Probé cinco veces, sin suerte. Me hubiera salido más barato comprar el peluche directamente y así se lo hice saber a Silvia.
—¡Para eso voy al Rosa Negra y me lo compro yo misma, y a mi gusto! Quiero un peluche tuyo y tampoco me vale que me lo compres en una tienda. ¡Quiero presumir y decir que mi novio me lo ha conseguido! ¿No lo entiendes? —comenzaba a ponerse pesadita con el tema.
Sexto intento. Arrojé la primera bola. Volvieron a quedarse de pie solo los dos tonelillos de los extremos. Los dos malditos barriletes de los extremos eran irreductibles, como los galos Astérix y Obélix frente al poderío romano. Me decanté por el que había a mi derecha y lo tiré con el segundo lanzamiento... Volví a quedarme sin el peluche por un bolo.
Miré mi cartera. Solo me quedaba dinero para probar suerte una vez más.
—¡Vamos, Silvia, dame un beso! ¡Necesito que me des suerte!
Silvia me besó. El feriante al cargo jaleó nuestro beso con la megafonía, a pesar de tener cara de "este pringado no lo consigue ni de coña". Me dio algún consejo adicional, pero no lo escuché, puesto que yo andaba ya concentrado en mi misión. Me entregó las dos últimas pelotas. Estaba serio y con la mirada fija en la lona. Solo el día del examen práctico del carné del coche me puse tan serio y tan concentrado.
Séptimo y último intento. Cambié de estrategia: dejé de tener estrategia. Cerré los ojos y tiré la primera pelota con todas mis fuerzas, sin pensar en ningún plan de actuación. Los barriletes chocaron entre sí: no como en los seis intentos anteriores. Chocaron de un modo más eficaz, más cruento. Se quedó uno de pie. ¡Uno solo!
—¡Vamos, Fede! ¡Ya casi lo tienes! Solo tienes que tirar el último barril y habremos ganado.
Y entonces dije algo que es tan importante que justifica que esté contando esta anécdota del pasado, que no pega ni llega:
—¡Lo voy a derribar por ti!
Y me lo creí. ¡Me vi capaz! Me supe en condiciones de conseguir aquello que me había propuesto. Silvia tenía los ojos fijos en el último barrilete. Me parecían preciosas. La situación y ella.
Ahora pienso, pasado el tiempo, que el amor se parece mucho a todo aquello. Tenía la absoluta certeza, en ese instante, de que lo iba a derribar por ella y de que conseguiría el peluche para dárselo. Y no por mí, que conste, sino por ella. Mi orgullo y hombría no importaban, no los sentía en juego en aquel momento. Por el contrario, sentía que si la tenía a mi lado, era capaz de cualquier cosa. Entonces, tras aquel beso, hubiera podido ganar unas oposiciones, una medalla olímpica o el Ateneo Joven de Novela. ¡Lo que me hubiera propuesto! Con ella a mi lado, el mundo se arrodillaba frente a mí... y se dejaba comer.
* * *
Cuando estaba tirado en la cama, observado cuántas estrellas luminosas se han despegado del techo, recordando aquella tarde—noche en la Calle del Infierno, me di cuenta de que, hoy por hoy también conseguiría aquel dichoso peluche. El problema está en que sigo sin tener claro si lo haría por Silvia o por Noemí. ¡Menudo lío tenía en la cabeza! No os podéis hacer una idea de lo confundido que estaba.
* * *
¡Terminó el nudo de esta novela! Para mi historia, en este momento, hay tres desenlaces posibles. ¡Acepto apuestas...! ¿Terminaré con Silvia, con Noemí o con ninguna de las dos? En Bwin.com, que es una casa de apuestas, la opción que menos se paga, la que los apostantes consideraban más probable, es que Silvia y yo terminemos esta historia juntos y comiendo perdices. A partir de ahí, me gustaría escuchar tus opiniones de lector, aunque lleguen tarde.
En fin, ¡que me despisto! Escribí tres correos electrónicos. El primero que redacté fue a parar a mi profesor de Magia. Le decía que tenía ganas de tomarme un café con él. Le venía a pedir que, ya que nunca responde a las preguntas de sus alumnos en clase, tuviera a bien quedar conmigo fuera del Centro Cívico para charlar un rato.
Mi segundo correo de la tarde fue para Silvia. Ese era realmente largo. Le contaba todas las cosas que había aprendido recientemente. También le recordaba que le estaba preparando una sorpresa, a pesar de que, dado que se lo estaba avisando reiteradamente, iba a dejar de ser una sorpresa, en parte. Le sugería que, por favor, mirara el Facebook con cierta asiduidad, en los siguientes días. A través de dicho portal le iba a mandar un correo para citarla en algún lugar concreto de Sevilla.
Noemí era la destinataria del tercer y último correo. Ese correo me quedó tan extraño que no soy capaz ni de resumirlo aquí. Sin embargo, incluso mientras le escribía a ella palabras incomprensibles y cargadas de pasión, no podía dejar de pensar en Silvia.
Undécima lección del curso. La terminal de los columpios. |
Llegamos hoy a la última sesión teórica del curso. ¡No os pongáis sentimentales! ¡No me lloréis! Os ayudará a sobrellevar la pérdida saber que la mayoría de vosotros, a día de hoy estáis suspensos. En la próxima sesión tendremos el examen. Tendréis que hacerlo y, en esa misma hoja., os asignaréis una nota. Yo seré consecuente: dado que os doy la oportunidad de evaluaros, también respetaré la nota que os pongáis. ¿Os parece bien?
No quiero caras raras. Hoy es la última sesión, por eso os tuteo, porque dentro de unos minutos dejaré de ser vuestro profesor. La última sesión es especial por ser la última. Por tanto, tampoco será necesario que dure demasiado, como ya pasara con la primera.
Recordad: la inmensa mayoría de vosotros renuncia a la magia, a sentir amor, a llorar en mitad del autobús... La solución a vuestra idiotez no existe. ¡Vosotros os lo perdéis! Os perdéis el placer de consumir la vida intensamente, de crear un instante lindo mientras todos los demás tienen la cabeza repleta solo de números y de gastos.
La magia nos hace creernos inmortales, nos aparta del mundo, pero nos garantiza también verlo desde arriba y a nuestros pies. La magia es la llama que todo lo prende, que te hace gritar desde todas tus fuerzas cosas que ni tú mismo sabes. Si la amas, ve a buscarla. ¡No seas tonto! Si la amas, dalo todo. Y si has de recorrer el mundo entero, pues la magia te ampara, como la fuerza a Yoda, detén tu trabajo, recoge los libros y ten por seguro que vas a encontrarla. Porque la magia es la certeza que prueba que los finales benefician a los que son valientes. Ella aparecerá, estoy seguro, si lo das todo, si luchas por ella, si dejas correr las lágrimas y no las secas hasta que la voz del GPS diga "has llegado a tu destino".
No olvidéis que todas mis lecciones, que todos los apuntes que habéis tomado, se quedan en silencio frente a un beso, frente a la reacción inesperada de alguien que huye. No olvidéis que las mujeres, al igual que los hombres, no son predecibles, ni comprensibles, del todo. Nadie puede argumentar un ataque de celos. Ni un orgasmo. Nadie puede entender qué puede llevar a una mujer a marcharse, a dejarte solo sin dos niños y con una hipoteca. Eso me pasó a mí y si me pasó a mí... puede pasaros a vosotros. Aunque sigáis al pie de la letra todas mis lecciones. O quizá, sobre todo, por eso.
¡Ni siquiera basta la vida entera, oidme; ni siquiera basta la vida entera para tratar de entenderlas! Eso me pasó a mí. No dediquéis vuestra vida a buscar las respuestas que ellas no dieron... ¡porque no las encontraréis! Corred detrás del tren en el momento adecuado, porque todo lo demás llegará tarde. Y no servirá. Y os sentiréis tan perdidos y tan rotos que nada, absolutamente nada, importará algo. Solo conseguiréis jugar, día a día, un partido que se perdió demasiados años atrás. No tratéis de entenderlo; tratad de vivirlo. El tiempo no borra la pena. Y estar con otras mujeres, tampoco.
Os confieso que si a lo largo de estos tres meses no os he permitido realizar preguntas es, ni más ni menos, porque no tengo las respuestas que buscáis. La solución parece clara: ¡no busquéis respuestas! ¡No vale la pena! Y os lo dice alguien que ha sufrido mucho. No vale la pena tratar de solucionar las cosas que no tienen solución. Es mejor disfrutar lo que queda por delante.
Al correo que le envié, el profesor me contestó con una escueta cita para encontrarnos en el Starbucks que hay en la Avenida de la Constitución. Bueno, en uno de ellos. Los Starbucks son como setas, o como los Café de Indias en otro tiempo: cuando aparece uno, a su alrededor todo se abarrota de toldos verdes. En concreto, quedamos en el que está en la acera opuesta a la Catedral. Hasta allí llegué, con otra de mis múltiples camisas de Springfield y con unos zapatos de Camper de un soso tono marrón. Llovía, y mucho, así que tomé un paraguas, de paso. Era de los antiguos, puesto que siempre voy perdiendo los paraguas recientes.
—Tu paraguas tiene muchos agujeros, creo que deberías ir pensando en comprarte otro... —me dijo el profesor, estrechando mi mano, mientras constataba que me había puesto como una sopa.
—¡No es eso! Es que es un paraguas para ver las estrellas mientras caminas. ¿Ha visto qué bien estoy aprovechando sus explicaciones? ¡Un paraguas con boquetitos es lo mejor para una cita romántica!
Él se rio. Por un momento tuve miedo. Si no pillaba el "chiste", pensaría que yo era medio bobo. Como la inmensa mayoría de sus alumnos, por cierto. Pero si me hubiera considerado tonto, me imagino, no hubiera accedido a tomar ese café conmigo. Así que no corría peligro.
Me subía la autoestima haber quedado con él, teniendo en cuenta lo inaccesible que es normalmente para sus alumnos. ¡Hasta me había arreglado para verlo! Quería impresionarlo a toda costa, porque había llegado a admirarlo mucho, en muy poco tiempo.
—He visto tus correos y se han confirmado todas mis sospechas: ¡eres muy especial! Lo imaginé desde la primera vez que te vi en el aula. Me sorprendió, de hecho, que vinieras a mis clases. No respondes al perfil de hombre al que van dedicadas mis sesiones. Ya lo habrás notado: soy un poco fraude...
Me sorprendió que él se refiriera a sí mismo en esos términos. Yo lo admiraba y no opinaba de él que fuera un fraude. Un poco egocéntrico, melodramático, engreído, sí... aunque también alguien creíble. Así se lo hice saber. Le dije que sus clases me habían enseñado mucho y que había reflexionado largo y tendido sobre todas sus enseñanzas.
—Te recomiendo que no pienses tanto. Tengo cuarenta y cinco años y te aseguro que no me ha servido de nada aprender tanta teoría sobre las mujeres, ni ser romántico o efectista. ¡Que conste que yo creo en todo esto! Sin embargo, no es útil. Pienso que la felicidad pasa por ver la vida de un modo distinto, aunque también creía en esa visión del mundo hace ocho años, cuando mi mujer se fue de casa y me abandonó, marchándose con mis dos hijos. El portazo llegó mientras yo veía la televisión. ¿Te suena de algo mi historia?
Lo miré perplejo. En efecto, pensaba que lo que había dicho en clase era un golpe de efecto, no su historia real.
—¿Cómo es posible que una persona que trata tan bien a las mujeres se vea solo, de repente? ¡Eso no tiene lógica!
—¡No todo sigue las normas de la lógica, muchacho! Me sé la teoría. ¿Eso qué te asegura? Muchas veces, muchas mujeres, no desean sentirse comprendidas. Estoy seguro de que mi exmujer ahora mismo está con un hombre más parecido a mis alumnos que a mí mismo. No es sano olvidar que somos hombres, Federico. Con frecuencia nos negamos a nosotros mismos, como si fuera horrible ser un hombre.
Y ser un hombre es algo natural para casi la mitad de la población mundial. A veces tener más respuestas de la cuenta no te lleva a ser feliz. Simplemente hace que te agobies más.
Lo miré con ojos tiernos. Llevaba una chaqueta marrón y sus zapatos negros, del mismo tono que su cinturón, brillaban impolutos a pesar de la lluvia. Todo en él parecía sacado de un catálogo de Armani. Sin embargo, descubrí algo que me hizo sonreír porque descuadraba su porte. ¡Jamás me había fijado! Llevaba puesto un reloj negro de Casio, de esos cuadrados que algún día seguirán marcando las horas cuando la raza humana se haya extinguido y solo queden las cucarachas sobre la faz de la Tierra.
—¿Y ese reloj? —le pregunté sorprendido.
—Bueno, es cómodo, pesa poco y si te lo roban no te importa demasiado haberlo perdido. Jamás atrasa y... me ayuda a recordar que soy un hombre.
Y que, a veces, he de hacer las cosas por mí mismo y no para los demás. Ser egoísta es terrible, pero también lo es perderte a ti mismo, olvidar que has de hacer lo que te lleva a ser feliz.
Le conté, yo a él, que había un episodio de Los Simpson que me gusta muchísimo. El Doctor Hibbert descubrió que Homer tenía un lapicero Crayola dentro del cerebro. Al retirárselo, se volvió mucho más inteligente. Por desgracia, a lo largo del episodio, Homer descubrió que ser inteligente no te lleva a ser más feliz, sino todo a lo contrario. Consecuentemente, optó por volver a introducírselo, con la esperanza de que ser tonto otra vez le ayudara a disfrutar más de la vida. Y así fue: volvió a gozar de la cerveza, de las rosquillas y de la tele, sin tantos conflictos, ni historias. Mi profesor asintió cuando le pregunté si él sentía algo parecido. Me dijo que se cambiaría encantado por cualquiera de sus alumnos, por cualquiera de nosotros. Ser un hombre estándar, al fin y al cabo, es mucho más fácil y cómodo que comprender a las mujeres.
Le pregunté por el examen y me contestó que iba a ser muy difícil para mí hacerlo bien. No obstante, un Caramel Macchiato, la variedad de café que pidió, no era soborno suficiente como para que me diera pistas concretas sobre qué preguntas entrarían.