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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

Los tontos mueren (67 page)

BOOK: Los tontos mueren
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Yo sabía que tenía la mejor mano. Aquel tipo guapo del Rolls Royce no sabía que iba a perder. Pero me puse a trabajar con él. Le metí en conversación sobre su trabajo y empezó a parlotear. Fingí mucho interés y él se enrolló con los cuentos habituales de Hollywood, y advertí que Janelle se ponía nerviosa e irritable. Ella sabía que era un imbécil, pero no quería que lo supiera yo. Y luego empecé a admirar su Rolls Royce, y el tipo realmente se animó. En cinco minutos, supe más de un Rolls Royce de lo que quería saber. Seguí admirando el coche y luego utilicé el viejo chiste de Doran que Janelle sabía y lo repetí palabra por palabra. Primero hice que el tipo me dijera cuánto costaba y luego dije:

—Por ese dinero debe volar y todo.

A Janelle le fastidiaba aquel chiste.

Pero el tipo se rió y dijo que tenía mucha gracia.

Janelle se ruborizó. Me miró y entonces vi que la cola se movía y que tenía que ocupar mi puesto. Dije al tipo que me alegraba mucho de conocerle y a Janelle que era muy agradable volver a verla.

Dos horas y media después, salí del cine y vi el Mercedes de Janelle aparcado enfrente. Entré.

—Hola, Janelle —dije—. ¿Cómo te libraste de él?

—Eres un hijo de puta —dijo ella.

Me eché a reír y le di un beso. Fuimos a mi hotel y pasamos allí la noche.

Estuvo muy cariñosa aquella noche. En una ocasión, me preguntó:

—¿Sabías que volvería a por ti?

—Sí —dije yo.

—Cabrón —dijo ella.

Fue una noche maravillosa; pero por la mañana era como si nada hubiese sucedido. Nos despedimos.

Me preguntó cuántos días estaría en la ciudad. Le dije que tres días más y que luego volvería a Nueva York.

—¿Me llamarás? —dijo.

Dije que no creía que tuviese tiempo.

—No para vernos, sólo llámame —dijo.

—Lo haré —dije yo.

Lo hice, pero ella no estaba. Me contestó su máquina de acento francés. Dejé recado y volví a Nueva York.

En realidad, la última vez que vi a Janelle fue un accidente. Estaba en mi suite del Hotel Beverly Hills, me quedaba una hora antes de irme a cenar con unos amigos y no pude resistir el impulso de llamarla. Ella aceptó verme para tomar un trago en el bar
La Dolce Vita
, que quedaba sólo a cinco minutos del hotel. Bajé inmediatamente y ella llegó al cabo de unos minutos. Nos sentamos en la barra y tomamos un trago y charlamos despreocupadamente, como si fuésemos sólo conocidos. Se giró en el taburete para que el camarero le diera fuego, y al hacerlo me pegó con el pie ligeramente en la pierna, ni siquiera lo bastante para ensuciarme los pantalones, y dijo:

—Oh, perdona.

Por alguna razón, esto me destrozó el corazón. Cuando ella alzó los ojos después de haber encendido el cigarrillo, dije:

—No hagas eso.

Y pude ver lágrimas en sus ojos.

Figuraba en la literatura sobre las rupturas, los últimos momentos tiernos de sentimiento, los últimos temblores de un palpitar agonizante, el último rubor de una mejilla rosada antes de la muerte: entonces no lo pensé así.

Nos dimos la mano, dejamos el bar y fuimos a mi suite. Llamé a mis amigos para cancelar mi cita. Janelle y yo cenamos en la suite. Yo me tumbé en el sofá y ella adoptó su postura favorita, sentada sobre las piernas y el cuerpo apoyado en el mío de modo que estuviésemos siempre en contacto. De ese modo, podía bajar la vista hacia mi cara y mirarme a los ojos y ver si la mentía. Ella aún creía poder leer la cara de la gente. Pero también desde mi posición, mirando hacia arriba, podía yo ver el perfil delicioso que formaba su cuello al enlazar con la barbilla y la perfecta triangulación de su rostro.

Estuvimos así un rato y luego, mirándome fijamente a los ojos, dijo:

—¿Aún me quieres?

—No —dije—, pero me resulta doloroso estar sin ti.

Ella guardó silencio un rato y repitió con un extraño énfasis:

—Hablo en serio, de veras, ¿aún me quieres?

Y entonces dije muy en serio:

—Por supuesto —y era verdad, pero lo dije de tal modo que indicaba que, aunque la amaba, daba igual; que no podríamos volver a ser los mismos nunca, y que no volvería a estar a su merced, y vi que ella lo captaba de inmediato.

—¿Por qué lo dices de ese modo? —dijo ella—. ¿Aún no me has perdonado las peleas que tuvimos?

—Te lo perdono todo —dije—, excepto que te acostaras con Osano.

—Pero si eso no significó nada —dijo—. Sólo me fui a la cama con él y nada más. Realmente no significó nada.

—Me da igual —dije—. Nunca te lo perdonaré.

Ella lo pensó de nuevo y fue a por otro vaso de vino, y después de beber un poco, nos acostamos. La magia de su carne aún tenía su poder. Me pregunté si el romanticismo estúpido y las historias de amor no tendrían una base científica, me pregunté si no podría ser cierto el que una persona se encuentre con otra persona del sexo opuesto que tenga unas células similares y que unas y otras se comuniquen y reaccionen entre sí favorablemente. Pensé que quizás no tuviese nada que ver con el poder o la clase o la inteligencia, con la virtud o el pecado, que fuese sólo una reacción científica de células similares y que entonces sería fácil entender la magia de la cama.

Estábamos desnudos en la cama, haciendo el amor, cuando de pronto Janelle se incorporó y se apartó de mí.

—Tengo que irme a casa —dijo.

No era uno de sus actos deliberados de castigo. Comprendí que le resultaba insoportable seguir allí. Su cuerpo parecía arrugarse, sus pechos se hacían más lisos, su rostro enflaquecía con la tensión como si hubiese sufrido un golpe terrible, y me miró directamente a los ojos sin la menor tentativa de disculparse o excusarse, sin ningún propósito de tranquilizar mi yo herido. Dijo de nuevo con la misma sencillez de antes:

—Tengo que irme a casa.

No me atreví a tocarla para tranquilizarla. Empecé a vestirme y dije:

—De acuerdo. Entiendo. Bajaré contigo hasta el coche.

—No —dijo ella; ya estaba vestida—. No tienes por qué hacerlo.

Y me di cuenta de que ella no podía soportar estar conmigo, que quería perderme de vista. La dejé irse. No nos dimos siquiera un beso de despedida. Intentó sonreírme antes de volverse, pero no pudo.

Cerré la puerta, eché el pestillo y me metí en la cama. Pese al hecho de que había quedado interrumpido todo a la mitad, descubrí que no me quedaba ninguna excitación sexual. La repulsión que ella sentía por mí había matado todo deseo, pero mi ego no se sentía herido. Creía comprender realmente lo que había ocurrido, y me sentía tan aliviado como ella. Caí dormido casi de inmediato, sin sueño; hacía muchos años que no dormía tan bien.

47

Al hacer sus últimos planes para deponer a Gronevelt, Cully no podía considerarse un traidor. Gronevelt quedaría en buena posición, recibiría una suma inmensa por su participación en el hotel, se le permitiría conservar su apartamento. Todo sería como antes, salvo que Gronevelt no tendría ya ningún poder real. Desde luego, tendría «el lápiz». Aún tenía muchos amigos que iban al Xanadú a jugar. Y como Gronevelt era quien los agasajaba, sería una cortesía provechosa.

Cully pensaba que jamás habría hecho aquello si Gronevelt no hubiese sufrido aquel ataque. Desde aquel ataque, el Hotel Xanadú había ido cuesta abajo. Gronevelt no había sido lo bastante fuerte como para actuar con rapidez y tomar las decisiones justas en el momento necesario.

Pero aun así, Cully se sentía culpable. Recordaba los años pasados con Gronevelt. Gronevelt había sido un padre para él. Gronevelt le había ayudado a subir al poder. Había pasado muchos días felices con Gronevelt, escuchando sus historias, recorriendo el casino. Había sido una época feliz.

Incluso le había dado a Gronevelt la primera prueba de Carole, la bella Charlie Brown. Se preguntó por un momento dónde estaría Charlie Brown, por qué se habría escapado con Osano; luego recordó cómo la había conocido.

A Cully le había gustado siempre acompañar a Gronevelt en las rondas por el casino que Gronevelt solía hacer hacia la medianoche, después de cenar con amigos o con una chica en privado en su suite. Gronevelt bajaba al casino y pasaba revista a su imperio, buscando signos de traición, localizando traidores o forasteros tramposos, todos los cuales intentaban destruir a su dios, el porcentaje.

Cully iba a su lado, notando cómo Gronevelt parecía hacerse más fuerte, caminar más erguido, recuperar el color de la cara como si absorbiera energía del enmoquetado suelo del casino.

Una noche, en la sección de dados, Gronevelt oyó a un jugador preguntar a uno de los croupiers qué hora era. El croupier miró el reloj de pulsera y dijo:

—No sé, se me paró.

Gronevelt se puso alerta, miró fijamente al croupier. El hombre tenía un reloj de pulsera de esfera negra, muy grande, de
macho
, con cronómetros, y Gronevelt le dijo:

—Déjame ver tu reloj.

El croupier pareció sorprendido un momento, y luego tendió el brazo. Gronevelt sujetó la mano del croupier en la suya mirando el reloj, y luego, con los dedos rápidos del jugador nato, retiró el reloj de la muñeca de aquel hombre. Le sonrió.

—Pasa a buscarlo luego por mi oficina —dijo—. Como no subas dentro de una hora a por él, tendrás que largarte del casino. Si subes a por él, te pediré disculpas. Por valor de quinientos pavos.

Luego, Gronevelt se volvió sin dejar el reloj.

Una vez en sus habitaciones indicó a Cully cómo funcionaba el reloj. Era hueco y tenía una ranura en la parte superior, a través de la cual podía deslizarse una ficha. Gronevelt desmontó el reloj con unas pequeñas herramientas que tenía en el escritorio, y una vez abierto, en su interior apareció una solitaria ficha negra de cien dólares.

—Me pregunto —dijo Gronevelt— si lo utilizaba él solo o si se lo alquilaba a los de los otros turnos. No es mala idea, pero es poca cosa. ¿Qué podía sacarse? Trescientos, cuatrocientos dólares.

Luego meneó la cabeza y añadió:

—Todo el mundo debería ser como él. No tendría que preocuparme.

Cully volvió al casino. El jefe de la sección de dados le dijo que el croupier ya se había largado del hotel.

Aquella noche Cully conoció a Charlie Brown. La vio en la ruleta. Una rubia esbelta y guapa, con cara tan inocente y joven que él se preguntó si tendría edad legal para jugar. Se dio cuenta de que vestía bien, sexy, pero sin verdadero estilo. Así que supuso que no sería de Nueva York ni de Los Angeles, sino de alguna ciudad del Medio Oeste.

Cully se dedicó a observarla mientras jugaba a la ruleta. Y luego, cuando se acercó a una de las mesas de veintiuno, la siguió. Cully se colocó detrás del tallador. Vio que ella no sabía utilizar los porcentajes en el veintiuno, así que charló con ella, explicándole cómo tenía que hacer. Ella empezó a ganar, su pila de fichas creció. Le dio a Cully bastante pie cuando él le preguntó si estaba sola en la ciudad. Dijo que no, que estaba con una amiga.

Cully le dio su tarjeta. Decía: «Hotel Xanadú, vicepresidente».

—Si quieres algo —dijo—, no tienes más que llamarme. ¿Te gustaría asistir esta noche a nuestro espectáculo y cenar aquí?

La chica dijo que sería maravilloso.

—¿Podría ser para mi amiga y para mí?

—De acuerdo —dijo Cully.

Escribió algo en la tarjeta antes de dársela. Decía: «Basta enseñársela al maître antes del espectáculo de la cena. Si necesitas algo más, llámame». Luego se fue.

Después del espectáculo y de la cena, claro está, oyó su nombre por el altavoz. Atendió la llamada y oyó la voz de la chica.

—Soy Carole —dijo la chica.

—Conocería tu voz en cualquier sitio, Carole —dijo Cully—. Eres la chica de la mesa del veintiuno.

—Sí —dijo ella—. Sólo quería darte las gracias. Lo pasamos maravillosamente.

—Me alegro —dijo Cully—. Siempre que vengas a la ciudad, llámame, por favor, y estaré encantado de hacer lo que sea por ti. Por cierto, si no puedes reservar una habitación, llámame y yo lo arreglaré.

—Gracias —dijo Carole. En su voz había cierta desilusión.

—Aguarda un momento —dijo Cully—. ¿Cuándo te vas de Las Vegas?

—Mañana por la mañana —dijo Carole.

—¿Por qué no me dejas invitarte, a ti y a tu amiga, a tomar una copa de despedida? —dijo Cully—. Me gustaría mucho.

—Sería estupendo —dijo la chica.

—De acuerdo —dijo Cully—. Nos veremos junto a la mesa de bacarrá.

La amiga de Carole era otra guapa chica de pelo oscuro y hermosos pechos, que vestía de modo bastante más tradicional que su amiga. Cully no presionó. Las invitó a beber en el vestíbulo del casino, descubrió que venían de Salt Lake City y, aunque aún no trabajaban en nada, esperaban ser modelos.

—Quizás pueda ayudaros —dijo Cully—. Tengo amigos en el negocio en Los Angeles y tal vez pueda conseguiros a las dos una oportunidad para empezar. ¿Por qué no me llamáis a mediados de la semana que viene? Estoy seguro de que para entonces tendré algo para las dos, aquí o en Los Angeles.

Y así quedaron las cosas aquella noche.

A la semana siguiente, cuando Carole le llamó, Cully le dio el número de teléfono de una agencia de modelos de Los Angeles, en la que tenía un amigo, y le dijo que era casi seguro que consiguiese un trabajo. Ella dijo que iría a Las Vegas el fin de semana siguiente, y Cully dijo:

—¿Por qué no paras en nuestro hotel? Te invito. No te costará un céntimo.

Carole le dijo que encantada.

Aquel fin de semana todo encajó en su sitio. Cuando Carole se presentó en recepción, de allí llamaron a la oficina de Cully. Cully hizo que hubiese flores y frutas en la habitación que le asignaron, y luego la llamó y le preguntó si quería cenar con él. Ella dijo que encantada. Después de cenar, la llevó a uno de los espectáculos del Strip y a otros casinos a jugar. Le explicó que él no podía jugar en el Xanadú porque su nombre figuraba en la licencia. Le dio cien dólares para jugar al veintiuno y a la ruleta. Ella estaba encantada. Él no le quitaba ojo de encima y pudo comprobar que no intentaba meter furtivamente ninguna ficha en el bolso, lo cual significaba que era una chica honrada. Procuró impresionarla con la recepción que le brindaban el maître del hotel y los jefes de sección en los casinos. Cuando la noche terminó, Carole estaba convencida de que él era un hombre muy importante en Las Vegas. Volviendo al Xanadú, Cully le dijo:

—¿Te gustaría ver cómo es la suite de un vicepresidente?

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