Cenizas, cenizas, cenizas; lloré como nunca había llorado por mi padre perdido y mi madre perdida, por amores perdidos y por todas y cada una de las demás derrotas.
Y así, al menos, tuve la decencia de sentir angustia ante su muerte.
Decidme, cualquiera: ¿por qué tiene que ser así todo? Me resulta insoportable mirar la cara de mi hermano muerto. ¿Por qué no era yo el que estaba tendido en aquel ataúd, por qué no me arrastraban a mí los diablos del infierno? Nunca había visto la cara de mi hermano tan firme, tan equilibrada, tan serena; pero estaba gris, como empolvada con polvo de granito. Y luego llegaron sus cinco hijos, vestidos de luto, y se arrodillaron junto al ataúd para decir sus últimas oraciones. Yo sentí que se me destrozaba el corazón. Las lágrimas brotaban contra mi voluntad. Salí de allí.
Pero, ay, la angustia no es tan importante como para perdurar. Al salir al aire fresco, me di cuenta de que yo estaba vivo. Que cenaría bien al día siguiente, que en su momento tendría de nuevo entre mis brazos a una mujer amante, escribiría una historia y pasearía por la playa. Sólo aquellos a quienes más amamos pueden causar nuestra muerte, y sólo de ellos debemos preocuparnos. Nuestros enemigos jamás podrán hacernos daño. Y en el meollo de la virtud de mi hermano estaba el hecho de que él no temía ni a sus enemigos ni a aquellos a los que amaba. Tanto peor para él. La virtud es su propia recompensa y los que mueren son tontos.
Pero después, semanas más tarde, oí otras historias. Cómo al principio de su matrimonio, cuando su mujer se puso muy enferma, él había ido a casa de los suegros llorando y suplicando dinero para poder curar a su mujer. Cómo, cuando llegó el ataque final al corazón y su mujer intentó hacerle la respiración boca a boca, él la apartó cansinamente unos momentos antes de morir. Pero, ¿qué significado tenía en realidad aquel gesto final? ¿Que la vida se había hecho demasiado pesada para él, que le resultaba demasiado duro soportar su virtud? Recordé por un instante otra vez a Jordan, ¿también él era un nombre virtuoso?
Los elogios fúnebres que se hacen de los suicidas suelen condenar al mundo y reprocharle la muerte de éstos. Pero pudiera ser que aquellos que se matan crean que no hay culpa alguna, en ninguna parte, que algunos organismos deben morir. Y quizás lo vean más claramente que sus atribulados amantes y amigos...
Pero, sin duda, todo esto era demasiado peligroso. Extinguí mi dolor y mi razón y enarbolé todos mis pecados como escudo. Pecaría, tendría cuidado y viviría eternamente.
Una semana después, llamé a Janelle para darle las gracias por llevarme al avión. Me contestó la voz de su contestador automático, disfrazada con acento francés, pidiéndome que dejase el recado.
Cuando hablé, surgió su verdadera voz.
—¿De quién te escondes? —le pregunté.
Janelle se echó a reír.
—Si supieras cómo sonaba tu voz —dijo—. Tan amarga...
Me eché a reír también.
—Me escondía de tu amigo Osano —dijo—. No deja de llamarme.
Sentí algo desagradable en el estómago. No me sorprendía. Pero apreciaba mucho a Osano y él sabía lo que yo sentía por Janelle. Me fastidiaba la idea de que él me hiciese aquello. Y luego, en realidad, no me importaba nada. Ya no era importante.
—Quizá sólo quisiera saber dónde estoy —dije.
—No —dijo Janelle—. Después de que te dejé en el avión, le llamé y le conté lo que había pasado. Estaba preocupado por ti, pero le dije que estabas perfectamente. ¿Lo estás?
—Sí —dije.
No me preguntó nada de lo que había pasado al llegar a casa. Me gustó este detalle. Porque ella sabía que no me agradaba hablar de ello. Y yo sabía que jamás le contaría a Osano lo que había pasado la mañana en que recibí la noticia de la muerte de Artie, cómo me había desmoronado.
Intenté actuar fríamente.
—¿Por qué te ocultas de él? Cuando estuvimos juntos te encantó su compañía en la cena. Creí que aprovecharías la oportunidad de volver a verle.
Hubo una pausa al otro lado, y luego oí una voz que indicaba que estaba furiosa. Su tono se volvió muy sereno. Las palabras muy precisas. Como si estuviese tensando un arco para lanzarme las palabras como flechas.
—Eso es verdad —dijo—, y la primera vez que llamó me encantó y salimos juntos a cenar. Lo pasamos muy bien.
Incrédulo ante la respuesta que me daba, dije, movido por un resto de celos:
—¿Te fuiste a la cama con él?
Se produjo de nuevo la pausa. Casi pude oír el chasquido del arco al lanzar la flecha.
—Sí —dijo.
Ninguno de los dos añadió nada. Me sentía muy mal, pero teníamos nuestras reglas. Ya no podíamos hacernos reproches. Sólo tomar venganza.
Vil, pero maquinalmente, dije:
—¿Cómo fue entonces?
Su tono era muy claro, muy alegre, como si hablase de una película:
—Fue muy divertido. Ya sabes lo hábil que es para dar coba y hacer que te sientas importante.
—Bueno —dije, con naturalidad—, espero que lo haga mejor que yo.
Hubo otra larga pausa. Luego, restalló el arco y la voz tenía un tono herido y rebelde.
—No tienes ningún derecho a enfadarte —dijo—. No tienes ningún derecho a enfadarte por lo que yo haga con otras personas. Eso ya lo hemos aclarado.
—Tienes razón —dije yo—. No estoy enfadado.
No lo estaba. Era peor que eso. En aquel momento, dejó de ser para mí alguien a quien amaba. ¿Cuántas veces le había dicho yo a Osano cuánto amaba a Janelle? Y Janelle sabía lo que me interesaba Osano. Los dos me habían traicionado. No había otro modo de describirlo. Lo curioso era que no estaba enfadado con Osano. Sólo con ella.
—Estás furioso —dijo ella, como si me estuviese portando de modo irracional.
—No, de veras que no —dije.
Me estaba castigando por estar con mi mujer. Estaba castigándome por un millón de cosas, pero si yo no le hubiese hecho aquella pregunta concreta sobre lo de irse a la cama, no me lo habría dicho, no habría sido tan cruel. Pero no me mentiría más. Me había dicho aquello una vez, y ahora lo respaldaba. Lo que ella hiciera no era asunto mío.
—Me alegro de que llamases —dijo—. Te he echado de menos. Y no te enfades por lo de Osano. No volveré a verle.
—¿Por qué no? —dije—. ¿Por qué no has de verle?
—Bueno, demonios —dijo—. Era divertido, pero no conseguía mantenerlo erguido. Oh, maldita sea, me había prometido a mí misma no contarte esto.
Se echó a reír.
Pues bien, siendo un amante celoso normal, me encantaba enterarme de que mi más querido amigo era parcialmente impotente, pero me limité a decir, con la mayor despreocupación:
—Quizás fuese cosa tuya. Él ha tenido siempre un montón de mujeres devotas en Nueva York.
—Dios mío —dijo con voz alegre y clara—, me esforcé todo lo posible. Hasta un cadáver hubiese resucitado.
Luego se echó a reír alegremente.
Tal como ella lo explicaba, tuve una visión suya auxiliando a un inválido Osano, besando y chupando su cuerpo, su pelo rubio flotando. Me sentí muy mal.
—Pegas demasiado fuerte —dije con un suspiro—. Renuncio. Escucha, quiero darte las gracias otra vez por haberme ayudado. No sé cómo conseguiste meterme en aquella bañera.
—Es mi clase de gimnasia —dijo Janelle—. Estoy muy fuerte, sabes.
Luego, con un tono de voz distinto, añadió:
—Siento muchísimo lo de Artie. Me hubiese gustado poder hacer el viaje contigo y ayudarte.
—También a mí me hubiese gustado —dije.
Pero la verdad era que me alegraba de que ella no pudiera acompañarme. Y me avergonzaba el que me hubiese visto desmoronarme. Sentía, de una forma extraña, que debido a aquello ella no podía sentir ya lo mismo hacia mí.
Su voz sonó muy quedamente en el teléfono:
—Te quiero —dijo.
No contesté.
—¿Aún me quieres tú? —preguntó.
Entonces me tocaba a mí.
—Ya sabes que no me está permitido decir cosas como ésa.
Ella no contestó.
—¿Eras tú quien me decía que un hombre casado no debía decirle nunca a una chica que la quería si no estaba dispuesto a dejar a su mujer? En realidad, no le está permitido decirle eso a menos que deje a su mujer.
Por fin llegó la voz de Janelle, ahogada por la furia:
—Vete a la mierda —dijo, y pude oír el golpe violento con que colgaba el teléfono.
Podría haberla llamado de nuevo, pero ella hubiera dejado que aquella voz con falso acento francés contestara: «Mademoiselle Lambert no está en casa. ¿Puede dejar su nombre, por favor?» Así que pensé: «Vete a la mierda tú también». Y me sentí muy bien. Pero sabía que aún no habíamos terminado.
Cuando Janelle me contó que se había acostado con Osano, no podía saber lo que sentía yo, que había visto a Osano insinuarse a toda mujer que conocía salvo que fuese un espanto. El que ella hubiese caído y hubiese cedido a sus proposiciones, el que hubiese sido tan fácil para él, la rebajaba ante mis ojos. Había sido una incauta, una presa fácil, como tantas otras. Y yo pensaba que Osano debía sentir cierto desprecio hacia mí, por haberme enamorado tan locamente de una chica a la que él había sido capaz de engatusar en sólo una noche.
Así pues, no tenía el corazón destrozado. Sólo estaba deprimido. Cuestión del ego, supongo. Pensé en contarle todo esto a Janelle, y luego comprendí que no serviría para nada. Sólo para hacer que se sintiera peor. Y yo sabía que entonces respondería al ataque. ¿Por qué demonios no podía ser ella una presa fácil? ¿No eran los hombres presas fáciles para las chicas que jodían con todo el mundo? ¿Por qué había de tener ella en cuenta el que los motivos de Osano no fuesen puros? Osano era simpático, era inteligente, tenía talento, era atractivo y quería joder con ella. ¿Por qué no iba a joder ella con él? Y, ¿qué demonios me importaba aquello a mí? Mi pobre ego masculino se rebelaba, eso era todo. Por supuesto, yo podría explicarle el secreto de Osano, pero eso habría sido una venganza mezquina e intrascendente.
Aún así, me sentía deprimido. Fuese justo o no, Janelle me gustaba menos.
En el siguiente viaje al Oeste, no la llamé. Estábamos en las etapas finales de la separación definitiva, cosa clásica en los asuntos de este género. De nuevo, como hacía siempre en todas las cosas en las que me veía envuelto, había leído toda la literatura sobre el tema, y era un especialista de primera fila en el flujo y reflujo del amor humano. Estábamos en la etapa de decirnos adiós, para volver a unirnos de vez en cuando para amortiguar el golpe de la separación final. Y así, no la llamé porque todo había terminado realmente, o yo quería que así fuese.
Entretanto, Eddie Lancer y Doran Rudd me habían convencido para volver a la película. Fue una experiencia dolorosa. Simon Bellford no era más que un viejo jaco cansado que hacía lo que podía y que se asustaba muchísimo ante Jeff Wagon. Su ayudante, Richetti «Ciudad Lodo», era realmente una pesadilla para Simon y para colmo intentaba aportar algunas ideas propias sobre lo que debería ser el guión. Por último, un día, después de una idea particularmente estúpida, me volví a Simon y a Wagon y dije:
—¿Por qué no echáis a este tipo?
Hubo un embarazoso silencio. Yo había tomado una decisión. Iba a largarme y ellos debieron percibirlo, porque al final Jeff Wagon dijo quedamente:
—Frank, ¿por qué no esperas a Simon en mi oficina?
Richetti salió de la habitación.
Siguió otro embarazoso silencio y yo dije:
—Lo siento, no quería ser tan brusco. Pero, ¿hablamos en serio de este maldito guión o no?
—De acuerdo —dijo Wagon—. Hablemos de él.
Al cuarto día, después de trabajar en los estudios, decidí ir al cine. Hice que en el hotel llamasen a un taxi y dije al taxista que me llevase a Westwood. Como siempre, había una larga cola esperando para entrar, y me coloqué en ella. Llevaba un libro de bolsillo para leer mientras esperaba en la cola. Después del cine, pensaba ir a un restaurante próximo y pedir un taxi para que me llevase de vuelta al hotel.
La cola no se movía, eran todos jovencitos que hablaban de películas como entendidos. Las chicas eran guapas y los chicos llevaban barba y pelo largo en el más puro estilo Cristo.
Me senté en la acera para leer y nadie me prestaba atención. En Hollywood esto no era una conducta excéntrica. Estaba concentrado en mi libro cuando advertí que la bocina de un coche sonaba insistentemente y alcé los ojos. Parado frente a mí había un hermoso Rolls Royce Phantom, y vi el rostro rosa claro de Janelle en la ventanilla del conductor.
—Merlyn —dijo Janelle—, Merlyn, ¿qué haces tú aquí?
Me levanté con naturalidad y dije:
—Hola, Janelle.
Me di cuenta entonces de que había un tipo junto a Janelle en el asiento de al lado. Era joven, guapo y vestía maravillosamente, traje gris y corbata de seda gris. Tenía un lindo corte de pelo y no parecía importarle el que Janelle parase así para hablar conmigo.
Janelle nos presentó. Indicó que era el propietario del coche. Admiré el coche y él dijo que admiraba muchísimo mi libro y que estaba deseando ver la película. Janelle explicó algo de su trabajo en unos estudios, en un puesto ejecutivo. Quería que yo supiese que no estaba saliendo simplemente con un chico rico que tenía un Rolls Royce, sino que aquello formaba parte de su vida profesional en el cine.
—¿Cómo bajaste hasta aquí? —dijo Janelle—. No me digas que por fin conduces.
—No —dije—. Tomé un taxi.
—¿Y cómo es que haces cola? —dijo Janelle.
La miré y dije que yo no tenía hermosas amistades con tarjetas de la Academia para poder pasar.
Se dio cuenta de que bromeaba. Siempre que íbamos al cine ella utilizaba su tarjeta de la Academia para pasar.
—Tú no utilizarías esa tarjeta aunque la tuvieses —dijo.
Luego se volvió a su amigo y dijo:
—Ése es el tipo de droga en que está él.
Pero había en su voz un leve matiz de orgullo. Le encantaba que yo no hiciese cosas así, aunque ella las hiciese.
Me di cuenta de que Janelle estaba conmovida, le daba pena que yo tuviese que coger un taxi para ir al cine solo, y me viese obligado a esperar en la cola como un palurdo. Estaba edificando un escenario romántico. Yo era su marido, desolado y hundido, que miraba por la ventana y veía a su antigua esposa y a sus hijos felices con un nuevo marido. Había lágrimas en sus ojos castaños con motas doradas.