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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

Los tontos mueren (71 page)

BOOK: Los tontos mueren
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Y allí en el podio, corpulento e inmenso, estaba Osano. Esperó un largo instante. Luego se apoyó con arrogancia en el podio y dijo, muy despacio, enunciando cada palabra:

—Combatiros o joderos: ésa es la consigna.

El local estalló en abucheos, silbidos y gritos. Osano intentó seguir. Yo sabía que había utilizado aquella frase sólo para captar la atención del público. Su discurso sería favorable a la liberación de las mujeres, pero no tuvo posibilidad de pronunciarlo. Los abucheos y los silbidos arreciaron, y en cuanto intentaba hablar se reproducían, hasta que Osano hizo una reverencia teatral y abandonó el podio. Le seguimos pasillo adelante y salimos del Carnegie Hall. Los abucheos y los silbidos se convirtieron en aplausos y vítores, para indicarle a Osano que estaba haciendo lo que ellas querían que hiciese: dejarlas en paz.

Osano no quiso que yo fuese a casa con él aquella noche. Quería estar solo con Charlie Brown. Pero a la mañana siguiente recibí una llamada suya. Quería que le hiciera un favor.

—Escucha —dijo—. Me voy a Carolina del Norte, a la Duke University, a una clínica, donde hacen una dieta de arroz. Al parecer, es el mejor tratamiento para adelgazar de los Estados Unidos y, según dicen, sales de allí sano, además. Tengo que adelgazar y, al parecer, el médico cree que puedo tener las arterias obstruidas y que la dieta de arroz puede curarme. Sólo hay un problema. Charlie quiere venir conmigo. ¿Te imaginas a esa pobre chica comiendo arroz durante dos meses? Así que le dije que no podía venir. Pero tengo que llevar el coche hasta allí y me gustaría que me lo llevases tú. Podríamos ir los dos juntos y andar por allí unos cuantos días, y puede que nos divirtiéramos.

Me lo pensé un minuto y luego dije:

—De acuerdo.

Nos citamos para la semana siguiente. A Valerie le dije que estaría fuera sólo tres o cuatro días. Que le llevaría el coche a Osano y que pasaría unos días con él, hasta que quedase bien instalado allí, y que luego volvería.

—¿Y por qué no lleva el coche él solo? —dijo Valerie.

—Porque no está nada bien —dije—. No creo que pudiese conducir hasta allí. Son por lo menos ocho horas.

Esto pareció satisfacer a Valerie, pero había algo que aún seguía inquietándome a mí. ¿Por qué no quería utilizar Osano a Charlie de chófer? Podría haberla facturado luego, al llegar allí, así que la excusa que me daba de que no quería tenerla sometida a dieta de arroz no tenía sentido. Pensé entonces que quizás estuviese cansado de Charlie y aquél fuese su modo de librarse de ella. No es que eso me preocupase gran cosa. Charlie tenía amigos de sobra que se preocuparían por ella.

Así que llevé a Osano a la clínica de la Duke University en su Cadillac de cuatro años de antigüedad. Y Osano estaba de excelente humor. Parecía incluso un poco mejor físicamente.

—Me encanta esta parte del país —dijo cuando llegamos a los estados sureños—. Me encanta cómo llevan el asunto Jesucristo aquí abajo, casi parece que cada pueblecito tuviese su almacén de Jesús, tienen almacenes familiares de Jesús y se ganan bien la vida y tienen muchísimos amigos. Una de las mayores mafias del mundo. Cuando pienso en mi vida, a veces creo que habría preferido ser religioso en vez de escritor. Cuánto mejor lo habría pasado.

Yo no decía nada. Me limitaba a escuchar. Los dos sabíamos que Osano no podría haber sido más que escritor y que sólo estaba entregándose a un vuelo de su fantasía personal.

—Sí —dijo Osano—. Habría organizado una gran banda de música popular y la habría llamado Los Petamierdas de Jesús. Me encanta lo humildes que son en su religión y lo feroces y orgullosos en su vida diaria. Son como monos en un laboratorio. No han correlacionado la acción y sus consecuencias, pero supongo que puede decirse eso de todas las religiones. ¿Qué podemos decir de esos judíos de Israel? Paran los autobuses y los trenes en las festividades y luego ahí los tienes luchando contra los árabes. Y esos jodidos italianos con su Papa. Me gustaría dirigir el Vaticano, desde luego. La consigna sería ésta: «Cada sacerdote un ladrón». Ése sería nuestro lema. Ése sería nuestro objetivo. Lo malo de la iglesia católica es que quedan unos cuantos sacerdotes honrados y esos lo joden todo.

Siguió hablando de religión los setenta kilómetros siguientes. Luego pasó a hablar de literatura, luego de los políticos, y, por último, casi al final del viaje, habló de la liberación de las mujeres:

—Sabes —dijo—. Lo curioso del caso es que yo en realidad estoy a favor de ellas. Siempre he pensado que las mujeres reciben la peor parte, aun cuando fuese yo el que se la adjudicase; sin embargo esas putas ni siquiera me dejaron terminar mi discurso. Ése es el problema con las mujeres. Carecen de sentido del humor. No se dieron cuenta de que estaba haciendo un chiste, de que después pondría las cosas a su favor.

—¿Por qué no publicas el discurso —le dije— para que se enteren? La revista
Esquire
lo aceptaría, ¿no crees?

—Claro —respondió Osano—. Es posible que cuando me instale en la clínica trabaje sobre él y lo revise para publicarlo.

Acabé pasando una semana entera con Osano en la clínica de la Duke University. En esa semana vi más gordos, y estoy hablando de individuos de ciento a ciento cuarenta kilos, que en toda mi vida. Desde aquella semana, no he vuelto a confiar nunca en una chica que lleve capa, porque todas las gordas que pasan de los ochenta kilos se creen que pueden ocultarlo envolviéndose en una especie de manta mexicana o en un capote de gendarme francés. Lo que realmente parecían aquellas amenazantes masas bajando por la calle era odiosos y atiborrados Supermanes o Zorros.

El centro médico de la Duke University no era, en modo alguno, un centro de adelgazamiento de orientación cosmética. Lo que se proponía era curar en serio el daño que pudiese hacer al organismo un largo período de gordura excesiva. Se hacían a los clientes todo tipo de análisis, pruebas y radiografías. En fin, yo me quedé con Osano y me cercioré de que iba a los restaurantes donde servían la dieta de arroz.

Y me di cuenta por primera vez de la suerte que yo tenía. Por mucho que comiese, nunca engordaba un kilo. La primera semana fue algo que nunca olvidaré. Vi a tres chicas de ciento veinte kilos saltar de un trampolín. Luego, vi a un tipo que debía pesar doscientos kilos, al que tuvieron que bajar a la estación de ferrocarril para pesarle en la báscula. Había algo realmente triste en aquella inmensa masa que arrastraba los pies en el anochecer, como un elefante camino del cementerio, donde sabe seguro que va a morir.

Osano tenía una suite de varias habitaciones en el Hollyday Inn, cerca del edificio del centro médico de la universidad. Paraban allí muchos pacientes y se reunían para pasear o jugar a las cartas, o simplemente sentarse juntos a intentar iniciar una aventura amorosa. Había muchas críticas y chismorreos. Un chaval de cien kilos se había llevado a su chica de ciento cuarenta a Nueva Orleans a pasar el fin de semana. Desgraciadamente, los restaurantes de Nueva Orleans eran tan buenos que se pasaron dos días comiendo y volvieron con cinco kilos más. Lo que me pareció más curioso fue que esos cinco kilos se consideraron mayor pecado que su supuesta inmoralidad.

Luego, una noche, Osano y yo, a las cuatro de la madrugada, oímos los gritos de un hombre agonizando y despertamos sobresaltados. Tumbado en el césped, junto a las ventanas de nuestro dormitorio, estaba uno de los pacientes, un hombre que había conseguido al fin situarse en los ochenta kilos. Parecía que se estaba muriendo. Acudía gente, hasta que llegó un médico de la clínica. Se lo llevaron en una ambulancia. Al día siguiente nos enteramos de lo ocurrido. El paciente había vaciado todas las máquinas de chocolatinas del hotel. Contaron los envoltorios que había en el césped y eran ciento dieciséis. A nadie le pareció esto extraño, y el tipo se recuperó y siguió el tratamiento.

—Lo vas a pasar muy bien aquí —le dije a Osano—. Hay mucho material.

—No —dijo Osano—. Se puede escribir una tragedia sobre gente flaca, pero jamás podrás escribir una tragedia con los gordos. ¿Recuerdas lo popular que era la tuberculosis? Podías llorar pensando en Camille, pero, ¿cómo vas a poder llorar por ciento veinte kilos de grasa? Es trágico, pero no quedaría bien. El arte tiene sus limitaciones.

Al día siguiente, era el último día de los análisis y pruebas de Osano y yo pensaba regresar en avión aquella noche. Osano se había portado muy bien. Había mantenido rigurosamente la dieta de arroz y estaba muy contento de que yo me hubiese quedado a hacerle compañía. Cuando él se fue al centro médico a por los resultados de los análisis, yo hice las maletas y esperé a que volviese al hotel. Tardó cuatro horas en aparecer. Estaba muy nervioso. Sus ojos verdes chispeaban con su viejo brillo y su viejo color.

—¿Todo bien? —le dije.

—Como Dios —dijo Osano.

Por un segundo, no me inspiró confianza. Parecía demasiado bien, demasiado feliz.

—Todo perfectamente, no podría ser mejor. Puedes volver a casa esta noche y he de decirte que eres un verdadero amigo. Nadie haría lo que hiciste tú. Comer ese arroz día tras día, y, peor aún, ver a esas tías de ciento veinte kilos pasar al lado meneando el culo. Te perdono todos los pecados que hayas podido cometer contra mí.

Por un momento sus ojos se suavizaron, aunque con un tono de gran seriedad. Se pintó en su rostro una expresión amable.

—Te perdono —me dijo—. Recuérdalo, tienes tu tanto de culpa y quiero que lo sepas.

Luego hizo algo que muy pocas veces había hecho desde que nos conocíamos: darme un abrazo. Yo sabía que a él no le gustaba nada que le tocasen, salvo las mujeres, y que odiaba el sentimentalismo. Me sorprendió, pero no pregunté lo que quería decir con lo de que me perdonaba, porque Osano era muy listo. En realidad, no había conocido a nadie tan listo como él y, de algún modo, sabía la razón por la que yo no le había llamado para el trabajo del guión de los estudios TriCultura y de Jeff Wagon. Él me había perdonado y eso estaba muy bien, era muy propio de Osano. Era sin duda un gran hombre. El único problema era que yo aún no me había perdonado a mí mismo.

Dejé la Duke University aquella noche y volví a Nueva York.

Una semana después, me llamó Charlie Brown. Era la primera vez que hablaba con ella por teléfono. Tenía una voz dulce y suave, inocente, infantil.

—Merlyn, tienes que ayudarme —dijo.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Osano está muriéndose, está en el hospital. Ven, por favor, ven.

50

Charlie había llevado ya a Osano al St. Vincent Hospital, así que quedé en ir allí. Cuando llegué, Osano estaba en una habitación particular, y Charlie le acompañaba sentada en la cama, de modo que Osano pudiese apoyarle la mano en el regazo. Charlie apoyaba su mano en el estómago de Osano, quien no estaba cubierto ni por las sábanas ni por la chaqueta del pijama. En realidad, el pijama del hospital de Osano estaba roto en pedazos en el suelo. Esa hazaña debía haberle puesto de buen humor porque estaba sentado en la cama y parecía muy contento. Y, desde luego, a mí no me dio tan mala impresión. En realidad, parecía algo más delgado y todo.

Eché un vistazo a la habitación. No había aparatos para transfusiones, ni enfermeras especiales de servicio permanente, y había visto en el pasillo que no se trataba, ni mucho menos, de una unidad de cuidados intensivos. Me sorprendió el gran alivio que sentí, pensé que Charlie había cometido un error y que Osano no estaba, en realidad, muriéndose.

—Hola, Merlyn —dijo Osano fríamente—. Debes ser un verdadero mago. ¿Cómo supiste que estaba aquí? Era un secreto.

No quise andar fingiendo, ni contarle cuentos, así que dije inmediatamente:

—Me lo dijo Charlie Brown.

Quizás ella hubiese quedado en no decirlo, pero yo no tenía ganas de mentir.

Charlie se limitó a sonreír al ver el ceño de Osano.

—Ya te dije que era una cosa sólo entre tú y yo. O sólo mía —le dijo Osano—. Según tú quisieses. Pero nadie más.

—Sé que querías que viniese Merlyn —dijo Charlie con aire ausente.

—De acuerdo —dijo él con un suspiro—. Has estado todo el día aquí, Charlie, ¿por qué no te vas al cine, o a echar un polvo, o a tomar un helado, o diez platos chinos? En fin, tómate la noche libre y ya nos veremos por la mañana.

—Bien, como quieras —dijo Charlie.

Se levantó de la cama. Se quedó de pie muy cerca de Osano y éste, con un movimiento que no era en realidad lascivo, como si estuviese recordándose a sí mismo cómo era aquello, le metió la mano por debajo del vestido y le acarició la parte interior de los muslos. Luego, ella inclinó la cabeza sobre la cama para besarlo.

En la cara de Osano, cuando su mano acarició aquella cálida piel bajo el vestido, asomó una expresión de paz y de satisfacción como si aquello le reafirmase en alguna creencia sagrada.

Cuando Charlie salió de la habitación, Osano suspiró y dijo:

—Merlyn, créeme. Escribí muchas chorradas en mis libros, mis artículos y mis conferencias. Te diré la única verdad auténtica: el coño es donde empieza todo y donde todo termina. El coño es lo único por lo que merece la pena vivir. Todo lo demás es una falsedad, un fraude y pura mierda.

Me senté junto a la cama.

—¿Qué me dices del poder? —le dije—. Tú siempre fuiste muy partidario del poder y el dinero.

—Olvidas el arte —dijo Osano.

—De acuerdo —le dije—. Incluyamos el arte. ¿Qué me dices del dinero, el poder y el arte?

—Me parece muy bien —dijo Osano—. No voy a rechazarlo. Puede servir. Pero, en realidad, no son necesarios. Son sólo el adorno del pastel.

Entonces me sentí transportado de pronto a la primera vez que había visto a Osano, y había creído que captaba lo que verdaderamente era y que no veía él. Ahora él estaba diciéndomelo y yo me preguntaba si sería verdad, porque Osano había amado todas aquellas cosas. Y lo que en realidad estaba diciendo era que no eran ni el arte ni el dinero ni la fama ni el poder lo que lamentaba dejar.

—Tienes mejor aspecto que la última vez que te vi —le dije—. ¿Cómo es que estás en el hospital? Según dice Charlie Brown, la cosa es grave. Pero no parece que tengas nada grave.

—¿En serio? —dijo; le complacía—. Me alegra oírlo. Pero has de saber que me dieron la mala noticia allá en la clínica de adelgazamiento, cuando me hicieron todos aquellos análisis. Te lo explicaré brevemente. La cagué tomándome todas aquellas dosis de penicilina cada vez que jodía, porque agarré la sífilis y las píldoras lo enmascararon, pero la dosis no era lo bastante fuerte para eliminarla. O puede que aquellas jodidas espiroquetas encontrasen el medio de superar los efectos del medicamento. Debió ser hace unos quince años. En ese tiempo las muy malditas se dedicaron a devorarme el cerebro, los huesos y el corazón. Ahora me dicen que en un plazo de seis meses a un año me quedaré paralítico, si no me falla antes el corazón.

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