Las empresas farmacéuticas son muy aficionadas a promocionar ventajas de índole teórica («incide más en el receptor Z4, así que ¡debe de tener menos efectos secundarios!») y datos tomados de experimentos con animales o de «resultados intermedios» («mejora los resultados de los análisis de sangre, así que ¡debe de proteger mejor frente a los ataques al corazón!») como prueba de la eficacia o la superioridad de su producto. Muchos de los libros más detallados de los nutricionistas populares, si es que ustedes son tan afortunados de leerlos algún día, juegan esa misma baza clásica de las compañías farmacéuticas con mucha energía y firmeza. En ellos se llega a afirmar, por ejemplo, que un «ensayo aleatorizado con control de placebo» ha revelado que una determinada vitamina tiene una serie de
beneficios
, cuando, en realidad, lo que querían decir es que dicha vitamina ha mostrado cambios en un «resultado intermedio».
Por ejemplo, el ensayo puede haber mostrado únicamente que hubo un incremento apreciable (respecto al placebo) en las cantidades de vitamina presentes en el flujo sanguíneo tras la ingesta de dicha vitamina, lo que constituye un hallazgo bastante poco espectacular en sí mismo. Pero esto se presenta luego al confiado lector lego en la materia como si se tratara de un ensayo positivo. O, por poner otro ejemplo, el ensayo puede haber mostrado que se apreciaron variaciones en algún otro indicador sanguíneo (quizás en el nivel de algún componente mal conocido del sistema inmunitario), pero el nutricionista mediático lo presenta como si fuera una prueba concreta de un beneficio observable en el mundo real.
El uso de resultados intermedios presenta diversos problemas. A menudo, sólo están tenuemente asociados con la enfermedad real: han sido deducidos a partir de un modelo teórico sumamente abstracto y, en muchos casos, han sido desarrollados en el entorno (idealizado al máximo) de un animal experimental, generado por manipulación genética y mantenido bajo condiciones de estricto control fisiológico. Obviamente, se puede usar un resultado intermedio para generar y examinar hipótesis acerca de una enfermedad real en una persona de verdad, pero, para ello, necesita haber sido cuidadosamente validado. ¿Muestra una clara relación dosis-respuesta? ¿Es una verdadera variable predictiva o independiente de la enfermedad, o se trata, meramente, de una «covariable», es decir, de algo que está relacionado con la enfermedad de un modo distinto (por ejemplo, porque no ha intervenido como causa de ésta, sino que ha sido causado por la propia enfermedad)? ¿Se aprecia un límite bien definido entre valores normales y anormales?
Yo sólo me estoy limitando (quiero dejarlo claro) a tomarles la palabra a los celebrados nutricionistas mediáticos: ellos son los que se presentan como hombres y mujeres de ciencia, y llenan sus columnas (y programas de televisión y libros) de referencias a investigaciones científicas. Simplemente, estoy sometiendo sus afirmaciones al mismo nivel exacto de rigor (muy básico y poco complejo, por cierto) al que sometería cualquier nuevo trabajo teórico, cualquier afirmación proveniente de una empresa farmacéutica o cualquier fórmula retórica para comercializar una píldora, por ejemplo.
No es irrazonable usar datos procedentes de resultados intermedios, como hacen ellos, pero los conocedores de la materia siempre se muestran muy cautos al respecto. Nos interesa el trabajo teórico inicial, sí, pero, en la gran mayoría de los casos, tenemos que tomarlo con la precaución de que «la realidad es un poco más compleja». Sólo deberíamos estar dispuestos a atribuir a un resultado intermedio algún tipo de significación si nosotros mismos hemos leído todo lo que había que leer sobre él, o si podemos estar completamente seguros de que la persona que nos garantiza su validez fue muy competente, efectuó una evaluación sólida de toda la investigación realizada en un determinado campo, etc.
Con los datos procedentes de estudios con animales se plantean problemas de similar naturaleza. Nadie puede negar que estos estudios resultan valiosos en el terreno de la teoría, por ejemplo, a la hora de desarrollar hipótesis o de sugerir riesgos de seguridad, si se evalúan y se valoran con cautela. Pero los nutricionistas que colaboran en los medios de comunicación, impulsados por el anhelo de verter allí afirmaciones relacionadas con nuestro estilo de vida, suelen ser incapaces de ver los problemas que conlleva la aplicación de estas pepitas teóricas aisladas al campo de los seres humanos, y, a juzgar por su manera de actuar, cualquiera diría que no hacen más que pescar en Internet en busca de pedacitos aleatorios de ciencia que les ayuden a vender mejor sus píldoras y sus conocimientos (imagínense). Tanto los tejidos como las enfermedades de un modelo animal pueden diferir mucho de los observables en un sistema humano vivo, y estos problemas se acentúan cuando el modelo de partida es uno nacido puramente de las placas de laboratorio. La administración de dosis inusualmente elevadas de sustancias químicas a animales puede distorsionar los caminos metabólicos habituales y arrojar resultados engañosos, entre otros problemas. El hecho de que algo pueda regular otra cosa en sentido ascendente o descendente en un modelo no significa que vaya a tener ese mismo efecto en una persona (como veremos cuando analicemos la sorprendente verdad sobre los antioxidantes).
Entonces, ¿qué ocurre con la cúrcuma, de la que estábamos hablando antes de que intentara mostrarles todo el mundo de la aplicabilidad de la investigación teórica en el diminuto grano de una especia? La verdad es que sí, hay ciertos indicios de que la curcumina, una de las sustancias químicas presentes en la cúrcuma, es un principio altamente activo desde el punto de vista biológico, y es activo de todas las formas diferentes en que puede serlo y en todas las clases de sistemas distintos en que puede actuar (¡cuidado!, porque esto significa que también puede ser carcinogénico, y hay fundamentos teóricos suficientes para pensarlo). De lo que no hay duda es de que constituye un objetivo válido para presentes y futuras investigaciones.
Pero respecto a la afirmación de que debemos comer más curry para ingerir más cúrcuma (de la que «investigaciones recientes» han mostrado que «ejerce una gran protección frente a múltiples formas de cáncer, especialmente el de próstata»), tal vez prefieran remontarse a un paso previo para situar tales pretensiones teóricas en el contexto de sus propios organismos. Nuestro cuerpo no absorbe casi nada de la curcumina que comemos. Tendríamos que ingerir varios gramos para alcanzar niveles serológicos significativamente detectables, pero para consumir esos pocos gramos de curcumina, tendríamos que comer cien gramos de cúrcuma. Buena suerte, si se atreven. Entre la investigación de laboratorio y la receta de cocina, hay muchos más aspectos en los que pensar y que los nutricionistas no explican.
Selección ventajosa
Hay que intentar dar toda la información para ayudar a otros a juzgar el valor de nuestra propia contribución, y no sólo aquella información que induzca a formular juicios encaminados en una determinada dirección.
R
ICHARD
P. F
EYNMAN
Se calcula que, hasta el momento, se han publicado unos quince millones de artículos médicos en todo el mundo. Cada mes, se publican cinco mil revistas especializadas. Muchos de esos artículos contienen conclusiones y afirmaciones contradictorias: seleccionar lo que es relevante (y descartar lo que no lo es) es una tarea de descomunales proporciones. Se hace inevitable que tomemos atajos. Así, confiamos en artículos que resumen otros artículos publicados, o en metaanálisis, o en manuales, o en testimonios de oídas, o en reseñas periodísticas informales sobre un tema determinado.
Eso es suponiendo, claro está, que lo que nos interese sea llegar a la verdad. ¿Qué pasa cuando lo único que se buscan son razones para justificarse? Hay pocas opiniones que sean tan absurdas como para que no haya, al menos, una persona con un doctorado en alguna parte del mundo que las suscriba y las respalde a beneficio de quien sea. Del mismo modo, hay pocas proposiciones en medicina que sean tan ridículas como para que no se pueda invocar en apoyo de las mismas alguna prueba experimental publicada en alguna parte (siempre, claro está, que no nos importe que la relación sea endeble y que los ejemplos tomados de la bibliografía especializada hayan sido seleccionados de forma interesada, citando únicamente los estudios que estaban a favor de la posición defendida).
Uno de los grandes estudios sobre la selección ventajosa de ejemplos de la bibliografía académica especializada figura en un artículo dedicado a Linus Pauling, el bisabuelo del nutricionismo moderno, y a su influyente trabajo sobre la relación entre la vitamina C y el resfriado común. En 1993, Paul Knipschild, profesor de epidemiología de la Universidad de Maastricht, publicó uno de los capítulos de un imponente manual titulado
Systematic Reviews
. Se había tomado la extraordinaria molestia de abordar la bibliografía especializada existente en tiempos de Pauling (cuando éste estaba en activo) y de someterla al mismo análisis riguroso y sistemático que encontraríamos en la reseña de un artículo académico de nuestros días.
Lo que descubrió fue que, aunque algunos ensayos sí sugerían que la vitamina C tenía algunos beneficios, Pauling había citado selectivamente ejemplos de la bibliografía sobre el tema para corroborar su argumento. Cuando había hecho alguna referencia a ensayos que ponían seriamente en duda su teoría, había sido para desestimarlos por supuestos defectos metodológicos. Pero como un examen frío de su forma de trabajar demostró, también los artículos y trabajos que había citado en apoyo de su hipótesis eran defectuosos desde el punto de vista de la metodología.
En defensa de Pauling, cabe decir que la suya fue una era en la que no se disponía de mejores conocimientos y que, por lo tanto, él no debió de ser consciente de lo que estaba haciendo en aquel momento. Pero, en la actualidad, la selección ventajosa de datos y pruebas es una de las prácticas discutibles más comunes en las terapias alternativas, y, en concreto, en el nutricionismo (es esta selección ventajosa, en realidad, la que sirve a los terapeutas alternativos para caracterizar lo que ellos conciben —de forma harto grandilocuente— como su «paradigma alternativo»). También ocurre en la medicina convencional, pero con una crucial diferencia: en ella, está reconocido como un problema importante y, en ella también, se han realizado muchos esfuerzos para buscarle remedio.
Dicha solución es un proceso llamado «revisión sistemática». En vez de deambular por el ciberespacio seleccionando los artículos y trabajos que mejor sirvan para apuntalar nuestros prejuicios y que más nos ayuden a vender un determinado producto, en una revisión sistemática aplicamos una estrategia explícita de búsqueda para rastrear datos (una estrategia que se describe abiertamente luego, en el artículo publicado con los resultados, donde se indican incluso los términos de búsqueda empleados para indagar en las bases de datos de trabajos), tabulamos las características de cada estudio que encontramos, medimos (a ser posible, de forma «ciega» respecto a los resultados de los estudios) la calidad metodológica de cada uno de ellos (para comprobar lo «imparciales» que son), comparamos alternativas y, por último, elaboramos un resumen crítico y ponderado.
Esto es lo que la Cochrane Collaboration hace con todos los temas médicos que identifica como tales. Está abierta, incluso, a que se le remitan nuevas cuestiones o preguntas sobre medicina que necesiten respuesta. Esta cuidadosa criba de información ha revelado la existencia de enormes lagunas en nuestro conocimiento, ha evidenciado el carácter defectuoso (en ocasiones, incluso dañino) de ciertas «buenas prácticas» y, simplemente, gracias al filtrado metodológico de datos preexistentes, ha salvado más vidas de las que podamos imaginarnos. En el siglo XIX, como bien ha dicho el doctor en salud pública Muir Gray, hicimos grandes avances en el abastecimiento de agua limpia y clara; en el siglo XXI, haremos los mismos avances en el abastecimiento de información limpia y clara. Las revisiones sistemáticas son una de las grandes ideas del pensamiento moderno. Deberíamos loar sus virtudes.
C
UESTIONANDO LOS ANTIOXIDANTES
Ya hemos visto la clase de errores que cometen los miembros del movimiento nutricionista en su ansia por justificar sus afirmaciones más confusas y técnicas. Ahora aprovecharemos este nuevo conocimiento que hemos adquirido y haremos con él algo más divertido: lo aplicaremos a una de las afirmaciones clave que se formulan desde el movimiento nutricionista (y que, de hecho, se ha convertido en una creencia muy generalizada entre la población), como es la de que deberíamos ingerir más antioxidantes.
Como, llegados a este punto, ya saben ustedes, existen múltiples formas de decidir si la totalidad de las pruebas aportadas por las investigaciones en apoyo de una determinada afirmación o hipótesis realmente se sostienen o no, y, paralelamente, que resulta raro que un único elemento de información sirva por sí solo para corroborarla. En el caso de una hipótesis o afirmación acerca de la alimentación, por ejemplo, hay muchos aspectos diferentes que podemos indagar: si resulta plausible desde el punto de vista teórico; si está respaldada por lo que ya sabemos a partir de la relación entre las dietas y la salud; si está sustentada en «ensayos de intervención» (aquellos en los que se da a un grupo una dieta y a otro otra distinta); y si esos ensayos midieron resultados del mundo real (como el índice de «muertes») o resultados intermedios (como los indicadores de un análisis de sangre) que sólo están hipotéticamente relacionados con una enfermedad.
Lo que aquí me propongo no es, en ningún caso, sugerir que los antioxidantes son
totalmente
irrelevantes para la salud. Si tuviera que estampar en una camiseta el lema que define a este libro en su conjunto, ése sería: «Creo que se darán cuenta de que las cosas son en realidad un poco más complejas». Lo que pretendo es «cuestionar» (como se suele decir) la visión nutricionista predominante respecto a los antioxidantes, que, hoy por hoy, padece un retraso aproximado de sólo veinte años en comparación con las pruebas empíricas sugeridas por las investigaciones científicas.
Desde una perspectiva puramente teórica, la idea de que los antioxidantes son beneficiosos para la salud no está exenta de atractivo. Cuando yo era un estudiante de medicina —no hace tanto tiempo—, el manual de bioquímica más popular era el de Stryer. Este enorme libro está repleto de complejos diagramas de flujo entrelazados que explican cómo se mueven por nuestro organismo las diversas sustancias químicas (aquellas de las que estamos hechos). Muestra, por ejemplo, cómo las diferentes enzimas descomponen los alimentos para convertirlos en sus elementos moleculares constituyentes; cómo se absorben éstos; cómo son luego recompuestos en moléculas más grandes que nuestro organismo necesita para generar músculos, retinas, nervios, huesos, cabellos, membranas, mucosas y todas las demás cosas de las que estamos formados; cómo se descomponen las diversas formas de grasa para ser luego recombinadas en nuevas formas de grasa; cómo se van descomponiendo diferentes formas moleculares —azúcares, grasas, incluso alcoholes— gradualmente, paso a paso, para liberar energía, y cómo se transporta esa energía; y cómo los productos secundarios de este proceso son usados, o son ensamblados a algo que los transporte por el riego sanguíneo y se deshaga de ellos en los riñones, o son metabolizados para convertirlos en constituyentes adicionales diversos, o son transformados en algo que pueda ser útil en otras partes del cuerpo, etc. Ése es uno de los grandes milagros de la vida y resulta interminable, hermosa e intrincadamente fascinante.