MIQUEL BARCELÓ.
Visbhume, aprendiz del difunto mago Hipólito, solicitó a Tamurello un puesto similar, que le fue negado. Luego Visbhume ofreció en venta una caja con objetos que se había llevado de la casa de Hipólito. El mago Tamurello examinó la caja con interés y pagó el precio que exigía Visbhume.
Entre los objetos de la caja había fragmentos de un viejo manuscrito. Cuando la noticia de la transacción llegó a oídos de la bruja Desmëi, se preguntó si estos fragmentos no llenarían las lagunas de un manuscrito que estaba intentando restaurar desde hacía tiempo. Sin perder un instante se dirigió a Pároli, la mansión de Tamurello en el Bosque de Tantrevalles, y allí pidió autorización para estudiar los manuscritos.
Tamurello mostró cortésmente los fragmentos.
—¿Son éstos los elementos que faltan?
Desmëi los examinó.
—¡En efecto!
—Pues ahora te pertenecen —ofreció Tamurello—. Ten la gentileza de aceptarlos.
—¡Te lo agradezco mucho! —exclamó Desmëi. Mientras colocaba los fragmentos en un maletín, estudió a Tamurello por el rabillo del ojo—. Es raro que no nos hayamos visto antes.
Tamurello asintió con una sonrisa.
—El mundo es largo y ancho. Siempre nos aguardan experiencias nuevas, y en general agradables —con inequívoca galantería, inclinó la cabeza hacia su huésped.
—¡Qué atento, Tamurello! —exclamó Desmëi—. Eres realmente amable.
—Sólo cuando las circunstancias lo exigen. ¿Quieres tomar algo? Aquí hay un suave vino de Alhadra.
Ambos pasaron un rato hablando de sí mismos y de sus ideas. Desmëi consideró que Tamurello resultaba estimulante y vital, y decidió tomarlo como amante.
Tamurello, ansioso de novedades, no presentó objeciones e invirtió tantas energías como ella. Todo anduvo bien durante una temporada. Pero con el tiempo, Tamurello descubrió que Desmëi carecía de gracia y atractivo. Para honda preocupación de Desmëi, su amante se volvió distante. Al principio ella interpretó ese menguante ardor como un capricho amoroso, el antojo de un amante consentido, y lo tentó una y otra vez con sus esquivas travesuras.
Tamurello se mostró aún más indiferente. Desmëi pasaba largas horas con él, analizando todas las fases de su relación, mientras Tamurello bebía vino y miraba melancólicamente hacia los árboles.
Desmëi descubrió que ni los suspiros ni la pasión afectaban a Tamurello. Advirtió que también era inmune a la persuasión, y que se aburría ante los reproches. Al fin Desmëi le comentó el caso de un ex amante que le había causado dolor y aludió con tono burlón a los infortunios que luego lo habían acuciado. Cuando comprendió que al fin había llamado la atención de Tamurello, decidió hablar de temas más alegres.
Tamurello optó por comportarse con prudencia, y por el momento Desmëi no tuvo más quejas.
Tras un mes de frenesí, Tamurello descubrió que ya no podía mantener su pasión. Una vez más eludió a Desmëi, pero ahora que ella entendía las fuerzas que lo guiaban, se las ingenió para encarrilarlo.
El desesperado Tamurello invocó un hechizo de aburrimiento sobre Desmëi: una influencia tan callada, gradual e imperceptible que ella no la descubrió. Desmëi se hartó del mundo, de sus sórdidas vanidades, fútiles ambiciones e insensatos placeres, pero su temperamento era tan fuerte que jamás sospechó un cambio en sí misma. Para Tamurello, el hechizo resultó un éxito.
Durante un tiempo Desmëi caminó en sombría contemplación por los ventosos pasillos de su palacio de playa, cerca de Ys, y al final decidió abandonar el mundo a su melancólica suerte. Se preparó para morir, y desde la terraza contempló el último anochecer.
A medianoche envió una burbuja mensajera sobre las montañas, hacia Pároli, pero cuando llegó el alba todavía no había recibido respuesta.
Desmëi reflexionó una larga hora, y al fin se asombró del abatimiento que la había llevado a tal situación.
Su decisión era irrevocable. Sin embargo, en su hora final, se dedicó a elaborar un conjunto de maravillosas formulaciones, hasta entonces desconocidas.
Los motivos de estos actos finales carecían de propósito determinado, pues ahora ella pensaba de manera vaga y extraña. Resultaba evidente que se sentía traicionada, resentida y despechada, aunque también parecía empujada por las fuerzas de la pura creatividad. Produjo un par de objetos superlativos, quizás esperando que se consideraran como la proyección de su propia personalidad ideal, y que la belleza y el simbolismo de estos objetos afectaran a Tamurello.
A la luz de las circunstancias
[1]
, Desmëi no tuvo gran éxito en este sentido y el triunfo, si cabe usar esta palabra, fue más bien de Tamurello.
Para conseguir su propósito, Desmëi utilizó varios materiales: sal marina, tierra de la cima del monte Khambaste de Etiopía, exudaciones y pastas, elementos de su esencia personal. Así creó un par de seres maravillosos, dotados con todas las gracias y bellezas. La mujer era Melancthe; el hombre, Faude Carfilhiot.
Mas no todo estaba hecho. Mientras los dos se erguían desnudos e inconscientes en el taller, la hez que quedaba en el recipiente despidió un vapor verde y rancio. Tras un sobresaltado jadeo, Melancthe se apartó y escupió ese gusto de la boca. Carfilhiot, en cambio, lo encontró agradable y lo aspiró con avidez.
Años después, el castillo Tintzin Fyral cayó ante los ejércitos de Troicinet. Carfilhiot fue capturado y colgado de una altísima horca, con lo cual se daba un inequívoco mensaje tanto a Tamurello de Pároli, hacia el este, como al rey Casmir de Lyonesse, hacia el sur.
Luego bajaron el cadáver de Carfilhiot, lo tendieron en una pira y lo incineraron al son de gaitas y flautas. En medio de la celebración, las llamas despidieron una bocanada de maloliente vapor verde que voló hacia el mar llevado por el viento. Al descender y mezclarse con la espuma de las olas, la vaharada se condensó y se convirtió en una perla verde que acabó en el lecho oceánico, donde al fin fue ingerida por un gran rodaballo.
Ulflandia del Sur bordeaba el mar desde Ys, por el sur, hasta Suarach en el norte: una sucesión de playas pedregosas y penínsulas rocosas a lo largo de una costa yerma y sombría. Los tres mejores puertos eran Ys, Suarach y, entre estos dos, Oáldes. Los otros, buenos o malos, eran extraños, y a menudo sólo consistían en caletas cerradas por el garfio de una península.
Treinta kilómetros al sur de Oáldes, una hilera de peñascos entraba en el mar y, con la ayuda de unos arrecifes, daba refugio a varias docenas de barcos pesqueros. Alrededor del puerto se extendía la aldea Mynault: un puñado de estrechas casas de piedra, dos tabernas y un mercado.
En una de las casas vivía el pescador Sarles, un hombre corpulento y barrigón de pelo negro y labios gruesos. La cara, redonda, pálida y soñadora, mostraba una constante expresión de asombro, como si la vida siempre le pareciera reñida con la lógica.
Sarles había dejado muy atrás la flor de la juventud, pero los frutos de su trabajo eran escasos. Sarles culpaba a la mala suerte, aunque según su esposa Liba, la indolencia era el factor principal.
Sarles dejaba su bote Preval cómodamente varado en la playa, frente a su casa. Había heredado el Preval de su padre, y la embarcación ya estaba vieja y carcomida. Cada junta filtraba agua y todas las articulaciones crujían. Sarles conocía bien los defectos del Preval y sólo se hacía a la mar cuando reinaba buen tiempo.
Liba, como Sarles, era algo robusto. Aunque mayor que Sarles, era mucho más enérgica y a menudo le preguntaba:
—¿Por qué no has ido hoy a pescar como los demás hombres?
—El viento se intensificará por la tarde —respondía Sarles—. Las vigotas de las jarcias de babor no resistirán tanta tensión.
—¿Y por qué no cambias las vigotas? No tienes nada mejor que hacer.
—Vamos, mujer, tú no sabes nada de embarcaciones. La parte más débil siempre se rompe primero. Si reparo las vigotas, se pueden separar las jarcias, o una buena ráfaga podría hacer que el mástil atravesara el fondo del bote.
—En ese caso, remplaza las jarcias y repara las tracas.
—¡Es fácil decirlo! Sería una pérdida de tiempo y de dinero.
—Pero también pierdes tiempo y dinero a puñados en la taberna.
—¡Basta, mujer! ¿Me negarías mi única diversión?
—¡Claro que sí! Aquí todos están en alta mar mientras tú te quedas sentado al sol papando moscas. Tu primo Junt zarpó antes del alba para pescar caballa. ¿Por qué no hiciste lo mismo?
—A Junt no le duele la espalda como a mí —masculló Sarles—. Además, tiene el Lirlou, un bote espléndido y nuevo.
—El que pesca es el pescador, no el bote. Y Junt pesca seis veces más que tú.
—Sólo porque le ayuda su hijo Tamas.
—Lo cual significa que cada uno de ellos pesca tres veces más que tú.
—Mujer —exclamó Sarles con fastidio—, ¿cuándo aprenderás a cerrar el pico? Correría ahora mismo a la taberna si tuviera una moneda que gastar.
—¿Por qué no aprovechas el tiempo para reparar el Preval?
Con un gesto de cansancio Sarles bajó a la playa, donde evaluó los problemas de su embarcación. Sin nada mejor que hacer, talló una vigota nueva para las jarcias. El cordaje le resultaba muy caro, así que realizó una serie de improvisados añadidos que fortalecieron las jarcias, aunque no resultaba un espectáculo muy edificante.
Y así iban las cosas. Sarles dedicaba al Preval sólo los cuidados necesarios para mantenerlo a flote, y bogaba entre los arrecifes y las rocas cuando las condiciones eran óptimas, lo cual no sucedía con frecuencia.
Un día Sarles incluso se alarmó. Soplaba una leve brisa cuando se alejó de la bahía, izó la botavara, puso la traversa, ajustó las velas y brincó entre las olas rumbo a los arrecifes, donde la pesca abundaba más. Qué raro, pensó Sarles. ¿Por qué se aflojaba la traversa si acababa de tensarla? Indagando, descubrió un dato inequívoco: el codaste al cual estaba amarrada la traversa estaba tan podrido por la intemperie y los ataques de la carcoma que estaba a punto de ceder ante la tensión de la traversa, lo cual causaría un gran desastre.
Sarles levantó los ojos al cielo y apretó los dientes con fastidio. Tendría que realizar sin demora esas tediosas reparaciones, y no podría remolonear ni ir de juerga hasta que las hubiera terminado. Para pagar las reparaciones quizá tendría que suplicar un puesto a bordo del Lirlou, lo cual resultaba molesto, pues tendría que trabajar con Junt.
De momento, movió la traversa hacia una de las cornamusas, lo cual bastaría en ese día templado.
Sarles pescó durante dos horas, y sólo consiguió un rodaballo. Cuando limpió el pez y le abrió el vientre, rodó hacia afuera una magnífica perla verde de una calidad que Sarles jamás había visto. Maravillándose ante su buena fortuna, arrojó de nuevo el sedal, pero empezó a soplar una brisa fresca. Sarles, preocupado por el estado de su maltrecha traversa, levó anclas, izó la vela y puso proa hacia Mynault, y mientras navegaba se regodeó mirando la hermosa perla verde, cuyo mero contacto le provocaba cosquilleos de placer.
De vuelta en la bahía, Sarles varó el bote en la playa y se dirigió a su hogar, donde encontró a su primo Junt.
—¿Qué? —exclamó Junt—. ¿Cómo regresas tan pronto? ¡Aún no es mediodía! ¿Qué has pescado? ¿Sólo un rodaballo? Sarles, te morirás de hambre si no te enmiendas. Deberías reparar bien el Preval y trabajar a fondo para ganar algo para tu vejez.
Irritado por la crítica, Sarles replicó:
—¿Y tú? ¿Por qué no has salido en tu espléndido Lirlou? ¿Temes un ventarrón?
—¡En absoluto! Saldría con gusto a pescar, con viento o sin él, pero acabo de calafatear el Lirlou y puse brea fresca en las juntas.
Sarles no era taimado, despectivo ni maligno, y sus peores defectos eran la pereza y una huraña obstinación ante las protestas de su esposa. Pero en aquel momento, impulsado por un súbito cosquilleo de malicia, dijo:
—Pues bien, si tanto deseas trabajar, allí tienes el Preval. Ve hasta el arrecife y pesca cuanto quieras.
Junt soltó un gruñido despectivo.
—¡Sería triste para mí después de navegar en mi bello Lirlou! Aun así, creo que aceptaré. Es extraño, pero no duermo bien a menos que haya sacado una buena cantidad de peces del mar.
—Te deseo buena suerte —masculló Sarles, y siguió andando por el muelle. Advirtió que el viento había cambiado y ahora soplaba del norte.
En el mercado, Sarles vendió el rodaballo a buen precio, luego se detuvo a reflexionar. Extrajo la perla del bolsillo y la examinó de nuevo: un objeto hermoso, aunque la coloración verde resultaba extraña e incluso —debía admitirlo— un poco perturbadora.
Sarles esbozó una esquiva sonrisa y volvió a guardarse la perla en el bolsillo. Caminó por la plaza hasta la taberna, donde se echó una buena medida de vino en el garguero. Ese primer trago llevó a otro, y cuando Sarles iba por la mitad de la segunda ronda se le acercó uno de sus amigos, un tal Juliam, quien preguntó:
—¿Cómo van las cosas? ¿No pescas hoy?
—Hoy no tengo ganas, me duele la espalda. Además, Junt me pidió prestado el Preval y le dije que fuera, que pescara toda la noche si tanto quería trabajar. Así que Junt se llevó mi buen Preval.
—¡Muy generoso de tu parte!
—¿Por qué no? A fin de cuentas es mi primo, y no hay lazo más poderoso que la sangre.
—Es verdad.
Sarles se terminó el vino y echó a andar hacia el extremo del muelle. Escrutó el mar, pero ni al norte, al oeste ni al sur vio la remendada vela amarilla del Preval.
Dio media vuelta y desanduvo el camino por el muelle. Otros pescadores llegaban a la playa con los botes. Sarles bajó a preguntarles por Junt.
—Por mi generosidad lo dejé salir en el Preval, aunque le advertí que el viento arreciaba y parecía estar virando hacia el norte.
—Hace una hora estaba en Lecho Peligroso —informó uno de los pescadores—. ¡Junt pesca mientras los hombres decentes beben vino!
Sarles escrutó el mar.
—Tal vez, pero ahora no lo veo. El viento está cambiando, y se verá en apuros si no enfila pronto hacia la bahía.
—No temas por un viejo lobo de mar como Junt, en un bote sólido como el Lirlou —le tranquilizó un pescador que acababa de llegar.
El otro pescador soltó una carcajada ronca.
—¡Pero está a bordo del Preval!