Y la cosa se pone aún mejor (o peor, dependiendo de cómo se sientan al ver que la concepción del mundo que tenían hasta ahora se desmorona por momentos). Montgomery y Kirsch (1996) explicaron a unos estudiantes universitarios que estaban tomando parte en un estudio sobre un nuevo anestésico local llamado «trivaricaína».
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La trivaricaína (les dijeron) es marrón, se aplica pintándola o extendiéndola sobre la piel, huele como una medicina y es de una efectividad tan potente que hay que llevar guantes para manejarla… o eso fue lo que dieron a entender a aquellos alumnos. En realidad, la sustancia real estaba hecha a base de agua, tintura de yodo y aceite de tomillo (para el olor), y el experimentador (que también vestía bata blanca) llevaba guantes de goma sólo para imprimir un efecto dramático. Ninguno de esos ingredientes tiene influencia química alguna sobre el dolor.
Los experimentadores procedían extendiendo la trivaricaína sobre uno de los dedos índices de los sujetos y aplicándoles a continuación una dolorosa presión en ese dedo. También podían proceder en el orden inverso: aplicando primero el dolor y, a continuación, la trivaricaína. Pues bien, como ya podrían esperar ustedes a estas alturas, los sujetos dijeron sufrir menos dolor (y menos desagradable) cuando el dedo en cuestión era tratado previamente con la asombrosa trivaricaína. He aquí un claro efecto placebo, pero sin pastillas por ningún lado.
Aguarden un poco, que la cosa se vuelve aún más extraña. Los ultrasonidos de pega han demostrado ser beneficiosos contra el dolor dental, igual que ciertas operaciones placebo se han revelado positivas contra el dolor de rodilla (el cirujano sólo practica unos orificios a los lados para una intervención artroscópica ficticia y mueve el instrumental un rato como si estuviera haciendo algo útil). Ha habido operaciones placebo que se han revelado eficaces incluso a la hora de mejorar las anginas de pecho.
Éstas son ya palabras mayores. La angina de pecho es el dolor que una persona siente cuando no llega suficiente oxígeno al músculo de su corazón para que éste siga realizando su trabajo habitual. Por eso empeora con el ejercicio: porque se le exige más esfuerzo al músculo cardíaco. Cualquiera de nosotros podría experimentar un dolor similar en los muslos tras subir corriendo diez tramos de escaleras, dependiendo, claro está, de nuestro estado de forma.
Los tratamientos que ayudan a mejorar la angina suelen funcionar dilatando los vasos sanguíneos que riegan el corazón. Los nitratos son un tipo de sustancias químicas que se usan con frecuencia para tal fin: relajan la musculatura lisa de nuestro cuerpo, lo que dilata las arterias, de modo que puede circular más sangre (también relajan otras áreas de musculatura lisa del organismo, incluido el esfínter anal, y de ahí que una variante de esas sustancias se venda bajo la denominación de «oro líquido» en los
sex shops
).
En la década de 1950, a alguien se le ocurrió la posibilidad de conseguir que los vasos sanguíneos del corazón volvieran a crecer y aumentaran de grosor ligando una arteria de la parte frontal de la caja torácica que no fuera muy importante pero que hubiera servido hasta entonces de ramificación de las principales arterias cardíacas. La idea que subyacía a tal intervención era que, con ello, se le estaría enviando un mensaje a la rama principal de la arteria y se le estaría diciendo que se necesitaba un mayor crecimiento arterial, o, lo que es lo mismo, se engañaría al organismo para que se curase a sí mismo.
Por desgracia, aquella idea perdió su sentido por un error de apreciación. En 1959, se llevó a cabo un ensayo con control de placebo de aquel tipo de operación: en algunas intervenciones, los cirujanos realizaron todo el procedimiento según lo indicado, pero en las intervenciones de «placebo», sólo fingieron que operaban, aunque sin ligar ni pinzar arteria alguna.
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Lo que se descubrió con aquel ensayo fue que la operación placebo era exactamente igual de buena que la real. Los pacientes parecían mejorar un poco en ambos casos y la diferencia entre uno y otro grupo era escasa. Sin embargo, lo más extraño de todo aquello fue que nadie dio importancia alguna a ese hecho en aquel momento. La operación real no era mejor que la ficticia, eso está claro, pero ¿cómo podían explicar que los pacientes habían experimentado una mejoría gracias a la operación y durante tanto tiempo? Nadie pensó en el poder del placebo. Y aquel tipo de intervención fue arrojado al cubo de la basura sin más.
Ésa no ha sido la única vez en la que se ha detectado el efecto beneficioso de un placebo en el extremo más espectacular de las intervenciones médicas. Un estudio sueco fechado a finales de la década de 1990 mostró que una serie de pacientes con marcapasos instalados pero no encendidos habían mejorado de su afección cardíaca (aunque no habían mejorado tanto como para estar igual de bien que las personas que llevaban marcapasos encendidos, que quede claro).
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Más recientemente aún, un estudio de un tratamiento «angioplástico» de muy alta tecnología que incluía el uso de un gran catéter láser (todo con un pretendido aire de cientificidad) mostró que el tratamiento de pega era casi tan eficaz como el procedimiento real.
«Los aparatos eléctricos ejercen una gran atracción entre los pacientes», escribió el doctor Alan Johnson en
The Lancet
en 1994 a propósito de este último ensayo, «y últimamente todo lo que tenga que ver con la palabra “láser” estimula su imaginación».
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No anda errado. Fui una vez a visitar a Lilias Curtin (la terapeuta alternativa de Cherie Booth),
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quien me sometió a una sesión de gemoterapia con un gran y reluciente aparato científico que proyectó haces de luces de diferentes colores sobre mi pecho. Es difícil no apreciar el atractivo de cosas como la gemoterapia en el experimento del catéter antes mencionado. En realidad, a juzgar por cómo se acumulan las pruebas a la luz de lo dicho en este capítulo, es difícil no ver la fuerza de todas esas invocaciones de eficacia que hacen los terapeutas alternativos (a favor de sus descabelladas, fantásticas, solemnes y empáticas intervenciones).
De hecho, hasta los gurús de los llamados estilos de vida saludables han sido analizados, por ejemplo, en un elegante estudio que examinó el efecto de que nos digan simplemente que estamos haciendo algo bueno para nuestra salud.
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Ochenta y cuatro mujeres que trabajaban en el servicio de habitaciones de diversos hoteles fueron repartidas entre dos grupos: a unas se les dijo que limpiar las habitaciones era un «ejercicio positivo» para ellas y que «cumplía con las recomendaciones del Ministerio de Sanidad sobre lo que debía ser un estilo de vida activo», y se les dio explicaciones adicionales de cómo y por qué. Las del grupo de «control» no recibieron esta alentadora información y siguieron limpiando habitaciones de hotel como siempre. Cuatro semanas después, las mujeres del grupo de las «informadas» tenían la percepción de estar haciendo sustancialmente más ejercicio que antes y evidenciaban una disminución significativa de peso, grasa corporal, ratio cintura-cadera e índice de masa corporal, pero, sorprendentemente, ambos grupos seguían declarando realizar la misma cantidad de actividad que antes.
[*]
Lo que diga el doctor
Si usted es capaz de creer fervientemente en el tratamiento que está administrando, aun cuando los ensayos controlados muestren que es del todo inútil, sus resultados serán sensiblemente más positivos, sus pacientes estarán mucho mejor y sus ingresos también mejorarán con creces. Creo que esto es lo que explica el destacable éxito de algunos de los menos talentosos —aunque más crédulos— miembros de nuestra profesión, así como el intenso desagrado que algunos médicos de moda y de éxito suelen mostrar ante las estadísticas y los experimentos controlados.
R
ICHARD
A
SHER
,
Talking Sense
,
Londres, Pitman Medical, 1972
Como ya se habrán dado cuenta, en el estudio de las expectativas y las creencias no es necesario que nos ciñamos a las pastillas y los aparatos: podemos apartarnos de ellos por completo. Resulta, por ejemplo, que lo que el médico diga y lo que él crea tienen un efecto en la curación. Si esto les parece obvio, entonces tal vez deba añadir que ejercen una influencia que ha sido medida ya, y de manera elegante, en ensayos cuidadosamente diseñados.
Gryll y Katahn (1978) administraron a un grupo de pacientes una pastilla de azúcar previa a una inyección dental, pero por dos métodos alternativos distintos: a unos se la facilitaron con una gran promoción propagandística (diciéndoles que «ésta es una píldora recientemente desarrollada que ha demostrado ser muy eficaz […] y de forma casi inmediata»), y a otros se la dieron menospreciando sus posibilidades (diciéndoles que «ésta es una píldora recientemente desarrollada […] y, personalmente, no he notado que sea muy efectiva»). En los resultados finales, las pastillas administradas junto con el mensaje positivo se asociaron a niveles menores de miedo, ansiedad y dolor.
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Aunque no diga nada, lo que el doctor o la doctora saben puede afectar a los resultados de un tratamiento: la información se filtra a través de la gestualidad, el énfasis con que se dicen las cosas, los movimientos de cejas y las sonrisas nerviosas, como bien demostró Gracely (1985) con un experimento ciertamente ingenioso, aunque para entenderlo se requiere cierta dosis de concentración.
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Lo que él hizo fue trabajar con pacientes a los que se les iba a extraer la muela del juicio. Para empezar, los dividió aleatoriamente en tres grupos de tratamiento: los del primer grupo recibirían agua salina (un placebo que no hace «nada», al menos, a nivel fisiológico); los del segundo recibirían fentanilo (un excelente analgésico opiáceo, como bien demuestra su elevado precio en el mercado negro), y los del tercero, naloxona (un fármaco bloqueador de los receptores opioides que, como tal, sirve para incrementar el dolor).
En todos los casos, los doctores que realmente trataban a los pacientes ignoraban cuál de los tres tratamientos estaban administrando de verdad a cada sujeto del estudio. Pero lo que Gracely estaba estudiando
en realidad
era el efecto de las creencias de aquellos doctores, así que los tres grupos fueron subdivididos a su vez en dos mitades. En el primer subgrupo, los doctores que administraban el tratamiento fueron informados (haciendo pleno honor a la verdad) de que bien podrían estar administrando un placebo, naloxona o el calmante fentanilo. Este grupo de doctores, pues, sabía que existía la posibilidad de que estuvieran administrando algo que redujera el dolor.
A los médicos del segundo subgrupo, se les mintió: se les dijo que estaban administrando o bien placebo, o bien naloxona, dos sustancias que podían no hacer nada, o podían contribuir a acentuar el dolor. Ahora bien, sin que estos facultativos lo supieran, lo cierto es que algunos de sus pacientes recibían realmente fentanilo, el analgésico. Como ya se imaginarán a estas alturas, el simple hecho de manipular lo que los doctores
creían
a propósito de aquellas inyecciones —y aun cuando tuvieran prohibido verbalizar sus creencias ante sus pacientes— contribuyó a que se apreciara una diferencia de resultados entre los dos subgrupos: los pacientes del primero experimentaron unos niveles generales de dolor significativamente menores. Tal diferencia no tuvo nada que ver con los medicamentos reales que se administraron ni (tan siquiera) con la información que los pacientes conocían al respecto: todo dependió de lo que los médicos sabían. Quizá crispaban el gesto al administrar la inyección. Creo que, tal vez, a ustedes les habría ocurrido también.
«Explicaciones placebo»
Aun sin hacer nada, los médicos, sólo por su manera de comportarse, pueden tener un efecto tranquilizador. Y hasta la tranquilidad puede, en ciertos sentidos, descomponerse en sus partes informativas constituyentes. En 1987, Thomas mostró que el simple hecho de dar un diagnóstico —incluso un falso diagnóstico «placebo»— mejoraba los resultados de los pacientes.
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Doscientos pacientes con síntomas anormales, pero sin signos específicos de ningún diagnóstico médico concreto, fueron repartidos al azar entre dos grupos. A los del primer grupo se les decía: «No consigo saber con certeza qué le pasa a usted». Dos semanas después, sólo el 39 % habían mejorado. A los del otro grupo, sin embargo, se les daba un diagnóstico en firme, sin vacilaciones, y se les indicaba con total confianza que estarían mejor en pocos días. El 64 % de los pacientes de este segundo grupo mejoraron en dos semanas.
Aquí se alza el espectro de algo que trasciende con mucho las fronteras del efecto placebo y que penetra aún más a fondo en el terreno de los terapeutas alternativos. Y es que deberíamos recordar que estos terapeutas no sólo proporcionan tratamientos placebo, sino que también dan lo que podríamos denominar «explicaciones placebo» (o «diagnósticos placebo»): afirmaciones infundadas, no basadas en pruebas y, a menudo, fantásticas, acerca de la naturaleza de la dolencia del paciente, en las que se invocan propiedades mágicas, energías o supuestas deficiencias vitamínicas (o «desequilibrios») de las que el terapeuta en cuestión se declara conocedor en exclusiva.
Y, por lo visto hasta aquí, parece que esta explicación «placebo» (pese a estar fundada en meras fantasías) puede resultar beneficiosa para un paciente, aunque (y esto no deja de ser interesante) quizá no sin provocar daños colaterales. Además, en este terreno debemos andarnos con sumo cuidado: esa misma actitud segura y terminante puede servir para convencer a las personas de su condición de enfermas y, con ello, reforzar creencias y comportamientos destructivos desde el punto de vista de la salud, medicalizando innecesariamente síntomas como los dolores musculares (que, para muchas personas, son fenómenos cotidianos) y obstaculizando que las personas puedan seguir con su vida y mejorar. Como decía, es una idea con la que hay que ir con cuidado.
Podría seguir mencionando cosas al respecto. De hecho, ha habido abundantes investigaciones sobre el valor de una buena relación terapéutica, y el resultado general de las mismas es que aquellos médicos que adoptan una actitud y unas formas cálidas, amistosas y tranquilizadoras son más eficaces que quienes mantienen las consultas en el nivel más puramente formal y no confortan ni tranquilizan. En el mundo real, se producen cambios culturales estructurales que dificultan cada vez más que un doctor o una doctora pueda sacarle el máximo beneficio terapéutico posible a las consultas médicas con sus pacientes. Para empezar, existe la presión del tiempo: un médico de cabecera no puede hacer gran cosa en una visita de seis minutos.