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Authors: Ben Goldacre

Tags: #Ciencia, Ensayo

Mala ciencia (15 page)

Esto tiene también implicaciones interesantes de cara a la transferibilidad de las terapias alternativas. Por ejemplo, la novelista Jeanette Winterson ha escrito en
The Times
un manifiesto para financiar un proyecto para el tratamiento de pacientes con sida en Botsuana —donde la cuarta parte de la población es seropositiva— con homeopatía. Dejemos a un lado la ironía de llevar la homeopatía a un país que ha estado envuelto en una guerra por el agua con su vecina Namibia, y dejemos también al margen la tragedia que ha causado la devastación del sida en Botsuana, que es tan terrible —repito:
la cuarta parte de la población es seropositiva
— que si no se aborda de forma rápida y firme, toda la franja económicamente productiva de la población del país podría cesar de existir sin más, lo que, en la práctica, dejaría tras de sí un «no país».

Dejando de lado, como digo, toda esta tragedia, lo que nos interesa a los efectos de lo que aquí nos ocupa es la idea de que podamos llevar nuestro placebo (occidental, individualista, que responsabiliza en parte al paciente, contrario al orden médico establecido y muy específico desde el punto de vista cultural) a un país con tan escasa infraestructura sanitaria y esperar que allí funcione de igual modo que aquí. La mayor ironía de todas es que, si la homeopatía llega a tener algún tipo de beneficio para las personas afectadas de sida en Botsuana, tal vez sea gracias a su relación con la medicina occidental de bata blanca que tantos países africanos necesitan de forma desesperada.

Pues bien, si ustedes fueran ahora a hablar con algún terapeuta alternativo sobre el contenido del presente capítulo —cosa que sinceramente espero que hagan—, ¿qué oirían de boca de éste? ¿Sonreiría, asentiría y aceptaría que sus rituales han sido cuidadosa y elaboradamente construidos a lo largo de muchos siglos de ensayo y error con el objeto de obtener la mejor respuesta de placebo posible? ¿Que hay más misterios fascinantes en la verdadera historia de la relación entre el cuerpo y la mente que los que se encierran en las descabelladas ideas (por imaginativas que sean) sobre la presencia de supuestas pautas de energía cuántica en una mera pastilla de azúcar?

Para mí, éste es otro ejemplo más de una paradoja fascinante de la filosofía de los terapeutas alternativos: cuando afirman que sus tratamientos tienen un efecto específico y medible sobre el organismo, y que éste opera a través de mecanismos técnicos concretos y no mediante rituales, se convierten en adalides de una forma muy anticuada e ingenua de reduccionismo biológico, en la que el efecto positivo en la curación se atribuye únicamente a la mecánica de sus intervenciones, y no a la relación con el paciente ni al ceremonial desplegado. Y el problema, insisto, estriba no sólo en que no tengan prueba alguna del modo en el que ellos aseguran que sus tratamientos funcionan, sino también en que sus afirmaciones y argumentos en ese sentido son mecanicistas, decepcionantes desde el punto de vista intelectual y, sencillamente, menos interesantes que la realidad.

¿Un placebo ético?

Pero, más que nada, el efecto placebo revela la existencia de fascinantes dilemas y conflictos éticos en las sensaciones mismas que nos produce la pseudociencia. Tomemos el ejemplo más concreto hasta el momento: ¿son las pastillas de azúcar de la homeopatía un timo y un negocio de aprovechados si funcionan solamente como placebo? Un analista clínico pragmático no podría más que considerar el valor de un tratamiento valorándolo en su contexto.

Veamos un claro ejemplo de los beneficios del placebo. Durante la epidemia de cólera del siglo XIX, el Hospital Homeopático de Londres registró sólo una tercera parte de los fallecimientos ocurridos en el Hospital de Middlesex. Sin embargo, en aquellas condiciones, es improbable que la única incidencia beneficiosa fuera la del efecto placebo. El motivo del éxito de la homeopatía en aquel caso fue más interesante: por entonces, nadie podía tratar el cólera. Dado que las atroces prácticas médicas habituales en aquella época (por ejemplo, las sangrías) eran dañinas, los tratamientos de los homeópatas, al menos, no contribuían a mejorar ni a empeorar el cuadro clínico de los pacientes.

En la actualidad, y de manera parecida, suelen darse situaciones en las que las personas quieren un tratamiento, pero donde la medicina tiene muy poco que ofrecer: muchos dolores de espalda, cuadros de estrés laboral, formas de fatiga para la que no hay explicación médica y resfriados comunes (de hecho, la mayoría), por citar sólo unos ejemplos. Pasar por el trámite de los tratamientos médicos, probando toda medicación habida y por haber, no servirá para otra cosa que para provocar efectos secundarios. En esas circunstancias, una pastilla de azúcar se antoja una opción muy sensata, siempre que pueda ser administrada con precaución y, a ser posible, con el mínimo nivel de engaño.

Pero de igual manera que la homeopatía tiene beneficios inesperados, también puede generar efectos secundarios no previstos. Creer en cosas que no están respaldadas por pruebas conlleva efectos corrosivos de índole intelectual, de igual modo que recetar píldoras acarrea sus riesgos: «medicaliza» problemas (como veremos), puede reforzar creencias contraproducentes acerca de las enfermedades y puede fomentar la idea de que una pastilla es una respuesta apropiada a un problema social… o a una modesta enfermedad vírica.

Hay también daños más concretos, específicos de la cultura en la que se administra el placebo, más allá de la pastilla de azúcar en sí. Por ejemplo, es práctica mercantil rutinaria de los homeópatas el denigrar la medicina convencional. Hay un motivo comercial muy sencillo para tal actitud: las encuestas muestran que el factor casi único que se correlaciona de manera regular con la elección de las terapias alternativas es el haber sufrido algún tipo de experiencia decepcionante con la medicina convencional. No se trata solamente de que rebajen la importancia de ésta. Según un estudio, más de la mitad de los homeópatas consultados advertían a sus pacientes para que no administraran la vacuna triple vírica (SPR, por sus siglas en inglés) a sus hijos, lo que no dejaba de ser un acto de irresponsabilidad por el que se convertían en correa de transmisión de lo que probablemente se recordará como el bulo mediático sobre la SPR.
[36]
¿Cómo reaccionó el mundo de la terapia alternativa al darse cuenta de este preocupante hecho, es decir, de que tantos de sus miembros estaban socavando casi sin hacer ruido todo el calendario de vacunaciones? El gabinete del príncipe Carlos intentó que se despidiera al investigador principal del asunto.

Una investigación del programa
Newsnight
, de la BBC, descubrió que casi todos los homeópatas consultados recomendaban a sus pacientes unas píldoras homeopáticas ineficaces para protegerlos frente a la malaria y les aconsejaban que no adoptaran las medidas profilácticas médicas establecidas contra esa enfermedad, sin dar siquiera a sus clientes el asesoramiento más básico en cuanto a la prevención de las picaduras de mosquito. Tal vez se sorprendan de lo poco «holístico» o «complementario» que resulta ese enfoque. ¿Cómo abordaron la cuestión los autoproclamados «órganos reguladores» de la homeopatía? Ninguno de ellos emprendió acción alguna contra los homeópatas en cuestión.

Y, en los casos más extremos, cuando su actividad no sólo socava la efectividad de las campañas de salud pública, dejando a sus pacientes expuestos a enfermedades fatales, muchos homeópatas carentes de la cualificación médica necesaria pueden pasar por alto diagnósticos fatales (o restarles importancia) recomendando grandilocuentemente a sus clientes que dejen de usar sus inhaladores de siempre o que tiren a la basura sus pastillas para el corazón. Hay más que abundantes ejemplos de ello, pero soy demasiado elegante para dar fe documental de ellos aquí. Baste decir que, aun cuando sea concebible cierta utilidad para un placebo ético, los homeópatas —como mínimo— han demostrado con creces que carecen de la madurez y de la profesionalidad necesarias para proporcionarlo. Mientras tanto, los doctores de moda, impactados por el atractivo comercial que ejercen las pastillas de azúcar, se preguntan a veces (sin demostrar mucha imaginación) si no deberían ellos mismos aprovechar el tirón y vender las suyas. Una idea más inteligente, sin duda, sería sacar partido de las investigaciones que hemos visto, pero
únicamente
en el sentido de perfeccionar aquellos tratamientos que realmente
actúan
mejor que el placebo, y de mejorar la atención sanitaria sin engañar a nuestros pacientes.

CAPÍTULO
6

La tontería del día

Subamos ahora un poco más nuestro listón. La comida se ha convertido incuestionablemente en una obsesión nacional. El
Daily Mail
en concreto se ha embarcado en un estrambótico proyecto —todavía en marcha— de diligente criba de todos los objetos inanimados del universo a fin de categorizarlos como causa de (o cura contra) el cáncer. En la base misma de todo ese proyecto se hallan unos cuantos dislates, interpretaciones erróneas fundamentales de las pruebas, que se repiten con extraordinaria frecuencia.

Muchos de estos crímenes son cometidos también por periodistas, y nos dedicaremos a estudiarlos más adelante. Por el momento, sin embargo, nos centraremos en los «nutricionistas», miembros de una profesión recién inventada que necesita hacerse un espacio comercial que justifique su propia existencia. Para ello deben convertir la dieta en materia de misterio y complicarla en exceso, potenciando de ese modo una especie de dependencia entre sus clientes y ellos mismos. Su profesión se erige sobre la base de un conjunto de errores muy simples al interpretar la literatura científica especializada: los nutricionistas extrapolan alocadamente «datos de laboratorio» al terreno de la alimentación humana; generalizan «datos observacionales» para «reivindicar» sus «intervenciones»; escogen «lo que les interesa» e ignoran lo demás, y, por último, citan pruebas supuestamente extraídas de investigaciones científicas publicadas que, al parecer y hasta donde yo soy capaz de juzgar, no existen.

Merece la pena repasar estas tergiversaciones de las pruebas realmente existentes, en primer lugar, porque son ejemplos que ilustran de forma fascinante cómo las personas pueden entender mal las cosas, pero también porque el objeto del presente libro es que ustedes queden inmunizados frente a versiones futuras de semejantes estupideces. Hay otras dos cosas que también deben estar muy claras. Para empezar, aquí iré escogiendo sólo algunos ejemplos particulares para usarlos como puntales de mi argumento, pero todos ellos son característicos del género que aquí nos ocupa. Podría haber usado muchos más. No pretendo acosar a nadie en concreto y nadie debería imaginar que aquí se está singularizando a unas personas en concreto entre el gremio de los nutricionistas, aun cuando estoy convencido de que algunos de los personajes de los que aquí se habla no serán capaces de entender qué es lo que están haciendo mal.

En segundo lugar, no me burlo en absoluto de los consejos alimenticios sencillos, sensatos y saludables. Una dieta que sea sana sin más, unida a otros muchos aspectos de nuestro estilo de vida (los cuales son probablemente más importantes aún, aunque no vayan a leer nada sobre ellos en los periódicos), es trascendental. Pero los nutricionistas que intervienen en los medios de comunicación hablan más allá de las pruebas disponibles. En muchos casos, se trata de vender pastillas; a veces, lo que se pretende es vender modas dietéticas, o promocionar nuevos diagnósticos, o fomentar la dependencia del cliente. Pero todo ello está impulsado en todo momento por el deseo de crearse un mercado para sí mismos en el que ellos sean los expertos, y ustedes los engatusados y los ignorantes.

Prepárense, pues, para invertir los papeles.

L
OS CUATRO ERRORES CLAVE

¿Existen los datos?

Éste es, quizás, el bulo más simple de todos, y se repite con sorprendente frecuencia en algunos contextos bastante autorizados. Oigamos, por ejemplo, a Michael van Straten en
Newsnight
, de la BBC, hablando de «hechos». Si alguno de ustedes no acaba de creerse que hablaba con sinceridad, autoridad y, tal vez incluso, cierto aire patricio, puede ver la grabación de vídeo disponible en internet.

«Cuando Michael van Straten empezó a escribir acerca de los poderes medicinales mágicos de los zumos de fruta, fue considerado un excéntrico —arranca el programa—. Pero, actualmente, se encuentra en la cresta de la ola.» (En un mundo donde los periodistas parecen tener serias dificultades con la ciencia, conviene señalar que, para
Newsnight
, ser un «excéntrico» es lo opuesto a estar «en la cresta de la ola». Pero ese capítulo vendrá después.) Van Straten ofrece un vaso de zumo a la reportera. «¡Ahí van dos años añadidos a su esperanza de vida!», dice entre risas, para pasar acto seguido a un momento de seriedad: «Bueno, seis meses, para ser sinceros». Una corrección. «Un estudio reciente, publicado la semana pasada en Estados Unidos, demostraba que el consumo de granadas, de zumo de granada, puede protegerle realmente frente al envejecimiento, frente a las arrugas», afirma él.

Tras oír esto en
Newsnight
, el espectador podría extraer la conclusión, naturalmente, de que se ha publicado recientemente un estudio en Estados Unidos en el que se muestra que las granadas pueden protegernos del envejecimiento. Pero si consultan ustedes Medline, la herramienta de búsqueda estándar de artículos y trabajos académicos en medicina, no existe ningún estudio de ese tipo, o, como mínimo, ninguno que yo sea capaz de encontrar. Quizá se trate de algún folleto del gremio de productores de granadas que ha circulado por ahí. Van Straten prosigue: «Hay un importante grupo de cirujanos plásticos en Estados Unidos que han realizado un estudio en el que dieron a varias mujeres granadas para comer y zumo para beber, después de la cirugía plástica y antes de dicha cirugía: ¡y se curaron en la mitad de tiempo, con sólo la mitad de complicaciones y sin arrugas visibles!». Estamos de nuevo ante la afirmación de unos hechos muy concretos: un ensayo con granadas y cirugía en sujetos humanos. Pues nada, tampoco de esto aparece referencia alguna en la base de datos de Medline.

Entonces, ¿seríamos justos en nuestra descripción de esta actuación en
Newsnight
si dijéramos que lo que Van Straten hizo fue «mentir»? Por supuesto que no. En defensa de casi todos los nutricionistas, yo mismo sostendría que carecen de la experiencia académica, la mala voluntad y, tal vez, incluso la potencia intelectual necesarias para que podamos tildarlos propiamente de mentirosos. El profesor Harry Frankfurt, filósofo de la Universidad de Princeton, analizó largo y tendido esa cuestión en su clásico ensayo de 1986
On Bullshit
. Según su modelo, el «
bullshit
»
[*]
constituye una forma de falsedad distinta de la mentira. El mentiroso conoce la verdad y ésta le importa, pero se propone deliberadamente inducir a error; el veraz conoce la verdad y trata de transmitírnosla; pero al
bullshitter
no le importa la verdad y lo único que pretende es impresionarnos:

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