que los demás se pusieron a pedir como posesos antes que yo, me quedé el último y sólo quedó libre Jessica,
La Gorda
. Así que fuimos dos días novios. El primer día, por empezar un tema de conversación interesante, le pregunté:

—¿Y tú por qué eres tan gorda?

—Porque de mayor quiero ser cantante de ópera —me respondió.

Al día siguiente la tía me la tenía guardada. La tía gorda rencorosa me dijo:

—¿Y tú por qué llevas gafas, Gafotas?

—Para que me las rompa Yihad, que es un chulito y es mi amigo.

Y ya no nos dijimos nada más. Este año Jessica,
La Gorda
, ya no está gorda y se la ha pedido uno que dice que es más guapo que yo. Dice que es más guapo porque no lleva gafas, pero mi abuelo me ha dicho que al cabo de los años las chicas los prefieren con gafas porque suelen tener más dinero. Así que el guapo ese se va a enterar dentro de cincuenta y cinco años.

Bueno, como te he dicho hace una hora, la Susana Bragas-sucias se había ido con el Orejones a ver el demonio de Tasmania. Yo le conté a mi abuelo que la Susana no respetaba nada, que aunque uno se la hubiera pedido se iba con cualquiera que le diera cualquier cosa. Así que al final ella tenía cuarenta mil novios y yo sólo una y de boquilla. Entonces mi abuelo me dijo que no bastaba con pedirse a una chica, que había que declararse, llevársela al parque del Ahorcado y allí decirle: «Me gustas por la mañana, por la tarde y por la noche». Y eso un día, y otro día, y otro día, toda la eternidad, aquí en la tierra y en el espacio sideral. Mi abuelo dice que todas las personas del mundo mundial han dicho eso en algún momento de su vida. Yo no estaba muy convencido de que tenía que declararme, pero mi madre siempre me dice: «Tú no te distingas, no te distingas, que siempre tienes que dar la nota».

Así que al día siguiente le dije a la Susana que quería verla después del colegio en el parque del Ahorcado para decirle una cosa bastante importante. La Susana me dijo que a esa hora empezaba el demonio de Tasmania y que ella el demonio de Tasmania no se lo perdía por nada del mundo y que le dijera esa cosa tan importante allí en su cara porque ella no iba al parque del Ahorcado porque un día se encontró una jeringuilla en la tierra y se la llevó a su madre de recuerdo y encima su madre se puso como una hiedra (que se subía por las paredes) gritándola: «Mañana no sales, ni mañana ni nunca». Así que ella, a partir de ese momento, sólo iba de casa en casa a merendar y a ver el demonio de Tasmania porque en las casas de la gente no había jeringuillas tiradas, a no ser que el padre del niño fuera practicante.

La invité a mi casa. Mejor para mí, porque mi casa tiene calefacción y el parque del Ahorcado, no. Mi madre nos puso unos cojines en el suelo para que no le ensuciáramos el sofá, que lo puso nuevo hace cinco años. Es que el día anterior le había dicho yo a mi madre:

—Mañana viene a merendar la Susana Bragas-sucias.

Mi madre me echó la bronca porque dice que eso es lo peor que se le puede decir a una chica y que lo mejor que se puede hacer con las bragas de una chica es no mirarlas y en paz. Pero di que cuando vino la Susana y se subió el vestido para sentarse en el sofá, que es lo que hace siempre, subirse el vestido para sentarse donde sea, mi madre fue la primera en mirar cómo las llevaba. Y decidió ponernos el cojín en el suelo. Luego, me llamó a la cocina para darme los colacaos y me dice la tía así, bajito:

—¿Qué pasa, que su madre no le da una muda limpia todos los días?

Y yo le tuve que explicar que sí, pero que lo de las bragas de la Susana era un caso para llevar al programa «Misterios sin resolver». Su madre, que había ido a hablar con la
sita
Asunción, decía que las bragas se le manchaban de tierra aunque llevara el chándal y que haría falta que vinieran a España científicos de todo el mundo para saber por qué unas bragas que salían blancas de casa por la mañana dentro de un chándal, a la hora de comer se habían vuelto negras: ¿Por qué? Nadie puede explicárselo, es uno de los grandes enigmas del planeta Tierra. Le estaba dando estas explicaciones a mi madre cuando va y me dice:

—Bueno, Manolito, basta de bragas, que coges un tema y no hay quien te saque. Vete con tu amiga.

Mi madre es así: a ella le gustaría que yo respondiera a sus preguntas con un «sí» o con un «no» para darse media vuelta y ponerse a hablar por teléfono con su amiga. Por eso prefiere al Imbécil, porque el Imbécil es de los de «a la chita callando». Ése es el tipo de niños que a mi madre le gustan, por eso se casó con mi padre, porque mi padre habla sólo tres veces al año, por Nochevieja, por su cumpleaños y cuando gana el Real Madrid.

Bueno, volví con la Susana, que me dijo que la tele del Orejones molaba más que la mía porque tenía no sé cuantas pulgadas más y que ella sólo se tomaba el colacao con chococrispis, así que le pedí a mi abuelo que bajara a por chococrispis. Le dije que si me hacía ese favor lo recordaría hasta después de su muerte. Mi abuelo se fue por la escalera diciendo:

—Joé, con la Susanita, nos tiene a todos machacados.

Cuando se acabó el dichoso demonio de Tasmania, llegó la hora de la famosa declaración:

—Bueno… yo te quería decir que… me gusta mucho tu diadema.

Eso es lo único que me salió. Y ella me contestó:

—Pues no te la voy a dar.

La verdad yo le podía haber dicho algo mejor, pero tampoco era para que ella me diera esa respuesta. Se hizo un silencio bastante sepulcral entre nosotros. Después de un rato de ver anuncios me dice:

—A ver si vas a ser mariquita.

Eso sí que no me lo esperaba, así que tuve que explicarle:

—No, si me gusta para verla en tu pelo no en el mío.

Y entonces la tía se empezó a reír porque decía que estaba imaginándome con las gafas, el flequillo éste un poco tieso que tengo y la diadema. Se empeñó en que me la pusiera, y yo que no, y ella que sí. Le dije:

—Bueno, me la pongo y entonces eres mi novia.

Me dijo:

—Vale, vale, vale.

Estaba como loca porque me pusiera su diadema. Me la puse porque siempre tengo que acabar haciendo lo que me dice cualquiera. Creo que nadie se ha reído nunca tanto de nadie como la Susana de mí la otra tarde: me señalaba y se estrujaba la falda de las carcajadas. Al Imbécil se le contagió la risa; ése siempre se pone de parte del que más se ríe. Mi madre vino a ver a qué santo venía tanto jaleo. Cuando me vio con la diadema dijo:

—Qué payaso eres, Manolito.

¡Encima! A la hora y media se le pasó la risa a la niña esa. Entonces me echó en cara que se estaba aburriendo, que lo único con lo que se le podía pasar el aburrimiento era disfrazándonos y pintándonos la cara. Le tuve que coger a mi madre, de estranjis, unos camisones y su bolsa de pinturas. La Susana decía que era la princesa de Aladino. A mí me dejó en calzoncillos y con un pañuelo en la cabeza; decía que yo era el genio de Aladino. Así que la tía se ponía a frotar la lámpara, que era un jarrón de cristal azul y rojo que tiene mi madre encima de un paño, y pedía un deseo y pedía otro y otro:

—Ahora me traes al Imbécil, que era mi hijo y me lo habían raptado. Ahora matas a uno que me quiere invadir el palacio. Ahora me pones más chococrispis, ahora un vaso de agua…

Me tenía frito, sudando de una habitación a otra; a mi lado, el genio de Aladino vivía como un príncipe chino. En una de estas fue a frotar la lámpara maravillosa y se cargó el jarrón azul y rojo de mi madre. Pensé lo mismo que dice mi madre cuando rompemos algo: «Lo estaba viendo desde hace rato».

Menos mal que estábamos solos, que si no, mi madre me da mi colleja correspondiente delante de la Susana. Porque si mi madre en un momento de su vida quiere darte una colleja te la da aunque sea delante de millones de telespectadores. Ella no se corta.

Nos quedamos mirando cómo mi abuelo recogía los trozos del jarrón. La Susana decía:

—Si eres mi novio no se te ocurra decirle a tu madre que he sido yo la que lo he roto.

Después de decir esa frase la Susana se metió un puñado de chococrispis en el abrigo y se marchó por la puerta grande.

Al Imbécil lo tuvimos que subir en el sofá nuevo para que no se cortara, pero se las apañó para coger un trozo del suelo y cortarse inmediatamente. Lo tuve que limpiar yo porque como mi abuelo está de la próstata se marea con la sangre. El Imbécil no paraba de llorar y para que se callara tuve que darle la crema de afeitar de mi padre. Esos botes con espuma siempre le calman mucho.

Al rato llegó mi madre, que no trabaja en la CIA porque los de la CIA no se han enterado de que existe; pero te juro que mi madre es cien mil veces mejor que James Bond y todos sus enemigos. Pisó el suelo, el suelo le hizo cracs en los zapatos, entonces miró a la mesa, supo que se había roto el jarrón. Miró al sofá, supo que el Imbécil había estado subido con sus botas ortopédicas, olió en el aire la espuma de afeitar de mi padre y supo que el Imbécil la había gastado. Miró a mi abuelo, supo que estaba harto. Y luego me miró a mí y al verme con la cabeza metida en el cuello del chándal, supo que estaba esperando mi bronca correspondiente. Tomó aire para empezar su discurso, pero mi abuelo la interrumpió:

—No le digas nada al chiquillo que el jarrón lo he roto yo. Yo le he dejado la espuma de afeitar al canijo y yo le he subido al sofá.

Mi madre empezó a echarle la bronca a mi abuelo y mi abuelo aprovechó para bajarse a tomar un café con gambas al Tropezón, que es lo que hace cuando no le gusta el panorama.

Por la noche me metí en la cama de mi abuelo para calentarle los pies. Siempre me recompensa con veinticinco pesetas en la hucha, pero esa noche le dije que se los calentaba gratis por haberme salvado de la silla eléctrica.

Mi abuelo me dijo que como siguiera con esa novia sería el primer niño con infarto del mundo mundial.

Al día siguiente, cuando estábamos en el recreo, la Susana me mandó insultar a un niño de cuarto, llevarle tierra para hacer un castillo y hacer de peste bubónica con tres de sus amigas.

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