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Authors: Fernando Fedriani

Tags: #Romántico

Magia para torpes (16 page)

Siete. Plenitud. Es raro. Y recuerden que "raro" significa "escaso
y
por tanto, de gran valor". Sucede con poca frecuencia. Suele estar vinculado con el amor correspondido. En ciertas ocasiones, muy aisladas, todo conspira y el universo parece un puzle en el que todas las piezas encajaron. En esos instantes, sienten la satisfacción de haber culminado un reto imponente. Algo semejante a lo que Sísifo sentiría si lograra detener la roca en lo alto de la montaña.

Ocho. Maternidad. Podría haberlo incluido en alguno de los subgrupos anteriores, pero tiene una especificidad bastante notable. No solo el parto, momento en el que se libera una carga descomunal de endorfinas, también la maternidad supone un proceso radical que altera la vida de cualquier mujer. La maternidad cambia a la mujer para siempre, pues imprime carácter. Perpetra un vínculo, respecto del ser nacido, que dura para toda la vida. Ese vínculo entraña una carga de empatía muy fuerte que puede provocar lágrimas de diversos tipos, de los anteriormente descritos.

Nueve. Encuentro religioso. Comulguen de la confesión que comulguen, la entrada en sintonía con una realidad superior, en un estado místico, puede ocasionar la aparición de las lágrimas. Si ustedes no son creyentes, difícilmente podrán entenderlo. Eso sí, manifiesten siempre respeto y comprensión. No es raro que broten las lágrimas al ver pasar a la Esperanza de Triana por el Arco del Postigo, por ejemplo.

Diez. Despedida. No se engañen. Las despedidas no son jamás un sentimiento nocivo. No son lágrimas de rabia, ni de impotencia. En una despedida se demuestra amor. Amor y añoranza hacia alguien a quien sabemos, ya de antemano, que estamos llamados a echar en falta. Tal vez ustedes no comprendan bien que, a veces, se añora a personas que todavía están a nuestro lado. Es una especie de anticipo, de préstamo, que nos da la añoranza. Las despedidas suponen dicho préstamo. No es posible llorar en una despedida si no hay amor. Por ello, las despedidas suponen un momento de encuentro y no de desencuentro.

¡Hasta aquí llegué! Les prometo que esta tipología es mía. No la he sacado de ningún libro de Jorge Bucay ni de Paulo Coelho. Si la encuentran en algún otro lado, de hecho, prometo invitarles a cenar en un restaurante caro.

VEINTISÉIS

Todos los que te consuelan jamás han tenido un gatillazo. Entiendo que racionalmente parece que no tiene tanta importancia, pero hubiera preferido que me cortaran un dedo de un pie a sufrir lo que sufrí. Sé que no es grave, ni tan importante, que puede pasarle a cualquiera, que no significa nada... Todo eso lo sé, aunque yo tampoco puedo evitar sentirme como me siento. No es racional, claro. Aún así, poco me importa la razón: me sentí mal, muy mal. Creo que pocas veces en mi vida me he sentido tan mal, de hecho. Y sí, hubiera preferido un tsunami, caerme de un segundo piso o un accidente aéreo. Todo es mejor que vivir lo que vivimos, aquella tarde—noche.

La culpa no es mía, sino de Geyperman, de los Caballeros del Zodiaco y hasta de James Bond. Todos mis héroes, todos mis referentes, están en mi contra: a Supermán no le hubiera pasado en su primer polvo con Lois Lane y tampoco a Batman la primera vez que lo hizo con Robin. Ni siquiera al bueno de Mortadelo. Ni al Marqués de Sade, ni al Marqués de Luca de Tena. No, de veras. Me siento morir, incluso ahora, y ya se me ha pasado un poco el cabreo. Aún así, me sigo queriendo morir, que conste. Y de poco me sirvió la mirada tierna, como tierna estaba otra cosa, de la buena de Noemí. De poco me servía saberme comprendido, porque no quería sentirme comprendido, sino poderoso.

He buscado en Google qué causas pueden propiciar un gatillazo y no he encontrado nada. No hacía frío, o no demasiado, y tampoco estaba cansado, ni borracho. Es cierto que con Silvia nunca me había ocurrido. Y es verdad, lo juro. ¡Aunque no resulte creíble! Nunca me había pasado y no es un decir. No me considero un campeón, ni un legionario del sexo, pero los mínimos sí los cubro bien. Siempre aprobé, como poco. Sin embargo, esta vez y de pronto... ¡No funcioné! No trato de daros pena y de hecho, me da una vergüenza atroz estar contando lo que estoy contando, es lo que toca: ¡no funcioné! Y he pensado, lo admito, en cambiar esta parte de la historia, para darme un poco de más brío. Sin embargo, no sería justo. Tú, querido lector, si has vivido lo mismo, te mereces sentirte comprendido, aunque sea a mi costa.

En los últimos cinco años he llorado tres veces. La primera vez fue cuando el Sevilla conquistó su primera copa de la Uefa (tipo 2 del bloque 2 de la clasificación). La segunda, cómo no, jugando al fútbol sala en Hytasa (tipo 1 del bloque 1), tras una lesión de ligamentos. Comencé a llorar como un niño desprotegido cuando Noemí se bajó del coche en la puerta de su casa, y esa fue la tercera (nota mental: debo enviar al profesor un correo para que lo añada en su clasificación). Ella sacó un llavero del bolso, introdujo una llave en la cerradura y yo pensé en lo fácil que había entrado la condenada llave en la cerradura... y me puse a llorar por eso. Porque no todo entra con la misma facilidad. Por eso y porque ella se había ido. Lloré por eso, en realidad, y por lo rápido que se van los momentos especiales.

Antes de eso, de regreso a Sevilla, había tratado de hacerme reír. Me veía apesadumbrado y no hacía falta compartir más veces el motivo. Ella me contó que tiene unos amigos que pintan cuadros con los pies. También estuvimos hablando de Espinete y de cuáles eran nuestros personajes favoritos de Barrio Sésamo. Hablamos de Hitchcock y de por qué nos gusta Treinta y Nueve Escalones. A mí me da morbo

Marnie la ladrona, pero no me apetecía reconocerlo, porque no tenía ganas de hablar de nada que tuviera que ver con sexo. No fue un mal viaje. Me puso un par de discos de blues y compramos caramelos de menta y nata en una gasolinera Repsol.

Antes de eso, todavía en Chipiona, pasamos por un bar llamado La Julia y les pedimos que nos hicieran un bocadillo para el viaje. Nos respondieron que no hacen bocadillos y, por eso, terminamos en el Bar Paquito, en la calle Isaac Peral. Noemí le preguntó al camarero de La Julia de dónde venía el nombre del bar. Las paredes tienen color pistacho y marrón, aunque una de las calles próximas olía a pipí. El bocadillo estaba bueno, aunque no tanto como Noemí. Yo, por aquel entonces, la miraba y la recordaba desnuda. ¡Y no me comprendía!

Porque horas antes había despertado con una botella de moscatel vacía junto a un sofá—cama del piso de unos amigos suyos. Estaba completamente desnuda y su ropa yacía desparramada por toda la habitación. Nada quedaba sobre ella. Su tanga, negro como mi conciencia, estaba revoleado sobre una lámpara. Su sujetador, de la talla 95b, se encontraba enroscado alrededor del cuello de un oso de peluche. La camisa, con dos botones descosidos, debajo de la mesa, junto a sus pendientes de media luna. Sus pantalones vaqueros estaban... ¿dónde demonios estaban sus pantalones vaqueros? Por el contrario, toda mi ropa estaba conjuntamente dispuesta en desorden, aunque conjuntamente dispuesta, sobre la silla más próxima. Sentí un poco de vergüenza por mi falta de pasión.

Ella, recién levantada, tenía el pelo horrible. Empiezo a pensar que siempre se me ocurre lo mismo, pues ya hice el mismo comentario sobre Silvia, contando nuestra primera noche de pasión. Había restos de maquillaje sobre un cojín que habíamos utilizado de almohada. Tenía los labios secos y los ojos pegados al rímel. Recién levantada, yo la miraba y me sentía sucio. Me sentía mal por no sentirme bien por tenerla a mi lado. Porque jamás volveré a ver algo semejante a aquello. No volveré a ver a una chica como aquella desnuda junto a mí. Que no se me entienda mal: Silvia es la mujer más guapa de la Tierra... pero no es como Noemí. Noemí, sobre aquel sofá, me hizo creerme importante. Me sentí con más responsabilidad que Rebollo antes de tirar la flecha llamada a encender el pebetero de las Olimpiadas de Barcelona92. Noemí era una flecha de fuego y Silvia, definitivamente, no lo es.

Quizá, horas antes, lo que me había hecho tener el gatillazo fuera la presión, la responsabilidad. El peor momento había sido, sin duda posible, cuando decidimos dejar de intentarlo, cuando me dijo que "sería mejor que tratara de dormir". ¡Me sentí fatal! Todo mi orgullo de hombre se vino abajo, al igual que otra cosa. Le pedí una última oportunidad, aunque ambos sabíamos que era innecesaria. Yo, qué duda cabe, tenía que pedirla y ella tenía que decirme que no. Formaba parte del guion y de las reglas del juego. Supongo. Admito que una parte de mí se sintió aliviada cuando ella me dio un beso en la frente y me dijo que no pasaba nada, que descansara, que aquella había sido una noche maravillosa. Me sentí un poco aliviado, aunque estaba roto.

Porque, un rato antes, cuando la desnudé, sentí dentro de mí tanta pasión que... Era inexplicable que me sintiera tan culpable. ¿Por qué no podía dejar de pensar en Silvia, si era mi ex, mientras besaba a Noemí? Entrábamos en el piso. Y le quitaba la ropa, y la arrojaba alrededor de toda la casa, aunque pasé un rato atrancado en los corchetes del sujetador, todo sea dicho, y para no perder la costumbre. Por un lado, me sentía orgulloso; de otra parte, asustado. Noemí me daba, y me da, muchísimo miedo. Me aterraba porque parece de esas mujeres para las que no serás un hito. ¿Qué podría hacer yo en la cama, o en cualquier otro lugar de la casa, que no le hubieran hecho ya? Me reprendí por esa asquerosa costumbre masculina de compararlo todo con todo, de convertir los momentos especiales en cierta competición absurda.

Justo antes, antes de llegar al piso, habíamos recorrido el pueblo corriendo. Cada dos por tres nos deteníamos para besarnos. Eran besos esperanzadores, frescos, nuevos. Ahora los recuerdo con cierta pesadumbre, porque sé todo lo que habría de pasar después. En el momento, parecían inmejorables, vibrantes, puros. Me gustaría, por ello, contarlo de otra forma. ¡Pero no me sale! Me sabe mal, porque verdaderamente besa muy bien. Olía a salitre y las olas rompían contra el paseo marítimo. Y rugía en mi pecho, y sobre los arrecifes, la potencia cálida de una madrugada ardiente.

Porque yo me había atrevido a tomarla de la mano por primera vez. Se había roto la distancia, esa barrera inquebrantable, que separa los vértigos de las certezas. Y todavía me tiemblan los dedos, con ese cosquilleo pálido, que noté cuando la abracé por vez primera bajo los eucaliptos. Olía a chicle de menta y volvía a besarla, incapaz de creerme lo que había pasado. Yo, con Noemí. ¡Estábamos liados! ¡No era posible!

Porque hacía muy pocos minutos de aquello; solo unos minutos antes, habíamos salido del Pub Triana. Escasos minutos llevábamos así. No me había acostumbrado aún a saberme legitimado para besarla. Aquel era de esos momentos en los que pensaría toda la vida, supe. En las luces radiantes de aquel bar. Y todo, sin duda, todo lo que pasara a partir de entonces, no podría ni de lejos superar aquel primer beso. Porque aquel primer beso, ¡anda que no!, habría de ser de esas cuatro o cinco cosas que se guardan en el corazón, como en un cofre diminuto.

Si os fijáis, he contado todo el capítulo al revés, desde el final y hasta el principio, porque no quiero quedarme con el mal sabor de boca del gatillazo. ¡Maldito preservativo de chocolate! Quería acabar con la parte más bonita, con aquel momento, con el primer beso. Y aunque la disposición cronológica sea importante, yo soy quien cuenta mi historia... y la ordeno como quiero.

Horas antes, Noemí me miró a los ojos. Y yo le respondí que no. Se acercó a mí. Ladeó su cuello. Llevó sus manos hasta mis muñecas y las sostuvo al otro lado de mi espalda. Y se acercó tanto a mí que cerré mis ojos hasta que pude sentir cómo sus labios se unían a los míos. Y yo le devolví el beso, mientras sonaba de fondo una canción que no era ni de lejos de Quique González.

—Federico, no es esta. ¡Pero yo te quiero besar! ¿Te importa que la escuchemos en el coche, luego?

VEINTISIETE

Hay un lugar de Sevilla que casi nadie visita por gusto. Se trata de la planta más alta del Hospital Virgen del Rocío. En efecto, está muy alta. Y comprendo que no parezca muy buen sitio para ir a meditar, pero lo es. Los hospitales son bonitos. A su modo. Porque cuando los ves desde lejos, y al menos en las noches de borrachera, cada puntito iluminado es una habitación. Y cada habitación iluminada es una persona que no se ha muerto todavía. Cada puntito es una ilusión, alguien que está luchando por mantenerse con vida, que colea. Le presto la idea a cualquier publicista de Coca—Cola porque estoy seguro que de aquí podrían sacar un anuncio bastante aparente. Me gustan los hospitales porque son un mosaico de ilusiones, vistos desde lejos. Muy de Coca—Cola.

Como digo, me gusta subir hasta la planta más alta. Y siempre que voy, voy solo. Allá arriba no se escucha casi nada y cuando no escuchas casi nada, piensas mejor. Allí me subí el día después de mi viaje a Chipiona, porque no podía dejar de pensar en Noemí. ¿Me estaría enamorando de ella a pesar del gatillazo? A veces hago cosas de este tipo. Lo de ir a meditar, digo. Porque estar solo no está tan mal.

He leído lo que he escrito hasta ahora, lo que va de novela, y me he quedado un poco extrañado. ¡Está cambiando mi forma de escribir, ahora que pasa el tiempo! Todo el rato me quedo a medias en todo. Ni soy un intelectual, ni soy un burro de barrigón cervecero. Me iría mejor si me decantara por alguno de los dos extremos. Sería más fácil ser feliz, sufriría menos, y escribiría de forma más coherente.

¡Yo soy así! Y dentro de mi mierda, cuando me supera lo que tengo en la cabeza, las pocas veces que no consigo evadirme jugando a la Play, o viendo porno en Internet, subo a lo alto del hospital. Diría que lloro, aunque no es cierto. Solo me quedo mirando lejos, recordando las cosas que me han pasado. A veces, y recalco que solo me pasa algunas veces, encuentro las respuestas.

Aquel día no fue así. No vi nada claro.

Serían las cuatro de la tarde cuando me llamaron al móvil. Desde que corté con Silvia mi teléfono suena poco. Me he descargado un politono genial, con la última canción de David Bisbal. Ya no me suena casi nunca. Me lo he puesto de despertador para amortizar la descarga. ¡Pero ni por esas! En esta ocasión, el teléfono sí sonó. Era mi amigo Jorge. Os acordaréis de él porque su novia tiene las tetas caídas. ¡Qué triste pasar a la posteridad por ese dato! Pues bien, iban a ir al teatro y se habían acordado de mí para que los acompañara.

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