Mis amigos me esperaban en el portal de casa. Íbamos a ir en autobús hacia el centro, como en los viejos tiempos. El 34. Me habían comprado un regalo. Era una tarjeta, de esas de cumpleaños. Ninguna de sus dedicatorias tiene más de dos líneas, pero le habían puesto mucho empeño. El texto de la postal reza "cuando parece que todo va mal aquí nos tienes...". Y dentro, cuando la abres, termina diciendo "para recordarte que, en efecto, estás jodido".
El autobusero (si no existe esa palabra, debería existir) tenía puesta una canción de El Barrio. No me gusta El Barrio porque no me gusta el flamenco. "Porque sin ti, ya no soy nada, en mi ceguera solo manda tu mirada. Porque sin ti ando perdido, deambulo errante en los caminos del olvido". Y pensé "ahí le has dado", aunque nosotros estábamos hablando de fútbol y no tenía mucho sentido que le dijera a mis amigos lo que estaba pensando. Se estaban esforzando mucho por hacerme olvidar.
Hace unos años éramos una panda de pagafantas de mucho cuidado. Ahora, con los años encima, empezamos a tener barriguita y las camisas nos sientan todavía peor. No hemos triunfado, tampoco estamos acabados. Podríamos estar mejor, claro, pero tenemos excusas para justificar nuestra derrota frente a la vida. Todos tienen pareja. Todos, menos yo. Y no me disgusta la situación, que conste. Me hace sentir especial.
No sé cuántos rones me bebí. Brindamos con Barceló. Brindamos por Silvia y por el tío que la aguantará pronto. Nos reímos y me obligaron a pedirle hielo a un grupo de chicas, que como mucho irían por la mitad de sus carreras universitarias y que se encontraban en el banco más próximo. No conseguí el hielo, aunque hacía más bien frío, pues estábamos en diciembre, y lo cierto es que era más un pretexto para forzar una anécdota, que un verdadero objetivo.
Supongo que los hombres lo solucionamos todo así, sin tanto drama. La escena no sale en las películas porque es siempre lo mismo y porque en ella no pasa nada. Nos basta con estar y con beber un poco y tal vez con cantar la canción de Oliver y Benji. Y nuestra forma de estar con el otro es estar con el otro. No se hace ni se dice nada heroico. De mis amigos solo esperaba que me emborracharan y que me llevaran al piso en un taxi, y con los pantalones puestos, cuando yo no pudiera hacerlo por mí mismo. Y así fue.
En un determinado momento de la noche creí sentirme mejor. Dicen los científicos que si sangras liberas endorfinas y te duele menos el golpe. Y yo esa noche sangré y bebí hasta caerme en mitad de la calle a lo Max Estrella, salvo porque a mí no me había tocado la lotería y, por supuesto, tampoco mis amigos me dejaron revoleado a lo Sevillano de Híspalis.
Brindé por el profesor de "Magia para Torpes" y por sus estúpidos consejos. ¿Quién es capaz de llevar a la práctica todo aquello? ¡Ni él! Al final te das cuenta de que solo tus colegas te entienden. Y tú, a pesar del alcohol, y de que el ambientador del coche te persiga con su regurgitar a pino, terminas por sentirte mejor, porque ellos están. Y eso ya es mucho. Y te recuerdan, con su mirada cómplice, que hay otras tías, otros peces en el mar, y que todo puede volver a comenzar, con tan solo pasar la página. Nunca fue tan literal... aunque sea el segundo capítulo que acabo con el mismo juego de palabras. Que digo yo que es bueno, aunque tampoco sea para tanto, ¿no?
Nicolás, mi querido amigo Nicolás, ese mismo amigo que me tiró de las barras del columpio en el colegio mellándome una de las paletas (que, por fortuna, era de leche, aunque no por ello ha de ser olvidado el incidente), me abría una ventanita diminuta en una de las esquinas del navegador.
Todavía no controlo demasiado bien el Facebook, lo admito. El salto desde Tuenti ha resultado traumático para mí. Eso sí, tengo una edad en la que la mayoría de mis amigos no están ya en Tuenti. Y Facebook es más adulto, más para gente de mi edad. Por eso me abrí el perfil. Y gracias a eso, o por culpa de eso, Nicolás me decía "hola" desde algún lugar ignoto del universo planetario.
Yo: ¡Ey! ¡Feliz Navidad! ¿Cómo estás?
Nicolás: Bien. ¿Y tú?
Yo: Me estoy quedando ciego... ¡Soy nuevo en Facebook! ¿No se puede poner de algún modo la letra esta algo más grande?
Nicolás: No.
Yo: Bueno, tío... ¿y cómo te va? ¿Estás casado? ¿Tienes hijos? ¿Vives en algún país exótico? ¿Estudias? ¿Trabajas? ¿Amantes? ¿Mascotas? ¿Algo destacable?
Nicolás: Ok. Ya no vivo en Los Remedios.
Yo: ¿Eres siempre así de seco?
Nicolás: Escribo lento.
Yo: ¡No puedo conversar con alguien que es tan desesperante tecleando! ¡Mi abuela escribe más rápido que tú! Casi mejor nos tomamos un café y hablamos... porque por aquí, no hay manera.
Nicolás: De acuerdo. A las cinco en La Campana. Adiós.
Y así de brusco finalizó la conversación. Si me ves en el piso, absorto y confundido, mientras el monitor me confirmaba que Nicolás, ese mismo chico que me arrancaba los deberes en el colegio (y un diente, que no se me olvida) y que después decía que los había hecho él, acababa de quedar conmigo.
Aclaro para los lectores que son de otras ciudades que cuando los sevillanos decimos "ya quedaremos" en realidad queremos decir "bueno, que te vaya bonito... y suerte en la vida". ¡Yo no pretendía tomarme un café con él, era solo un farol! ¡No tenía ni la más mínima intención de volver a verlo, de hecho! Si fuera una amiga de la infancia, y estuviera buena, donde sea... ¡Pero se desconectó tan de golpe que no pude decirle que tenía otras cosas mejores que hacer! Llevaba sin verlo digamos... ¡quince años! Y, curiosamente, desde que nuestra relación cesó, todo iba mejor para mí: nadie me tiraba la mochila en los charcos, ni trataba de bajarme los pantalones mientras hacíamos deporte.
Pensé por un momento en dejarlo tirado. De hecho, ¿había quedado realmente conmigo o todo aquello formaba parte de una especie de broma macabra? Era el día de los Inocentes, de hecho. No soy capaz. ¡Odio ser tan leal! Si digo que voy a ir a un sitio, voy. Y puntual. Aunque sea sevillano. Creo que es importante tener palabra, pues uno nunca sabe cuándo va a necesitar la credibilidad.
Me vi, de pronto, vistiéndome con lo primero que encontré en el armario. Bueno, no solo en el armario. Me puse unos vaqueros y una de las tres camisetas limpias de Springfield que permanecían colgadas en mi tendedero. Soy de ideas fijas, casi toda mi ropa es de Springfield. No recuerdo quién me enseñó que la ropa, si la estiras bien, se queda casi perfecta. La plancha sirve para sacar matrícula de honor, y yo siempre fui más bien de notable. Me dio por pensar en Silvia y en cómo ella hubiera necesitado más de media hora para hacer aquello mismo. Yo, en media hora, tuve tiempo de llegar hasta La Campana. Me sobró tiempo y todo. El autobús se portó bien esta vez.
Sentí algo próximo al síndrome de Estocolmo. ¿Volvería a pegarme Nicolás? Sin embargo, me hacía ilusión enfrentarme a él, pues había ido dos o tres veces al gimnasio desde la adolescencia. Había aprendido a defenderme: tenía móvil y sabía cómo utilizarlo, cuando el miedo no me paralizaba. ¿Acaso no había llegado la hora de vencer todos mis temores?
Tras encontrarnos, me comenzó a contar que su vida había cambiado mucho. Ahora trabajaba en un restaurante llamado El Armario, que está en el barrio madrileño de Chueca. Había venido a pasar el fin de año en Sevilla, aunque su residencia habitual está en Madrid. A petición mía, contemplamos el alumbrado navideño, puesto que yo no había recorrido el centro desde que lo habían colocado. Estaba precioso: los árboles tenían luces blancas y azules.
Me gustaba la FNAC porque allí trabajaba una dependienta muy guapa de la que ya te he hablado antes. ¡La famosa Noemí! (Puedes ir repasando la página que doblaste antes).
No sé de dónde sacan a los dependientes de la FNAC. Todos saben dónde está todo: libros, discos, cachivaches tecnológicos... Y jamás he visto a un dependiente de la FNAC de mal humor, ni afectado por un mal día. Hablo en serio, no es sarcasmo: los admiro. Los dependientes de la FNAC conforman una raza superior. Creo que perpetúan, entre ellos y gracias a las cenas de empresa, una cultura propia. Fusionan el arte, la música y el cine. Pertenecen a una estirpe aria dentro de la cual no tengo cabida.
Noemí Broch, la célebre Noemí, fue precisamente quien me hizo la tarjeta de socio. Siempre la llevo en la cartera, aunque jamás la haya utilizado. Y yo no quería hacerme socio, ni nada de eso, ¡qué va! De hecho, me estaba meando aquel día y tenía prisa por irme. Desafortunadamente, Noemí es de esas chicas que, si te piden que te hagas socio de algo, lo haces sin dudarlo, aunque estés meándote vivo.
Mientras subíamos y bajábamos las escaleras mecánicas, que están puestas de forma que tengas que pasear por toda la tienda, me dio por contarle a Nicolás lo que había sucedido con Silvia. Le conté que me sentía fatal y que aquella había sido la peor Navidad de mi vida. Me preocupé al darme cuenta de que, de un tiempo a esta parte, sentía una necesidad compulsiva de contarle a todo el mundo lo que me sucedía. ¡Nunca antes había tenido tanta verborrea irrefrenable!
Nicolás me preguntó si iba a hacer algo en Nochevieja y yo le contesté que mis planes se reducían a ver a Bisbal en cuatro o cinco canales de televisión, simultáneamente. Mis amigos habían quedado con sus familias y no me había salido ningún plan. No habían planteado ningún evento común. ¡Gajes de superar la treintena!
—Anímate... ¡yo voy a organizar una fiesta! Y estará bien, de veras. Vienen muchos amigos míos de Madrid. Yo pondré la música. Y habrá muchas chicas, te lo prometo.
Descendimos a la planta baja, donde se encuentran las cajas. Pagamos, aunque no recuerdo bien qué compramos, en realidad. Tomé la bolsa. Me entraron las prisas. Necesitaba irme. Aceleré el paso. Tenía ganas de tirarme en el sofá, de estar solo. Por aquel entonces estaba asocial. Estaba tela de raro. Necesitaba olvidar que había vuelto a ver al chico que me acosaba de pequeño y que le había contado mis intimidades.
Justo entonces, cuando pretendía doblar la esquina y darle esquinazo a todo mi pasado, Nicolás se acercó al mostrador de "nuevos socios" y besó por tres veces a Noemí. Yo me quedé a pocos metros, como muerto, observándolos. No les pegaba conocerse.
—Noemí... ¡Qué gran chica! Suele ir mucho a nuestro bar, cuando pasa por Madrid. ¡Ella también vendrá a nuestra fiesta!
¿A que no te lo esperabas? Lo siento, ya sé que este desenlace se intuía desde que presenté al personaje de Nicolás. ¡Lo siento! ¡Es lo que hay! Soy publicista, no escritor. Mezclo los tiempos verbales con poca fortuna, falta tensión narrativa... Y la historia es lo que es. Ahora bien, ¿y lo espontáneo que parece todo?
De golpe, reconsideré mi idea de ir a la fiesta, aunque tampoco le dije inmediatamente que sí. Que conste que no me creía con posibilidades de tener algo con Noemí. Pero tampoco tenía nada mejor que hacer. Anoté el teléfono de Nicolás y prometí darle una respuesta que, pocas horas después, le hice llegar a través de un mensaje corto al móvil. De este modo tan tosco, entró en mi vida Noemí Broch.
Séptima lección del curso. El tragaluz de Tamariz. |
Hoy comienzo apagando las luces. Tener las luces encendidas nos ayuda a ver las cosas con claridad. Curiosamente, tener las luces apagadas nos permite ver otras cosas con mucha más claridad aún. Nos adentramos en el mundo de las sombras. ¡Bien, cierren los ojos! Ahora no los necesitan. Van a aprender algo crucial para sus vidas. Vamos a hablar de la magia y por ello, lo primero que ha de hacerse es olvidar todo aquello que hayan oído sobre este tema, desde que nacieron.
Existe un momento de la vida en el que la mayoría de los hombres deciden volverse duros. Interiorizamos aquello de que "los hombres no lloran". Asumimos, de pronto que la vida es difícil y que se pasa muy mal si sientes en exceso. En ese momento se opta por hacer apostasía de todo aquello que conlleva daño, pasión, un estado alterado de conciencia. Se allana la realidad y, la mayoría de los hombres y de las veces, se decantan por una parte muy limitada del milagro de estar vivos.
Esa realidad seleccionada, el universo masculino, se alimenta de fútbol, de trabajo, de pequeños logros que fácilmente se pueden satisfacer, comprando pequeños electrodomésticos y con algo de sexo. No hay en ese mundo, ninguna puerta abierta a expresar verdaderamente lo que sentimos o padecemos, tal vez porque no sentimos ni padecemos nada realmente noticioso. Nuestro desengaño contra el mundo por habernos privado de la opción de seguir siendo niños, se omite. Hablamos menos. Todo se vuelve útil.
La magia es una ventana abierta a la inmortalidad. La magia es la potencialidad del vértigo creativo. Me explico: la magia es plantearte, a cada instante, que el camino lógico no es siempre el único posible. Es, ni más ni menos, la ruptura de la inercia, la búsqueda de caminos nuevos para desplegarnos más allá de la ruta de siempre. ¿Cuán auténticos están dispuestos a ser? ¿Se atreven a conocerse a ustedes mismos? Si se atreven, sean conscientes, traten de mantenerse despiertos, y se darán cuenta de que sus vidas están repletas de señales fascinantes, de impulsos, de estímulos que nos llevan por el camino correcto.
No me han entendido, lo sé. Siguen teniendo la mente cerrada. Liberen su cabeza de esa opresión constanteenfermiza casi, que evita que manifiesten algo puro y bello. No son más débiles por llorar, por mostrarse frágiles, por reconocer de vez en cuando que les parece bonito el diseño de las pilas alcalinas, por ejemplo. Las cosas son lo que son y lo que significan. Aceptar la magia implica asumir que todo saldrá bien si cerramos los ojos y nos dejamos guiar por nuestro instinto hacia el verdadero significado de las cosas. Hacer magia es quitarle la carcoma al día a día, empezar de nuevo cada vez que paramos el despertador, vivir con pasión el dolor o descubrir motivos frescos para alegrarnos por cosas finitas. Ser una persona nueva, capaz de sorprender y de conmover, parando el coche en mitad de la cuneta siempre. Eso es la magia: pensar menos y sentir más.