—No sabes perder, ni eres buena ajedrecista... Eso sí, eres una campeona de la búsqueda de excusas. ¡Me debes un beso!
Silvia me besó, aunque sin mucho entusiasmo.
—¡Vaya mierda de beso me has dado! ¿Qué te pasa hoy? ¿Tienes la regla?
—¡Oye! ¡Que eso no se dice! Ni lo uno, ni lo otro. Y que sepas que no me gusta deber besos. Los besos se dan porque uno quiere darlos. No se debe dar nunca un beso por obligación.
Me indigné mucho, pues sentía que ella había incumplido su parte del pacto. Se lo hice saber:
—¡Nadie te ha obligado a jugar contra mí al ajedrez! Y tú ya sabías que ibas a perder. Por tanto, implícitamente te morías de ganas de besarme.
—No cuela.
Yo la miraba, apoyada sobre el cristal del Alsina Graells. Íbamos a hacer una parada para comer en Antequera y después llegaríamos hasta Granada en otro autobús. A los dos nos gustaba mucho Granada y teníamos muchas ganas de visitar juntos la ciudad nazarí. Habíamos hecho una reserva para el Hotel Ana María, que estaba y está en Camino de Ronda. Teníamos sendas maletas, muy pequeñas, con la ropa justa para pasar esos dos días.
—¿Te imaginas que algún día llevemos solo una maleta para los dos?
—¡Soy una chica! Siempre necesitaré mucha ropa.
Me contestó molesta, pues seguía pensando todavía en la partida que había perdido al ajedrez.
—A ver, no me captas. Puede ser una maleta muy grande. Lo importante no es la cantidad de ropa, sino que las parejas pueden llevar una maleta común. Nunca he tenido una novia, de esas con las que puedes mezclar la ropa interior en la maleta.
Me dijo que mi reflexión era estúpida. Y por encima de eso, me soltó que no quería ser mi pareja todavía: ni de maleta, ni de nada. Me recordó que había salido de una relación muy larga, aunque no me hablaba nunca de ese tío, y que ahora mismo necesitaba tranquilidad y un poco de espacio. Eso sí, siempre dejaba una puerta abierta a la esperanza, como para no pillarse los dedos si terminábamos juntos. Y siempre dejaba otra ventana abierta, como hacen siempre los juristas, para que no pudiera pedirle responsabilidades penales si todo se venía abajo.
—¿Te echas otra partida de ajedrez?
—No. No me gusta jugar contigo.
Me encantaba, ya entonces, cuando se enfurruñaba. Tomaba las mangas del jersey y se las estiraba hasta las puntas de los dedos. Apretaba muy fuerte los labios. Y hacía un efecto raro con la nariz, como apretándola también. Y yo me moría de ganas de abrazarla. Y de desnudarla en mitad del autobús, de paso.
—¿Qué haces?, me dijo con sorpresa.
—Trato de meterte mano.
—¡Cómo se te ocurre!... ¡si estamos en mitad de un autobús! ¡Hay mucha más gente!
—Si quieres, le pregunto a los demás si quieren apuntarse. Puedo tomar el micrófono y decirlo en alto. Sin embargo... lo cierto es que te quiero para mí solo.
—¡Estás como una regadera, Fede!, me recriminó.
Como estaba previsto, paramos en Antequera. Estuvimos hablando con un camarero ruso que decía que Antequera debía ser la capital de Andalucía. Tenía a su lado un póster del Río Guadalhorce. Yo me fijé, cómo no, en los tipos de letra del cartel. Me parecieron cutres, pues se reconocía a la legua que eran caracteres true type. No puede haber un diseño profesional con tipos de letra que cualquiera de nosotros encontraría en su ordenador particular. Eso no da buena imagen y la imagen lo es casi todo en la vida.
De Antequera, de ese momento, recuerdo que le vi el filo de las bragas a Silvia al levantarse para ir al baño. De la ciudad, nada en concreto. Eran de color rosa. Y me pregunté si más tarde, si esa misma noche, podría vérselas mejor. Supuse que sí, claro. Todo hacía presagiar que sí. Y descubrí, me di cuenta en ese preciso instante, y hasta me horroricé, de que si nos peleábamos, me quedaría sin sexo. Pensé que, si ella llegaba a darse cuenta de hasta qué punto eso era duro para mí, haría de mí lo que quisiera. Me tenía cogido por los huevos, nunca mejor dicho.
Habíamos comido en el corazón de Andalucía. Intenté hacer un juego de palabras con eso y con el hecho de que estábamos empezando una relación sentimental. Topé con dos problemas. El primero es que ella me dijo que la comparación era muy cursi. El segundo, mucho peor, que todavía no teníamos ninguna relación.
—¿Por qué sois las mujeres las que decidís qué es cursi y qué bonito? Si a ti te da la gana, un osito con un corazón que pone "I love you" es bonito. Y si yo te replico que eso es cursi, tú me dirás que soy un insensible.
Silvia me besó. Esta vez, con pasión.
—¿Y por qué ahora sí me besas bien?
—Te he besado así para que te calles, Federico. ¡Eres más pesado que una vaca en brazos!, me dijo.
—Mi abuela ya no utiliza esa expresión porque la considera anticuada.
Nos peleábamos como una pareja. Por tonterías y sin ningún tipo de criterio, ni precisión formal. Me parecía muy mal que los besos buenos llegaran cuando a ella le daba la gana. Le reproché eso y, por supuesto, que no me besara así cuando le ganaba jugando al ajedrez.
—¿Sabes jugar al póquer, dijo ella.
—¿Te refieres al strip póquer
—¿Por qué los chicos pensáis siempre en lo mismo cuando una chica os dice que quiere jugar al póquer? ¡Eres un machista de mierda! Y además sois todos unos fanfarrones. En el fondo, ningún chico de los que yo conozco ha jugado jamás al strip póquer... pero todos hacéis la misma broma. ¿Acaso te da miedo que una mujer te gane jugando al póquer?
De niña jugaba con sus primos cada noche. Veraneaban en un pueblo diminuto llamado Bérchules, que es ese donde se celebra fin de año el uno de agosto. Está en la Alpujarra granadina. Alquilaban siempre la misma casa rural, cada verano. Después de cenar, los adultos hablaban de sus cosas y los niños jugaban a las cartas. Apostaban garbanzos, como siempre hacen los niños cuando juegan, y las timbas duraban gran parte de la noche. Como podrá verse, aquella era una historia muy entrañable que yo corté de cuajo preguntándole si había jugado alguna vez al strip póquer
—Oye, hoy estás un poco salido. Normalmente tú no eres así...
Cuando me dijo aquello, me sentí fatal. Y lo que es peor, me prohibí volver a hacer más comentarios que tuvieran alguna relación con el sexo. No obstante... ¿qué culpa tenía yo de no poder quitarme de la cabeza lo que no podía quitarme de la cabeza? Ahora que lo pienso con calma, creo que debí defenderme mejor. Debí mostrarme ofendido. Debí decirle que no me comprendía. Pero no le dije nada porque, en el fondo, y eso es lo más grave, sentía que ella llevaba razón. Aunque no la llevaba.
Un nuevo autobús nos plantó en Granada. Aún no sabíamos que aquella noche estaba llamada a ser una de las dos más importantes de nuestra relación. La otra sería la famosa noche del partido del Getafe que ya os he contado antes. El Alsina que realizaba el Antequera—Granada nos dejó en la estación de la Carretera de Jaén. Teníamos pocas horas y muchas cosas que hacer y que ver en Granada. Cuando recogí la maleta, descubrí que estaba nervioso. De un modo especial. Estaba nervioso como nervioso se está antes de los momentos importantes.
Granada es preciosa. Como Silvia.
Aunque fuera de potra y gracias a la carta de un restaurante, hubo un día de mi vida en el que cumplí a rajatabla todas las reglas que varios años después habría de aprender en el curso de "Magia para Torpes".
La miré. Llevaba un gorro gris. Dos o tres mechones rubios, puede que fuera alguno más, cruzaban su frente. Caía algo parecido a agua nieve sobre nosotros. Teníamos las manos heladas y recordé aquel refrán que dice "pies fríos, corazón caliente". Sé que los pies y las manos no son lo mismo, pero no dejan de ser extremidades. Serían las ocho de la tarde y se nos había caído encima la noche, pues era veintisiete de diciembre.
—¡Escoge una carta! Voy a hacerte un truco de magia.— Le dije.
—No tienes pinta de ser un buen mago.
Y no le faltaba razón, pues trataba de barajar las cartas y no era capaz, ni siquiera, de hacer eso bien.
—¡A la mierda! Mejor te doy yo la carta directamente.
Abrí la baraja y rebusqué hasta encontrar la "reina de corazones".
—¿Qué mérito tiene el truco si has mirado todas las cartas hasta encontrar la que buscabas?
—¡No me desconcentres! ¡Estoy a punto de hacer magia y eso requiere concentración! Vamos, toma este rotulador y pon tu nombre sobre el anverso de la carta...
Ella tomó el Eding 50 rojo que le entregué, quitó el capuchón y se sobresaltó por su olor. Era desmesuradamente gordo para las dimensiones del naipe. Mientras tanto, yo rebuscaba entre las restantes cartas del mazo hasta encontrar el "rey de corazones".
—¿Otra vez las estás mirando todas? ¡Eres el peor mago que he visto jamás! Peor incluso que Neville Longbottom.
Cuando encontré mi carta, yo también puse mi nombre en ella. Entonces, y frente a la cara de asombro de Silvia, saqué de otro bolsillo de la chaqueta un imperdible.
—¿Qué se supone que haces?
—Voy a atravesar con este imperdible los dos corazones de las dos cartas. La reina eres tú. El rey soy yo.
—¡Gracias por la aclaración! Pero... ¿eso para qué sirve? —me miró a los ojos por primera vez en los últimos quince minutos.
—Lo he leído en una novela. Los protagonistas ponían sus nombres sobre el "rey de corazones" y sobre la "reina de corazones" para sellar su amor. Lo fijaban todo con un imperdible, para que su pasión nunca se perdiera, y lo arrojaban en la Fontana di Trevi de Roma...
—¿Y ahora se supone que nosotros tenemos que ir a Roma o vale con arrojarlo en cualquier fuente de Granada?, inquirió guasona.
Nos encontrábamos en el Albaicín. En concreto, en el Mirador de San Nicolás. Si Silvia había pasado tanto rato sin mirarme era porque sus ojos se perdían casi todo el rato entre los confines de la Alhambra. Alrededor, en la inmensidad de Granada, había un millón de lucecitas de diversa tonalidad.
Bajamos al Paseo de los Tristes y tomamos un té pakistaní en La Perla de al—Ándalus. Nos atendió un camarero muy simpático llamado Youssef. Recorrimos casi todo el centro. Algunas fuentes no nos gustaban. Otras no tenían agua. En realidad, todo ello era una excusa para pasar frío. Nos resultaba placentero sufrir los primeros signos de congelación sobre nuestras extremidades. Dicen que la muerte por hipotermia es la menos mala. Sin embargo, el corazón seguía caliente, que conste. Al menos, el mío.
—¡Ya no ando más! Lo arrojamos a esta fuente... ¡y nos vamos a cenar! Estos tacones me están matando.
La miré y le di un beso. Arrojamos las dos cartas, atravesadas por el imperdible, al agua. Pronuncié, con los labios cerrados, un deseo bastante obvio.
Minutos después, y tras coger un autobús y cambiarnos de ropa en el Hotel Ana María, entramos en un restaurante llamado Naranja Burger. Es muy recomendable. Se encuentra en la calle Emperatriz Eugenia y en él sirven comida joven. Siempre he llamado "comida joven" a los perritos calientes, a las hamburguesas, a las ensaladas... A todas esas cosas que tomamos los jóvenes cuando salimos. Aquí, en concreto, la especialidad son los crepes, aunque todo lo anterior también lo tienen. Los manteles incluyen el dibujo de una naranja y, cuando te traen la carta, te entregan también una especie de impreso o planilla donde has de anotar tus elecciones con un bolígrafo bic. No te toman nota, te recogen el formulario.
—Déjame pedir por ti; me hace ilusión —aseveré mientras tomaba el bolso y se marchaba al servicio. Contra pronóstico, me dio potestad.
A su regreso, las patatas fritas ya habían llegado. Con ellas comenzamos a hablar sobre nuestra situación. Era extraña. Estábamos liados, eso era obvio. Yo quería formalizar "lo nuestro", a lo que ella mostraba sus reservas, nuevamente. Acababa de salir de una relación larga, reitero, y decía no verse en disposición de comprometerse conmigo. Yo le dije que no buscaba un "compromiso terminal". No quería casarme con ella. Al menos, no inmediatamente. Comenzar a salir suponía no más que un "acuerdo de exclusividad".
—Es que... ¡No llevo una buena racha! Tengo muy mal ojo, o mal de ojo, con los tíos. ¡Todavía no he encontrado a ninguno que me entienda! ¡Y mira que he besado ranas, esperando que alguno se convirtiera en algo interesante! El cuento es falso. Nunca sale de ahí un príncipe; solo te pegan los sapos sus berrugas. Yo necesito... Necesito a alguien que me entienda, ¿sabes cómo te digo? Quiero alguien que sepa ilusionarme, que me ayude a cumplir mis sueños.
—¡Pero es que tus sueños son tela de extraños! ¿Cómo quieres que se cumplan?
—¡No es cierto! ¡Tengo unos sueños muy normales! ¡Tengo los sueños que cualquier chica de mi edad tendría! —creo que logré indignarla.
Le recordé que la primera noche que habíamos dormido juntos, ella se despertó sobresaltada, de madrugada. Decía que había entrado una mujer con los ojos vendados con dos platos en las manos. En uno de los platos llevaba la "armonía" y en el otro la "fortuna". Se los puso delante y le pidió que escogiera. Silvia no supo con cuál quedarse.
—Todos los sueños significan algo. Y ese mío es de lo más normalito. La "armonía" es el orden. Llevar una vida sin sobresaltos, estar con alguien que me dé cariño, estabilidad, que me trate bien...
—¿Yo sería tu armonía?
—Bueno, sí. Podría decirse que estar contigo sería "armonía".
—¿Y la fortuna? ¿Qué es la fortuna? —la verdad es que se lo pregunté, pero conocía perfectamente la respuesta.
—Me siento joven. Tal vez sea mejor para mí estar sola, de momento. Quiero viajar, vivir aventuras...
Este es el momento más romántico de toda mi vida, así que tratad de imaginarlo bien. De pronto entró la camarera, vestida de blanco, con dos platos y los brazos extendidos, como en el sueño de Silvia. En la mano derecha llevaba un "crep Armonía" y en el otro un "crep Fortuna".
Sé que pensaréis, queridos lectores, que todo esto me lo estoy inventando para que quede más coqueta la historia. ¡Os equivocáis! ¡No fue así! ¡Pasó realmente! Id al Naranja Burger, de mi parte, y descubriréis que los dos platos existen. La historia que les estoy relatando es torrencialmente cierta, como la vida misma, aunque parcialmente provocada, también como la vida misma.
La camarera miró a Silvia. Con voz suave y firme le preguntó si el suyo era Armonía o Fortuna. Silvia dudó un buen rato. Sus ojos se llenaron de lágrimas y la camarera alucinó, consecuentemente. Yo podía hacer realidad sus sueños. Silvia miró ambos platos. La camarera le explicó que el "Armonía" llevaba jamón york y nata, el "Fortuna" estaba compuesto por jamón serrano, queso y bechamel. La camarera debió de pensar que se encontraba frente a la clienta más indecisa que jamás había entrado en el Naranja Burger.