Read Lyonesse - 2 - La perla verde Online

Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 2 - La perla verde (4 page)

Vista desde el Skyre, Xounges mostraba un complicado trazado de piedra gris y sombra negra bajo tejados pardos y llenos de musgo. En contraste, Dun Cruighre se extendía desde los muelles en un caótico apiñamiento de almacenes, establos, cobertizos, astilleros, tabernas, posadas, cabañas y algunas moradas de piedra de dos pisos. El corazón de Dun Cruighre era su bulliciosa y a veces ruidosa plaza, a menudo escenario de espontáneas carreras de caballos, pues los celtas amaban todo tipo de enfrentamientos.

Dun Cruighre presenciaba constantes idas y venidas, con un tráfico permanente entre Irlanda y Gran Bretaña. Un monasterio cristiano, la Hermandad de San Bac, poseía varias reliquias famosas y atraía a cientos de peregrinos. Naves de tierras remotas atracaban a lo largo de los muelles, y los mercaderes instalaban puestos para exhibir sus productos importados: seda y algodón de Persia; jade, cinabrio y malaquita de lejanas tierras; ceras perfumadas y jabón de aceite de palmera de Egipto; cristal bizantino y loza de Rímini; todo para ser trocado por oro, plata o estaño celta.

Las posadas de Dun Cruighre eran entre buenas y regulares: algunas eran mejores de lo que cabía esperar, lo cual se podía agradecer a los sacerdotes y monjes itinerantes, pues tenían un gusto exigente y talegos rebosantes. La taberna más reputada de Dun Cruighre era el Buey Azul, que ofrecía cuartos privados para los ricos y jergones de paja en un establo para los menesterosos. En el comedor siempre giraban pollos en asadores, y había pan fresco recién horneado; los viajeros a menudo declaraban que un rechoncho pollo asado, relleno con cebollas y perejil, acompañado con pan del día y mantequilla, más un par de medidas de cerveza del Buey Azul, se contaba entre lo mejor que se podía comer en las Islas Elder. En los días agradables se servía en mesas frente a la posada, donde los parroquianos podían comer, beber y presenciar el ajetreo de la plaza, que nunca carecía de interés en esa ciudad bulliciosa.

En medio de una hermosa mañana, una persona de porte majestuoso, vestida con una sotana marrón, se sentó a una de las mesas exteriores del Buey Azul. Tenía un rostro confiado y sagaz, de ojos redondos y alertas, nariz corta, y una expresión de afable optimismo. Con delicados y enérgicos dientecillos blancos devoró primero un pollo asado y luego una docena de pastelillos de miel, mientras bebía abundante aguamiel de una jarra de metal. Su sotana, a juzgar por el corte y la calidad del paño, sugería una relación clerical, pero el caballero se había echado la capucha hacia atrás, y en la coronilla, en un tiempo tonsurada, crecía nuevamente una mata de cabello castaño.

Un joven de porte aristocrático salió del comedor de la taberna: alto y fuerte, bien afeitado y de ojos límpidos, con una expresión bienhumorada, como si el mundo le pareciera un lugar grato donde vivir. Vestía un atuendo informal: una blusa de lino blanco, pantalones de sarga gris y un chaleco azul bordado. Miró a izquierda y derecha y se acercó a la mesa del caballero de sotana marrón.

—Señor, ¿puedo sentarme contigo? —preguntó—. Las otras mesas están ocupadas y, de ser posible, me agradaría disfrutar del aire de esta hermosa mañana.

El caballero de sotana lo recibió con un gesto expansivo.

—¡Ponte cómodo! Permíteme recomendar el aguamiel; hoy está dulce y fuerte, y los pastelillos de miel son irreprochables. En verdad, me propongo tener una segunda cita con ambos.

El recién llegado se sentó en una silla.

—Por lo visto, las reglas de tu orden son tolerantes y liberales.

—¡Ja! No creas. Las restricciones son rigurosas y los castigos severos. En realidad, mis transgresiones han provocado que me expulsaran de la orden.

—¡Vaya! Parece una reacción exagerada. Un par de sorbos de aguamiel, algún pastelillo de miel… ¿a quién pueden hacer daño?

—¡A nadie! —exclamó el ex sacerdote—. Admito que quizás los problemas fueron algo más profundos, y tal vez encuentre una nueva hermandad desprovista de estos rigores que a menudo hacen aburrida la religión. Me contengo sólo porque no quiero que me califiquen de hereje. ¿Tú eres cristiano?

El joven negó con un ademán.

—Los conceptos de la religión me desconciertan.

—Esos misterios quizás sean deliberados —comentó el ex sacerdote—. Dan incesante ocupación a los dialécticos, que de lo contrario podrían convertirse en cargas públicas o, peor aún, en estafadores y embaucadores. ¿A quién tengo el placer de dirigirme?

—Soy Tristano, del Castillo Mítrico de Troicinet. ¿Quién eres tú?

—También yo llevo sangre noble, o eso creo. Por el momento, uso el nombre que me dio mi padre, Orlo.

Tristano llamó a la camarera y pidió aguamiel y pastelillos para él y Orlo.

—¿Debo entender, pues, que has renunciado definitivamente a la Iglesia?

—En efecto. Es una triste historia. Tuve que comparecer ante el abad para responder a cargos que me acusaban de beber y juntarme con rameras. Me expliqué de una manera que habría convencido a cualquier persona razonable. Aseguré al abad que nuestro misericordioso Señor jamás habría creado suculentos pasteles ni burbujeante cerveza, por no mencionar los encantos de las mujeres alegres, si no hubiera deseado que gozáramos plenamente de estos bienes.

—Sin duda, el abad se valió del dogma para refutar tus argumentos.

—¡Exactamente! Citó un pasaje tras otro de las Escrituras para justificar su posición. Sugerí que se podían haber deslizado errores en la traducción y que, mientras no tuviéramos la absoluta certeza de que la inanición y las glándulas atormentadas eran la voluntad de nuestro glorioso Señor, debíamos concedernos el beneficio de la duda. No obstante, el abad me expulsó.

—¡También lo guiaba su propio interés, sin duda! —comentó Tristano—. Si todos adoraran al Señor como creyeran más conveniente, el abad, y también el papa, se encontrarían sin nadie a quien instruir.

Un disturbio en la plaza llamó la atención de Tristano.

—¿Qué es ese alboroto? Todos bailan y brincan como si estuvieran en un festival.

—En efecto, es una especie de celebración —explicó Orlo—. Hace casi un año que un pirata sanguinario aterroriza los mares. ¿Has oído hablar de Flary el Rojo?

—¡Claro que sí! Las madres recurren a ese nombre para atemorizar a los niños.

—Flary es un desalmado —continuó Orlo—. Ha llevado la audacia sanguinaria al extremo del virtuosismo, y siempre lleva en la oreja una perla verde que le trae suerte. Un día no encontró la perla, pero aun así lanzó un ataque. Fue un gran error. Lo que parecía un tentador buque mercante era una trampa, y cincuenta guerreros godelianos abordaron el barco pirata. Flary el Rojo fue capturado y hoy perderá la cabeza. ¿Asistimos a la ceremonia?

—¿Por qué no? Tales espectáculos afirman el inevitable triunfo de la virtud, y la lección resultará edificante.

—¡Bien dicho! ¡Ojalá todos los hombres fueran tan racionales!

Los dos enfilaron hacia la plataforma del verdugo, y allí Orlo tuvo que reprender a un hombrecillo de cara gris que pretendía arrebatarle el talego.

—Amigo, esa conducta te lleva directamente al hacha del verdugo. ¿No piensas en las consecuencias de tus actos? Ahora debo entregarte al guardia.

—¡La peste te lleve! —el carterista logró zafarse—. ¡No tienes testigos!

—¡Te equivocas! —exclamó Tristano—. ¡He visto lo ocurrido! ¡Yo mismo llamaré al guardia!

El carterista soltó un juramento y echó a correr, perdiéndose entre la muchedumbre.

—Un suceso desagradable —masculló Orlo—. Especialmente cuando todos los corazones deberían alegrarse y los rostros resplandecer de alegría.

—Salvo el corazón y el rostro de Flary el Rojo —añadió Tristano.

—Huelga decirlo.

De la multitud llegaron gritos de entusiasmo cuando un par de carceleros con máscara negra empujaron a Flary hacia la plataforma. Detrás iba un hombre macizo, también enmascarado de negro, que avanzaba con un andar imponente, casi pomposo. Cargaba al hombro un hacha enorme, y lo seguía un sacerdote que sonreía hacia uno y otro lado.

Un heraldo vestido de verde y rojo saltó a la plataforma. Hizo una reverencia ante una estructura de bancos elevados donde se encontraba Emmence, conde de Dun Cruighre, con sus amigos y familiares. El heraldo se dirigió a la multitud.

—¡Oíd, gentes amables, y gentes de todos los rangos, altas, bajas y comunes! Oíd, digo, y todos aprenderemos de la justicia impuesta por el conde Emmence al ruin Flary el Rojo. Sus actos culpables son muchos e indiscutibles; quizás su muerte sea en exceso misericordiosa. Flary, despídete de este mundo del que tanto has abusado.

—Lamento mi captura —dijo Flary—. La perla verde me ha traicionado. Corrompe a cuantos la tocan. Siempre he sabido que algún día me llevaría ante el verdugo, y así ha sido.

—¿No te arrepientes al enfrentarte a tu destino? —preguntó el heraldo—. ¿No es hora de pasar cuentas contigo mismo y con el mundo?

Flary parpadeó y tocó la perla verde que llevaba en la oreja.

—Respondo afirmativamente a ambas preguntas —respondió con voz trémula—, especialmente a la segunda. Es hora, por cierto, de que reflexione sobre tales asuntos, y como hay muchos episodios que merecen reflexión, solicito se postergue la ejecución.

El heraldo se dirigió hacia Emmence.

—Señor, ¿apruebas o rechazas tal solicitud?

—La rechazo.

—Bien, quizá baste con lo que ya he reflexionado —dijo Flary—. El sacerdote me ha ofrecido una oportunidad. Puedo arrepentirme de mis pecados y confesarme, y así ascender a las glorias del Paraíso. O puedo negarme al arrepentimiento, no confesar, y sufrir eternamente los tormentos del infierno —Flary hizo una pausa y miró a la multitud—. ¡Conde Emmence, gentileshombres, gentes de todos los rangos! ¡Sabed que he tomado una decisión! —hizo otra pausa y alzó los puños apretados, y todos los presentes se dispusieron a saber cuál sería la elección de Flary—. ¡Me arrepiento! Lamento profundamente los crímenes que me han traído a mi presente vergüenza. A cada hombre, mujer y niño que me oiga doy este consejo: no os apartéis un centímetro del camino de la rectitud. Sed fieles a vuestro señor, a vuestros padres y al gran Señor Dios, a quien pido perdón por mis errores. ¡Ven, sacerdote! ¡Permíteme confesar mis pecados, y envíame limpio y puro al cielo, para que pueda ocupar un sitio entre los ángeles del cielo y regocijarme eternamente en trascendente júbilo!

El sacerdote se adelantó. Flary el Rojo se arrodilló y el sacerdote llevó a cabo los ritos necesarios.

El sacerdote se retiró de la plataforma. La muchedumbre murmuró expectante. Todos estiraban el cuello para mirar.

El señor Emmence alzó y bajó el bastón. Los carceleros pusieron a Flary de rodillas; el verdugo levantó el hacha, la mantuvo en equilibrio, la dejó caer. La cabeza de Flary cayó en un cesto. Un pequeño objeto verde saltó, rodó por el borde de la plataforma y cayó a los pies de Tristano.

Tristano retrocedió con repugnancia.

—Mira, la perla de Flary, manchada por su sangre —ladeó la cabeza—. Casi parece viva. Mira cómo la sangre hierve y se arrastra por la superficie.

—¡Retrocede! —exclamó Orlo—. ¡No la toques! ¡Recuerda las palabras de Flary!

Desde abajo de la plataforma salió un brazo largo y delgado. Dedos flacos aferraron la perla. Tristano pisoteó la huesuda muñeca, y se oyó un agudo grito de furia y dolor.

Un guardia se acercó a mirar.

—¿Qué es este alboroto?

Tristano señaló bajo la plataforma. El guardia aferró el brazo y sacó a un hombrecillo de cara grisácea y nariz larga y rota.

—¿Qué tenemos aquí?

—Un ladrón y carterista, a menos que yo esté muy equivocado —replicó Tristano—. Examina el talego y descubre su botín.

El carterista fue arrastrado a la plataforma; abrieron su bolsa, donde había monedas, broches, cadenas de oro, hebillas y botones. Personas de la multitud se adelantaron para reclamarlos.

Emmence se puso en pie.

—¡He aquí una muestra de flagrante impudor! Mientras nos librábamos de un ladrón, otro circulaba entre nosotros, robando los objetos de valor y los adornos que nos hemos puesto para la ocasión. ¡Verdugo, tu hacha está afilada! ¡El cadalso está listo! ¡Tus músculos están templados! Hoy tendrás doble paga. Sacerdote, confiesa a este hombre y aligera su alma para el viaje que está a punto de emprender.

—Estoy harto de decapitaciones —le dijo Tristano a Orlo—. Volvamos a nuestro aguamiel y nuestros pasteles. Pero ¿qué haremos con la perla? No podemos dejarla en el suelo.

—Un momento —Orlo encontró una rama, la abrió en dos con un cuchillo y cogió la perla como con una pinza—. Conviene mostrarse precavido en estos asuntos. Hoy ya hemos visto el destino de dos que se adueñaron ávidamente de la perla.

—Yo no la quiero —protestó Tristano—. Es tuya.

—¡Imposible! ¡Recuerda que hice votos de pobreza! O, para ser más exactos, me he reconciliado con esa condición.

Tristano asió la rama con prevención y ambos regresaron al Buey Azul, donde volvieron a disfrutar de su refrigerio.

—Es sólo mediodía —observó Tristano—. Hoy planeaba partir con rumbo a Avallen.

—Llevo tu mismo camino —dijo Orlo—. ¿Viajamos juntos?

—Tu compañía es muy bienvenida, pero ¿qué haremos con la perla?

Orlo se rascó la mejilla.

—Ahora que lo pienso, nada podría ser más simple. Iremos hasta el muelle y arrojaremos la perla al agua, y eso dará por terminado el asunto.

—¡Bien pensado! Tráela, pues.

Orlo miró la perla con repugnancia.

—Como tú, me siento inquieto al ver el fuerte fulgor de esta cosa. Aun así, estamos juntos en esto, y debemos proceder con justicia. Pon tu mano junto a la mía. Yo moveré primero, luego moverás tú, tanto o tan poco como desees, pero siempre debes ir más allá de mi mano. Cuando la mosca eche a volar asustada, el que haya movido la mano en último lugar llevará la perla.

—De acuerdo.

Iniciaron la prueba, y cada uno movió la mano según su apreciación de las emociones de la mosca, pero al fin la mosca se asustó ante un súbito ademán de Tristano y echó a volar.

—¡Demonios! —gruñó Tristano—. Debo llevar la perla.

—Pero no por mucho tiempo, y sólo hasta el puerto.

Tristano cogió con precaución la rama y los dos cruzaron la plaza hasta un lugar del muelle desde donde se veía todo el Skyre.

—¡Adiós, perla! —dijo Orlo—. Te devolvemos a ese verde y salado elemento que te dio origen. ¡Tristano, arrójala con fuerza!

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