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Authors: Fernando Fedriani

Tags: #Romántico

Magia para torpes (2 page)

Así soy yo. Nací en Sevilla y he pasado toda mi vida en Sevilla, salvo algunos días sueltos y una breve experiencia Erasmus. Me gusta la Semana Santa, la Feria, comer de tapas... pero sin pasarse, que no me siento el típico sevillano; tal vez por eso lo sea. No soy oportuno. Me río a destiempo. Soy lento para coger los chistes. No soy romántico. O no mucho. O no lo era mucho. ¡Qué sé yo! Describirte es una de esas cosas que es mejor que otro haga por ti.

Silvia es mi novia. Bueno, ahora es mi ex, pero no me acostumbro a llamarla así porque estoy convencido de que volveremos a estar juntos pronto. Silvia es... muy buena niña. Es muy guapa, eso ante todo. Es rubia y tiene cara de ángel. Más bien bajita, aunque no es tampoco un tapón. Tiene curvas y también buen culo. ¡Uy!, lo estoy haciendo fatal. No sé describirla muy bien porque la quiero mucho y me bloqueo. A ver, Silvia es muy guapa. Su belleza es especial, porque es cotidiana. Es de esas personas a las que no te cansas de mirar, que tienen cara de "eres guapa porque te miraría toda la vida", y no me empalaga porque no es una belleza obvia, aunque es obvio que es guapa.

Silvia tiene los ojos marrones, aunque a veces le da un poco más la luz y se ponen verdes y entonces siempre lo dice y se pone muy contenta, porque están verdes. Aunque yo siempre pienso que sus ojos son los mismos, que siempre son del mismo tono, y ella me dice (o me decía) que los hombres no sabemos nada de colores y que, consecuentemente, hago mejor callándome. Pero ella tiene los ojos marrones y me encantan sus ojos marrones, porque son marrones "del color de Silvia". Y eso ya me basta, con o sin luz para volverlos verdes.

No se pinta demasiado, aunque cuando sale sí se pinta. Supongo que esto se podría decir casi de cualquier chica. Sin embargo, lo bueno de Silvia es que cuando la miro se me olvida que hay otras mujeres parecidas, porque ella es especial para mí, pues es la única que me importa, cuando me paro a pensar en qué cosas me importan.

Hasta ahora, en este capítulo tan descriptivo, lo único que he conseguido demostrar es que amo a Silvia. Realmente no os he transmitido nada bien cómo es ella. Para no perderme, optaré por aportaros una lista de diez rasgos. Yo no los voy a enumerar, pero vosotros sí los podéis ir contando. A ver... Silvia es lista, se da cuenta de todo y aprende rápido, perezosa, orgullosa, mimosa, terca, trabajadora, delicada, realista, grita mucho, pero solo cuando se enfada, y es prudente.

Silvia estudió Derecho. Se preocupa mucho de los demás, a pesar de lo cual ha terminado trabajando en una gestoría. Me da mucha pena porque creo que hubiera sido una buena cooperante internacional, aunque es demasiado delicada como para pasar una noche al raso. Al menos, sí habla inglés bastante bien. Ha intentado estudiar francés varias veces, pero no se le da bien porque no le gusta. En realidad, el francés no le gusta en ningún sentido. Es muy insegura y su sueño es ser madre de más de cinco niños. Lee mucho, aunque no tiene demasiado criterio y casi nunca sabe explicarme bien por qué le gustan los libros que le gustan.

Era ella la que solía escoger las películas cuando íbamos al cine. Me torturaba con varios trillones de comedias románticas. Casi nunca me gustaban sus elecciones. Sí he disfrutado mucho viéndola con un barreño de palomitas, que siempre dejaba a un lado a los pocos minutos de empezar el filme.

Silvia viste de Zara. Mango, a ratos. Stradivarius, antes. Supongo que le gustaría seguir siendo de Stradivarius, pero no se atreve. A veces compra cosas en el mercadillo o en Zara Tara, y se siente orgullosa de sus compras, de comprar barato, aunque no suele comprar barato. Silvia tiene la piel clarita y se quema siempre que vamos a la playa. Jamás hace top less. Siempre ha querido tener un trikini, pero no se atreve a comprárselo. Se descarga muchísimas películas de Internet, aunque sabe que la piratería está mal. De todos modos, nunca las ve, porque jamás encuentra un momento para eso. Además, no entiende el cine sin las palomitas... y siempre dice que las palomitas de microondas no son lo mismo que las de los cines.

Es silenciosa. Nunca habla de más. Besa con los ojos cerrados y le gusta darme la mano en el cine, aunque no me deja meterle mano en el cine, que es lo que me gusta a mí. Eso sí, después es apasionada, en los momentos adecuados, y tiene deseos y sueños que ni ella misma se confiesa.

Silvia es pura. Pura Silvia. Y yo, cuando la miro, veo a la madre de mis hijos. Una madre que siempre reñirá en el momento adecuado, aunque luego sea ella la que se deja el paraguas en casa. Es incapaz de reconocer que se ha equivocado. Reza. Es religiosa. No le gusta el fútbol y jamás ha bebido más de la cuenta. Bebe a veces. Pero nunca más de la cuenta. Porque Silvia es profunda y templada, parece segura y viste elegante. No usa tanga y nunca, o casi nunca, la he visto llorar, aunque cuando llora se pone muy guapa, puesto que le brillan más los ojos. De ese color marrón de Silvia, que ella confunde con el verde.

Me ha quedado tan bonita la descripción de Silvia que ahora me da palo, queridos lectores, hablarte de Noemí. Noemí Broch. Esa es la chica que aparecerá más adelante, pero de la que quiero hablarte ahora, no sé muy bien por qué (doblad también esta página del libro, recordad mi consejo). Creo que busco con ello que se note más la diferencia que media con Silvia. ¡No se parecen en nada! Si antes dije de Silvia que es rubia, de Noemí diré que es morena. Como con eso, con todo. También tiene los ojos oscuros. Todo lo que es claro en Silvia, en Noemí es oscuro.

Noemí no lleva ropa apretada porque no le gusta marcar demasiado los pechos. Se siente mal porque, durante años, muchos hombres no supieron ver en ella otra cosa, más allá de eso. Era muy tímida y eso la ha hecho sociabilizarse de un modo brusco, desigual. ¿Y cuántas veces las mujeres no son discriminadas por llamar la atención demasiado? Aunque ella jamás rivaliza con otras chicas, muchas otras clavan sus miradas en ella con recelo. Sus pechos, y no solo eso, son llamativos siempre y eso despierta admiración y envidia. Más aún si tenemos en cuenta que es delgada, que sus piernas son finas, que tiene la espalda breve y la cintura estrecha. Me gusta su postura: siempre erguida, con la frente alta. Jamás baja la guardia y te mira muy fijamente. Cuanto más tiempo le sostienes la vista, de hecho, más te la sostiene ella a ti, pues no le gusta la gente cobarde que no mira de frente. Porque sabe por qué la miras así, tan fijamente, cuando la miras. Siempre lo sabe. Y la sientes entrando dentro ti, como con sigilo, porque se cuela en ti por tu mirada y con total impunidad, palpando las palabras que todavía no le has dicho.

Noemí tiene una clave de sol tatuada en un lugar de su cuerpo que no me dejará ver hasta dentro de quince o veinte mil capítulos, por lo menos. En el siglo trece Dante y ella hubieran tomado un café interesantísimo. Pero como le coge un poco lejos el siglo trece, pues se crió con el Barrio Sésamo, ahora trabaja en la FNAC. Estudió Filología.

Me pone nervioso tenerla cerca, aunque ella no se da cuenta (¿o tal vez siempre lo supo?). Estimo que la temperatura de mi cuerpo asciende entre dos y tres grados debido a su proximidad. Nada está escrito con ella, ni va sobre ruedas. Simplemente irrumpe, de pronto y entre la noche, y lo descoloca todo, porque no sabes si la deseas, si la amas, si la odias o si la temes. Más bien, esto último o todo junto. ¡No sé con qué quedarme! Porque su mirada es azul oscura. Y te deja cortado cuando tratas de pensar por ella, o en ella, demasiado.

Destroza las pizzas cuando las corta y no soporta las costumbres: jamás la podrás encasillar porque, cuando buscas quedar con ella en el mismo bar dos veces, te manda un mensaje para que seas tú el que se acerque hasta su barrio. Pierde las llaves. O piensa que las ha perdido, como poco, tres o cuatro veces al día. Canta. Odia los toros, las corridas de toros, digo, y se siente ecologista, tal vez porque ella es un animal indomable. Y creo que alguna vez la vi hablando con las plantas, conversando con la Bruja del Este, leyendo las manos, echando las cartas en las tardes de poniente.

Me gusta porque es un enigma imposible. Es un reto constante, que te deja seco, tirado en el sofá, tratando de reposar sus palabras con mimo, como si sirviera de algo, horas después de haberlas escuchado. Y nunca la entiendes porque, cuando ella no quiere que la entiendas, te dice dos cosas opuestas en un mismo rato. Y ninguna de las dos anticipa lo que verdaderamente luego hace.

Quiere ser madre, pero no conmigo. No la imagino envejeciendo a mi lado, pues dudo que envejezca jamás. Sé que Noemí, en el fondo, y aunque lo oculta con todas sus fuerzas, tiene miedo. Y no sé de qué. No se deja impresionar y cuando tiene los cables cruzados, te revienta. Siempre habla. No se está quieta. Lleva pendientes de perlitas, aunque cierta vez la vi con unos con forma de luna. Lleva el pelo casi siempre recogido. Siempre busca los problemas, porque le gustan los retos, aunque dice que no le gustan los problemas y que se vive mejor sin tanto jaleo. Pero no. Jamás miente y su sinceridad es atroz y cautivadora. Porque seduce y te conduce, porque la sientes incapaz de ser seducida. Creo que te seduce porque te sientes incapaz de decir algo que, previamente, ella no haya pensado o leído. Y eso resulta interesante.

Nunca contemplo el fondo de su personalidad, lo que esconde el maquillaje, siempre tan cargado y poroso. Porque se atrinchera. Y si besara, besaría con los ojos abiertos, seguro, aunque los tuviera cerrados. Sin embargo, ella no besa, hace otra cosa, que tiene otro nombre... y que te deja con ganas de andar descalzo sobre la luna. Supongo.

Ahora que ya sabéis cómo somos Silvia, Noemí y yo... ¡Podemos comenzar!

TRES

No fue hasta el minuto veintitrés de la segunda parte. Hasta que no entró al campo Javier Casquero, mediocentro de corte defensivo, no descubrí que Silvia se había marchado y que no volvería. Bueno, que no volvería, la verdad, lo descubrí algo más tarde. Era sábado y estaba tan entusiasmado con el partido del Getafe que no me di cuenta de que mis comentarios no obtenían la respuesta habitual, desde el final del pasillo. Me gustaría deciros que dejó una nota, pero no fue así. Se marchó de pronto, sin que yo hubiera sospechado nada. Podría decir que huyó sin previo aviso, aunque tampoco eso lo sé seguro. No descarto que me dijera algo, en algún momento, y que yo jamás la escuchara.

No llevábamos mucho tiempo viviendo juntos, las cosas como son, así que no le supuso demasiado esfuerzo introducir la mayoría de sus pertenencias esenciales en una maleta no muy grande. La mayoría de sus zapatos siguen aquí, con lo que ella los quiere... No escuché el portazo porque no lo hubo. La mesa estaba repleta de patatas fritas frías, por aquel entonces.

Hubiera temido un rapto o un secuestro, de no ser porque bien pronto descubrí que el cuarto de baño tenía solo un bote de gel y otro de champú. Nada más: ni cremas, ni tampones, ni perfumes. Apagué el televisor y me senté en el sofá confundido. Tomé el móvil y traté de llamarla. Utilicé el número largo y el del Qtal, todas las opciones que Vodafone me ofrece para comunicarme con ella. Y no me respondió.

Nada hacía presagiar que fuera a contestar mis correos electrónicos. Ni mésenyer, ni Facebook, ni Tuenti... Revisé, lo admito, el historial de navegación del ordenador del piso. Llegué a la conclusión de que Silvia quería asistir a algún concierto de El Canto del Loco, pues había consultado muchas páginas web con los horarios de distintas ciudades. Yo no había prestado atención a sus deseos, según se ve, puesto que no lo sabía. Aparte de eso, y dado que no tenía sentido localizar a ningún miembro de su familia, tuve que adoptar la única opción, valiente o no, que me quedaba: seguir viviendo y asumir que no volvería a verla pronto.

Enseguida tuve que enfrentarme al reto de explicarles a mis amigos que mi novia había desaparecido. Las dos o tres primeras veces confesé la verdad. Por desgracia, eso resultaba perturbador, dado que todo el mundo centraba sus preguntas en descubrir por qué yo había sido tan torpe como para no darme cuenta de que las cosas no iban bien. Soy sincero: mi vida sí iba bastante bien. Supongo que por eso no noté nada. Tenía trabajo y acababa de empezar a vivir con mi novia de toda la vida. Mi Sevilla se salía en Liga, Copa y Champions, y había terminado de pagar mi primer coche. ¿Por qué Silvia no me habría avisado de que quería irse? Y si me lo había dicho, ¿por qué yo no me había dado cuenta?

Dicen que cuando algo te falta lo valoras más. Jamás llevaba en la cartera ninguna fotografía suya. Descubrí que me era necesario, desde su marcha, tener alguna estampa, alguna imagen que me protegiera, que me sirviera de amuleto. Probé incluso a pronunciar su nombre tres veces frente al espejo, como muchas veces hacía de broma cuando todavía éramos felices y ella estaba en la cocina. Pero no me sirvió. No se me apareció. Me dio, incluso, por llamar a Canal 47 con la esperanza de que la bruja de guardia me diera alguna pista sobre su paradero. La cosa no mejoró, ni siquiera cuando mi abuela me hizo entrega de una estampa de San Antonio de Padua pues, según ella, su intercesión era mano de santo para encontrar las cosas perdidas. Yo le avisé de que no es lo mismo buscar un camafeo que a una novia que te ha dejado. Pero me quedé la estampa porque las abuelas a veces son tercas de cojones.

Para mayor desgracia, el siguiente fin de semana era el conocido por todos los miembros de mi grupo de amigos como el "Día del Sloopy Joe's". Poco importaba, a decir verdad, que fuera también el día de mi cumpleaños. Treinta y dos me caían ya. En nuestra adolescencia se había acuñado la tradición de celebrar mi venida a la Tierra tomando pizza allí. Tocaba el de la calle Ramón Resa, pues es el restaurante de la cadena que más cerca está de mi trabajo actual. No comprendo cómo todos los años se empeñan en simular que se trata de una fiesta sorpresa, cuando no lo es. No puede ser una sorpresa si llevamos diecisiete años (por Dios, ¡cómo pasa el tiempo!) repitiendo el mismo ritual.

Mentiría si no reconociera que tenía la secreta esperanza de que Silvia me estuviera esperando, camuflada entre mis amigos. Ni que decir tiene que no fue así. Habían inflado muchos globos y eran cuatro las mesas que había sido preciso juntar esta vez. Silvia no estaba, así que nada de eso me importaba ya demasiado. Me sentí feliz, en parte, porque tenía a mucha gente querida cerca. Sin embargo, nos hacíamos mayores y a varios de los presentes no los conocía: las novias de toda la vida son reemplazadas por compañeras de trabajo, parejas de segunda generación. Un par de mis amigos habían traído a sus nenes también. ¡Los primeros nenes surgidos de la pandilla! Lloraban como posesos y provocaban que nadie me prestara demasiada atención a mí, que era el chico del cumpleaños. ¡Menos mal!

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