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Authors: Ben Goldacre

Tags: #Ciencia, Ensayo

Mala ciencia (14 page)

Pero por encima incluso de estas restricciones de carácter práctico, hay también cambios estructurales en los supuestos éticos desde los que se trabaja en la profesión médica, para la que, cada vez más, lo de tranquilizar o confortar al paciente es una extravagancia mal vista. Un médico moderno se devanará los sesos tratando de dar con la fórmula verbal correcta que le permita administrar un placebo, por ejemplo, debido a la dificultad con la que se enfrenta a la hora de resolver el dilema entre dos principios éticos muy diferentes: el de nuestro deber de curar a nuestros pacientes tan eficazmente como podamos, y el de nuestra obligación de no mentirles. En muchos casos, se ha llegado a formalizar la prohibición de tranquilizar y suavizar datos o hechos preocupantes más allá de lo que podría considerarse razonable. Como el médico y filósofo Raymond Tallis escribió no hace mucho: «El impulso de mantener a los pacientes plenamente informados ha desembocado en un aumento exponencial del número y el rigor de los requisitos formales de consentimiento por parte de aquellos, que sólo sirven para confundirlos y asustarlos más, al tiempo que retrasan su acceso a la atención médica que precisan».
[23]

No pretendo sugerir en ningún momento que, históricamente, ésa haya sido una equivocación. Las encuestas muestran que los pacientes quieren que sus médicos les digan la verdad sobre los diagnósticos y los tratamientos (aunque siempre hay que tomar este tipo de datos con cierta cautela, pues las encuestas también nos dicen que los médicos son las figuras públicas que más confianza inspiran, mientras que los periodistas son las que menos, pero ésa no parece ser la lección que se extrae del caso que hicieron los ciudadanos al bulo sobre la vacuna triple vírica que propagaron los medios de comunicación).

Lo chocante, quizás, es cómo se asumió todo esto (la primacía de la autonomía y del consentimiento informado del paciente por encima de la eficacia) sin una discusión y una argumentación previas dentro de la propia profesión médica. Aunque las palabras tranquilizadoras del típico doctor victoriano, que «deslumbraba» a sus pacientes con palabras científicas, son ya cosa del pasado en medicina, el éxito del movimiento de las terapias alternativas (cuyos profesionales engañan, confunden y «deslumbran» a sus pacientes con graves explicaciones de pretendida cientificidad, como el más condescendiente de los doctores victorianos imaginable) da a entender que tal vez exista aún un mercado para esa clase de enfoque.

Hace cosa de cien años, Quesalid, un indio canadiense particularmente reflexivo, se dedicó a dar detallada fe documental de estos dilemas éticos.
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Quesalid era un escéptico: él creía que el chamanismo era una bobada que sólo funcionaba por una cuestión de fe, así que decidió investigar esta idea en secreto. Dio con un chamán dispuesto a llevarlo con él y aprendió todos los trucos del oficio, incluida aquella parte de la actuación en la que el curandero, tras haber ocultado un mechón de pelo en un rincón de la boca y tras chupar y respirar agitadamente, en el momento culminante de su ritual de curación, lo saca de la boca, cubierto de sangre (salida de la disimulada mordedura que se ha hecho él mismo en el labio), y lo presenta solemnemente a los allí reunidos como un espécimen patológico extraído del cuerpo del pobre paciente.

Quesalid tenía pruebas de la farsa, se sabía el truco porque había trabajado desde dentro y estaba decidido a destapar a quienes lo practicaban. Pero, como parte de su formación, también tuvo que realizar algunos trabajos más propiamente clínicos. Un día, una familia que «había soñado que él sería su salvador» lo llamó para que acudiera a visitar a un paciente con problemas. Él hizo el truco del mechón y, consternado, humillado y asombrado, tuvo que constatar que su paciente mejoró tras aquello.

A partir de entonces, y aunque siguió conservando un sano escepticismo respecto a la mayoría de sus colegas, Quesalid (quizá, para su propia sorpresa) desarrolló una larga y productiva carrera como curandero y chamán. El antropólogo Claude Lévi-Strauss, según escribió en su ensayo «El hechicero y su magia», no sabía muy bien cómo tomárselo: «Pero es evidente que él realiza su oficio a conciencia, se enorgullece de sus logros y defiende acaloradamente la técnica del pelo ensangrentado frente a todas las escuelas rivales. Parece haber perdido de vista por completo el carácter falaz de la técnica que tanto había despreciado al principio».

Obviamente, puede que no sea ni siquiera necesario engañar al paciente para maximizar el efecto del placebo. Un estudio clásico de 1965 —aunque demasiado reducido y sin grupo de control— nos da una pequeña pista de por dónde podrían ir los tiros.
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En aquel experimento administraron una pastilla rosa de azúcar tres veces al día a pacientes «neuróticos», que reaccionaron bien al tratamiento y a los que, por otra parte, se les explicó con meridiana claridad qué les estaba sucediendo:

Se preparó este guión breve de explicación: «Sr. X, […] queda una semana para su siguiente visita y nos gustaría hacer algo para aliviar un poco sus síntomas. Se han usado muchos tipos diferentes de tranquilizantes y pastillas para dolencias como la suya, y muchos de ellos han servido de ayuda. Para muchas personas con su mismo tipo de afección también han sido de ayuda las que a veces llamamos «pastillas de azúcar» y nosotros tenemos la impresión de que una de esas pastillas también podría ayudarle a usted. ¿Sabe lo que es una pastilla de azúcar? Es un comprimido sin medicamento alguno. Creo que esta píldora le ayudará a usted como ya ha ayudado a otras muchas personas. ¿Está dispuesto a probarla?».

Al paciente se le proporcionaba entonces una provisión de placebo en forma de cápsulas rosas contenidas en un pequeño frasco con una etiqueta en la que figuraba el nombre del Hospital Johns Hopkins. Se le daba instrucciones para que se las tomara a intervalos bastante regulares: una cápsula tres veces al día coincidiendo con las comidas.

Los pacientes mejoraron ostensiblemente. Podría extenderme aún más, pero esto les sonará a una vieja canción: ya sabemos que el dolor tiene un componente psicológico muy marcado. ¿Dónde está entonces la parte más sólida, algo que sea más «contraintuitivo», que tenga más apariencia de… científico?

Fue el doctor Stewart Wolf quien llevó el efecto placebo hasta el límite.
[26]
Concretamente, explicó a dos mujeres que padecían náuseas y vómitos (y una de las cuales estaba embarazada) que tenía un tratamiento que mejoraría sus síntomas. Lo que hizo en realidad fue introducirles un tubo hasta el estómago (para que no saborearan el repugnante amargor) y administrarles Ipecac, un medicamento supuestamente indicado para
inducir
náuseas y vómitos.

Pues bien, no sólo mejoraron los síntomas de las pacientes tras aquello, sino que sus contracciones gástricas —que el Ipecac debía haber empeorado— se
redujeron
. Los resultados de Wolf sugieren —y sólo sugieren, porque su muestra era demasiado reducida— la posibilidad de que un fármaco tenga el efecto opuesto al que sería de esperar según su farmacología, simplemente, manipulando las expectativas de las personas. En este caso, el efecto placebo fue más potente incluso que las reacciones farmacológicas.

¿Más que moléculas?

¿Existe entonces algún tipo de investigación básica de laboratorio que explique lo que sucede cuando se nos administra un placebo? Bueno, tomando un poco de aquí y un poco de allá, sí, aunque no son experimentos fáciles de realizar. Se ha demostrado, por ejemplo, que la «versión» placebo de un medicamento real puede inducir los mismos efectos que éste en el cuerpo, no sólo en seres humanos, sino también en animales.
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La mayoría de los fármacos destinados a tratar la enfermedad de Parkinson funcionan incrementando el nivel de dopamina liberada en el organismo. Pues bien, los pacientes receptores de un tratamiento placebo contra la enfermedad de Parkinson, por ejemplo, evidenciaron un nivel adicional de dopamina liberada en el cerebro.

Zubieta y sus colaboradores (2005) mostraron que los sujetos sometidos a dolor y, seguidamente, tratados con un placebo liberan más endorfinas que aquellos que no reciben nada.
[28]
(Me siento obligado a mencionar que tengo mis dudas acerca de este estudio, porque las personas a quienes se les administró el placebo también fueron las que tuvieron que soportar estímulos más dolorosos, que es otro factor que puede explicar por qué mostraron niveles más altos de endorfinas. Consideren esto como una pequeña ventana abierta al maravilloso mundo de la interpretación de datos poco claros.)

Si ahondamos en el trabajo teórico procedente del estudio del reino animal, vemos que es posible también condicionar los sistemas inmunológicos de diversas especies para que respondan a los placebos, exactamente igual que el perro de Pavlov empezaba a salivar en respuesta al sonido de una campana. Los investigadores han detectado cambios en el sistema inmunológico de los perros cuando se les administra únicamente agua de sabor azucarado, después de que esos animales hayan asociado ese líquido azucarado a la inmunodepresión tras habérsela administrado repetidamente con ciclofosfamida, un fármaco que deprime el sistema inmunitario.
[29]

También se ha registrado un efecto similar en humanos. Unos investigadores dieron a sujetos sanos una bebida con un sabor característico al mismo tiempo que ciclosporina A (un fármaco que reduce apreciablemente la función inmunitaria).
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Una vez cimentada la asociación entre la bebida y el medicamento (tras suficientes repeticiones de la administración conjunta de ambos), los estudiosos hallaron que la bebida con un sabor característico podía inducir por sí sola unos niveles modestos de depresión inmune. Algunos investigadores han llegado incluso a obtener una relación entre el consumo de sorbetes y la actividad de las llamadas células NK o nulas (un tipo de linfocitos).
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¿Qué significa todo esto para ustedes y para mí?

En general, tendemos a pensar, de un modo bastante peyorativo, que, si el dolor de una persona responde bien a un placebo, eso quiere decir que «todo estaba en su cabeza» y ya está. A juzgar por los datos de diversas encuestas, incluso el personal médico y de enfermería se cree esa especie de bulo.
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En un artículo publicado en
The Lancet
en 1954 —una época que podríamos considerar de un planeta distinto al nuestro en lo que respecta a la manera en que los médicos hablaban de sus pacientes— se afirmaba que: «A algunos pacientes poco inteligentes y más bien incompetentes, se les facilita mucho la vida con un frasco de medicinas para reconfortarles el ego».

Eso es un error. No sirve de nada tratar de exceptuarse uno mismo y pretender que esto es algo que les sucede a otras personas, porque todos respondemos al placebo. Los investigadores se han esforzado por caracterizar a los pacientes tipo que responden a los placebos en muchas clases de estudios y experimentos, pero los resultados que han obtenido se parecen a esos horóscopos del día que pueden servir para cualquiera. Se dice, por ejemplo, que quienes responden al placebo son más extrovertidos, al mismo tiempo que más neuróticos, que son más equilibrados y, a la vez, más hostiles, que tienen más habilidades sociales, que son más agresivos al tiempo que más obedientes, etc. En la persona tipo que responde al placebo encajamos todos.
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Nuestro cuerpo le juega malas pasadas a nuestra mente. No somos de fiar.

¿Cómo unimos todo esto? Moerman reformula el efecto placebo denominándolo la «respuesta del significado profundo», es decir, «los efectos psicológicos y fisiológicos del tratamiento de las enfermedades», y el suyo es un modelo bastante convincente. Ha realizado, además, uno de los más impresionantes análisis cuantitativos del efecto placebo y de cómo cambia según el contexto, recurriendo nuevamente a pacientes con úlcera de estómago.
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Como ya dijimos anteriormente, ésta es una dolencia excelente para esta clase de estudios, ya que es habitual y tratable, pero, sobre todo, porque el éxito del tratamiento puede constatarse de forma inequívoca examinando posteriormente la zona con un gastroscopio.

Moerman examinó 117 estudios de medicamentos contra la úlcera realizados entre 1975 y 1994, y descubrió para gran asombro de todos que interactúan de un modo que jamás habríamos esperado: en el terreno cultural, más que farmacodinámicamente. La cimetidina fue uno de los primeros fármacos contra la úlcera que apareció en el mercado y continúa siendo usada hoy en día. En 1975, cuando era nueva, erradicaba el 80 % de las úlceras (según la media obtenida de los diversos ensayos que se hicieron). Con el paso del tiempo, sin embargo, la tasa de éxito de la cimetidina fue disminuyendo hasta quedarse en un mero 50 %. Más interesante aún: tal deterioro se produjo principalmente, al parecer, tras la introducción en el mercado —cinco años más tarde— de la ranitidina, un fármaco rival y supuestamente superior. De manera que la misma medicina (exactamente) pasó a ser menos eficaz a medida que se fueron introduciendo otras nuevas.

Son muchas las interpretaciones posibles de semejante fenómeno. Como es lógico, esto podría deberse a un cambio en los protocolos de las investigaciones. Pero otra posibilidad bastante convincente es que los medicamentos más antiguos vayan perdiendo eficacia tras la introducción de otros nuevos, porque esto último hace que se deteriore la fe médica en los primeros. Otro estudio de 2002 analizó 75 ensayos de antidepresivos llevados a cabo durante los veinte años anteriores y halló que la respuesta al placebo se ha incrementado significativamente en los últimos tiempos (al igual que la respuesta a la medicación), quizá porque también han aumentado las expectativas que nos hemos ido formando en torno a esos fármacos.
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Los hallazgos de este tipo tienen importantes ramificaciones para nuestra concepción del efecto placebo y para el conjunto de la medicina en general, pues los placebos pueden constituir una potente fuerza universal: debemos recordar, en concreto, que el efecto placebo —o el «efecto del significado profundo»—
varía según las culturas y las sociedades
. Los analgésicos de marca podrían ser mejores que los que vienen en un envase en blanco solamente aquí y en nuestra época. Si ustedes buscaran a alguien con un dolor de muelas en el año 6000 a.C. o en el curso alto del Amazonas en 1880, o si se hubieran dejado caer por la Rusia soviética durante la década de 1970 (donde nadie había visto el consabido anuncio televisivo en el que una mujer atractiva se estremece por un dolor en la sien —representado en forma de círculo rojo palpitante— y que, sin embargo, se calma —un tranquilizador color azul se extiende por todo su cuerpo— tras tragarse el analgésico), en un mundo sin las precondiciones culturales necesarias, lo lógico sería que la aspirina hiciera el mismo servicio con independencia de la caja en la que se dispensara.

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