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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

Los tontos mueren (63 page)

Pasamos una velada maravillosa. Todo el mundo nos miraba en el restaurante, y he de admitir que Janelle tenía un aspecto impresionante. Parecía realmente una versión más rubia y más guapa de Marlene Dietrich, estilo beldad sureña, por supuesto. Porque, hiciese lo que hiciese, seguía emanando de ella aquella femineidad irresistible. Pero sabía que si le decía eso, no le gustaría. Ella quería castigarme.

En realidad, me agradaba que interpretara el papel de lesbiana simplemente porque yo sabía lo femenina que era en la cama. Así que fue una especie de doble broma respecto a los que nos miraban. Disfruté también de aquello porque Janelle creía que estaba fastidiándome. Observaba todos mis movimientos, y se sintió desilusionada primero y luego complacida al ver que a mí no me importaba.

Al principio me opuse a ir al club nocturno, pero al final fuimos y estuvimos bebiendo en el
Polo Lounge
, donde, para su satisfacción, sometí nuestra relación a las miradas de sus amigos y los míos. Vi a Doran en una mesa y a Jeff Wagon en otra, y los dos se sonrieron. Janelle les saludó alegremente y luego se volvió a mí y dijo:

—¿No es maravilloso ir a un sitio a echar un trago y ver a todos tus viejos y queridos amigos?

Sonreí a mi vez y dije:

—Es maravilloso.

La llevé a casa antes de la medianoche. Ella me dio un golpecito en el hombro con su bastón y dijo:

—Lo hiciste muy bien.

—Gracias —dije.

—¿Me llamarás? —dijo.

—Sí —le contesté.

Fue una noche magnífica, de todos modos. Disfruté con la doble actitud del maître, el portero, e incluso los del aparcamiento; al menos ahora Janelle había salido a la luz.

Llegó un momento, poco después de esto, en que comencé a amar a Janelle como persona. Es decir, no se trataba sólo de que quisiera acostarme con ella, ni contemplar sus ojos castaños y desmayarme; o devorar su boca rosada, y todo lo demás, como el estar despierto toda la noche contándole historias. Dios mío, contándole toda mi vida, y ella contándome la suya. En suma, llegó un momento en que comprendí que su única función no era hacerme feliz, hacerme disfrutar de ella, me di cuenta de que mi tarea era hacerla a ella un poco más feliz de lo que era, y no enfadarme cuando ella no me hacía feliz a mí.

No quiero decir que me convirtiese en uno de esos tipos que se enamoran de una chica porque les hace desgraciados. Eso es algo que en realidad nunca entendí. Siempre fui partidario de cumplir mi parte en el trato, en la vida, en la literatura, en el matrimonio, en el amor, incluso como padre.

Y no quiero decir que aprendiese a hacerla feliz dándole un regalo, que era para mí un placer. O animándola cuando estaba deprimida, que era simplemente retirar obstáculos del camino para que ella pudiese dedicarse a la tarea de hacerme feliz a mí.

Pero lo curioso es que cuando ella ya me había traicionado, cuando empezamos a odiarnos un poco, cuando tuvimos pruebas de la culpabilidad mutua, empecé a amarla como persona.

Era realmente buena. A veces, solía decirme como una niña: «Soy una buena persona», y lo era de verdad. Era muy honrada en todas las cosas importantes. Por supuesto, se acostaba con otros tíos y también con mujeres, pero qué demonios, nadie es perfecto. A pesar de eso, le gustaban los mismos libros que a mí, las mismas películas, la misma gente. Cuando me mentía, lo hacía para no herirme. Y cuando me decía la verdad, lo hacía, en parte, para herirme (tenía una hermosa veta vengativa y yo amaba incluso eso), pero también porque tenía miedo de que me enterase de la verdad de una forma que me hiriese más.

Y, claro está, con el paso del tiempo, tuve que hacerme a la idea de que ella llevaba una vida dañosa en muchos sentidos. Una vida complicada. Pero quién no.

Así que finalmente habían desaparecido toda la falsedad y la ilusión de nuestras relaciones. Éramos verdaderos amigos y yo la amaba como persona. Admiraba su coraje, su indestructibilidad pese a las decepciones de su vida profesional, y a todas las traiciones de su vida personal. Lo entendía todo. La aceptaba en todos los sentidos.

¿Por qué demonios no lo pasábamos pues tan maravillosamente como antes? ¿Por qué no eran tan magníficas como habían sido las relaciones sexuales, aunque fuesen aún mejores que con ninguna otra? ¿Por qué no nos extasiábamos el uno con el otro como antes?

Magia-magia, negra o blanca. Hechicería, conjuros, brujas y alquimia. ¿Sería realmente cierto que el girar de las estrellas decide nuestro destino y la sangre de la luna encera las vidas y las marchita? ¿Sería cierto que las innumerables galaxias deciden nuestro destino día tras día en la tierra? ¿Es sencillamente verdad que no podemos ser felices sin falsas ilusiones?

Al parecer, en toda relación amorosa llega un momento en que a la mujer le irrita que su amante sea demasiado feliz. Por supuesto, ella sabe que es la causa de que él sea feliz. Y sabe que es su placer, su trabajo incluso, lo que lo consigue. Pero finalmente llega a la conclusión de que, de algún modo, el hijo de puta se está aprovechando. Sobre todo si la mujer no está casada y el hombre sí. Porque entonces la relación es una solución al problema de él, pero no resuelve los de ella.

Y llega un momento en que uno de los dos necesita una pelea antes de hacer el amor. Janelle había alcanzado esta etapa. Yo normalmente conseguía eludirla, pero a veces también tenía ganas de pelea; normalmente, cuando ella se enfadaba porque yo estaba casado y no le hacía ninguna promesa de compromiso permanente.

Estábamos en su casa de Malibú después del cine. Era tarde. Desde nuestro dormitorio se veía el océano, sobre el que había una larga mancha de luz lunar que era como un mechón de cabello rubio.

—Vamos a la cama —dije.

Estaba muriéndome de ganas de hacer el amor con ella. Siempre estaba muriéndome de ganas de hacer el amor con ella.

—Por Dios, hombre —dijo ella—. Siempre quieres joder.

—No —dije yo—. Quiero hacer el amor contigo.

Tan sentimental me había vuelto.

Me miró con frialdad, pero sus ojos marrones relampagueaban de cólera.

—Tú y tu maldita inocencia —dijo—. Eres un leproso sin campanilla.

—Graham Greene —dije.

—Vete a la mierda —dijo ella, pero se echó a reír.

Y lo que había llevado a todo esto era que yo nunca mentía. Y ella quería que mintiese. Quería que le soltase todas las bobadas que dicen los hombres casados a las chicas con las que se acuestan. Como, por ejemplo, «mi mujer y yo vamos a divorciarnos». Como «mi mujer y yo llevamos años sin joder». Como «mi mujer y yo dormimos separados». Como «mi mujer y yo hemos llegado a un acuerdo». Como «mi mujer y yo no somos felices juntos». Puesto que, en mi caso, ninguna de estas cosas era cierta, no las decía. Yo amaba a mi mujer, compartíamos el mismo dormitorio, teníamos relaciones sexuales, éramos felices. Tenía lo mejor de ambos mundos y no estaba dispuesto a perderlo. Tanto peor para mí.

En una ocasión, Janelle dijo riéndose que ella estaba muy bien para un rato. Así que fue y llenó la bañera de agua caliente. Siempre nos bañábamos juntos antes de acostarnos. Ella me lavaba a mí y yo la lavaba a ella y jugábamos un poco y luego salíamos y nos secábamos uno a otro con grandes toallas. Luego, nos abrazábamos desnudos entre las sábanas.

Pero esta vez ella encendió un cigarrillo antes de acostarse. Era una señal de peligro. Quería pelea. Se había derramado de su bolso un tubo de píldoras energéticas y esto me había fastidiado, así que yo también estaba un poco predispuesto. Ya no me sentía tan amoroso. El ver el tubo de píldoras energéticas había destapado todo un mundo de fantasías. Ahora que sabía que era amante de otra mujer, ahora que sabía que se acostaba con otros hombres cuando yo volvía con mi familia a Nueva York, yo no la amaba tanto, y las píldoras energéticas me hicieron pensar que las necesitaba para hacer el amor conmigo porque andaba jodiendo con otra gente. Así que se me quitaron las ganas. Ella lo advirtió.

—No sabía que leyeras a Graham Greene —dije—. Eso del leproso sin campanilla está muy bien. Lo reservaste para mí, ¿eh?

Fijó sus ojos marrones en el humo del cigarrillo. Tenía el rubio pelo suelto sobre su rostro delicadamente bello.

—Es verdad, sabes —dijo—. Tú puedes irte a casa y joder con tu mujer y vale. Pero si yo tengo otros amantes, me consideras una puta. Ya no me quieres.

—Aún te quiero —dije.

—No me quieres tanto —dijo.

—Te quiero lo bastante como para querer hacer el amor contigo y no sólo joderte.

—Eres realmente taimado —dijo—. Taimado e inocente. Sólo admites que me quieres menos como si yo te engañase obligándote a decirlo. Pero tú querías que yo lo supiese. ¿Por qué? ¿Por qué no pueden las mujeres tener otros amantes y amar aún a otros hombres? Siempre me dices que aún quieres a tu mujer y que además me quieres a mí. Eso es distinto, ¿por qué no puede ser distinto en mi caso? ¿Por qué no puede ser distinto para todas las mujeres? ¿Por qué no podemos tener la misma libertad sexual y que los hombres sigan amándonos?

—Porque tú sabes de sobra que tu hijo y los demás hombres no lo aceptarían —dije. Creo que estaba bromeando.

Ella echó teatralmente hacia atrás la ropa de la cama y se levantó de un salto, de modo que quedó de pie en la cama.

—No creo que hayas dicho eso —dijo ella incrédula—. No puedo creer que dijeses algo tan increíblemente machista.

—Bromeaba —dije—. De veras. Pero, sabes, no eres realista. Quieres que te adore, que esté realmente enamorado de ti, que te trate como a una reina virginal. Como en la antigüedad. Pero tú rechazas esos valores, sobre los que se basa el amor ciego. La castidad, el que la mujer pertenezca a un solo hombre, responsable de su destino. Quieres que te amemos como al Santo Grial, pero quieres vivir como una mujer liberada. No aceptas que si tus valores cambian, deben cambiar los míos. Yo no puedo amarte como quieres que te ame. Como te amaba.

Empezó a llorar.

—Lo sé —dijo—. Dios mío, nos amamos tanto. Sabes, jodía contigo aunque tuviese jaquecas espantosas. Me daba igual, tomaba
Percodán
y listo. Y me encantaba. Me encantaba, sí. Y ahora la relación sexual no es tan buena, ¿no es cierto? Ahora que somos sinceros.

—No, no lo es —dije yo.

Esto la enfureció. Empezó a gritarme. Su voz sonaba como el graznido de un pato.

Iba a ser una noche larga. Suspiré y estiré el brazo para coger un cigarrillo. Es muy difícil encender un cigarrillo cuando una chica guapa está de pie de modo que su coño te queda encima de la boca. Pero lo conseguí, y el cuadro era tan divertido que ella se echó en la cama de espaldas riendo a carcajadas.

—Tienes razón —dije—. Pero ya conoces las discusiones prácticas sobre la fidelidad de las mujeres. Te conté aquello de que las mujeres no saben casi nunca que tienen una enfermedad venérea. Y lo de que las cogen más fácilmente. Recuerda: cuantos más tipos distintos tengan relaciones contigo, más posibilidades tienes de contraer un cáncer uterino.

Janelle se echó a reír.

—Mentiroso —dijo.

—No es broma —dije yo—. Todos los viejos tabúes tienen una base práctica.

—Cabrones —dijo Janelle—. Los hombres sois unos cabrones con suerte.

—Así son las cosas —dije yo, burlón—. Y cuando empezaste a gritar, parecías el pato Donald.

Me pegó con un almohadón y eso fue la excusa para agarrarla y abrazarla, y nos acariciamos e hicimos el amor.

Después, como fumábamos un cigarrillo a medias, dijo:

—Pero tengo razón, sabes. Los hombres no son justos. Las mujeres tienen todos los derechos a tener tantas relaciones sexuales como deseen. Ahora en serio, ¿no es verdad eso?

—Sí —dije exactamente tan serio como ella y más. Hablaba en serio. Intelectualmente, sabía que tenía razón. Ella se apretó contra mí.

—Por eso te quiero —dijo—. Tú entiendes de verdad. Incluso en tus peores extremos machistas. Cuando llegue la revolución, te salvaré la vida. Diré que fuiste un buen macho, aunque equivocado.

—Muchísimas gracias —dije.

Apagó la luz y luego el cigarrillo. Después, muy pensativa, dijo:

—En realidad, tú no me quieres menos porque me acueste con otros, ¿verdad?

—No —dije.

—¿Sabes que te quiero real y verdaderamente?

—Sí —dije yo.

—Y no crees que sea una puta por hacerlo, ¿verdad? —dijo Janelle.

—Ni mucho menos —dije—. Vamos a dormir.

Extendí el brazo para cogerla, pero ella se apartó un poco.

—¿Por qué no dejas a tu mujer y te casas conmigo? ¡Dime la verdad!

—Porque así tengo las dos cosas —dije.

—Cabrón —me dio un golpe en las bolas con un dedo.

Me hizo daño.

—Dios mío —dije—. Sólo porque estoy locamente enamorado de ti, sólo porque me gusta hablar contigo más que con nadie, sólo porque me gusta joder contigo más que con nadie, ¿por qué demonios tienes que ponerte a pensar en que abandone a mi mujer por ti?

Ella no sabía si yo hablaba en serio o no. Decidió que estaba bromeando. Era una suposición peligrosa.

—Hablaba en serio —dijo—. Quiero saberlo de verdad. ¿Por qué sigues casado con tu mujer? Dame sólo una buena razón.

Me enrollé en una bolsa protectora antes de contestar:

—Porque no es una puta —dije.

Una mañana, llevé a Janelle en el coche a los estudios de la Paramount, donde tenía un día de trabajo rodando un pequeño papel en una de las grandes películas de la empresa.

Llegamos temprano, así que dimos un paseo por lo que para mí era una reproducción asombrosamente exacta de un pueblecito. Tenía incluso un falso horizonte, una plancha metálica que se alzaba hacia el cielo y que me engañó momentáneamente. Las fachadas falsas eran tan reales que cuando pasamos ante ellas no pude resistir la tentación de abrir la puerta de una librería, casi esperando ver las mesas y las estanterías familiares cubiertas de libros de brillantes y atractivas portadas. Al abrir la puerta, tras el quicio, sólo había hierba y arena.

Janelle se echó a reír mientras seguíamos caminando. Había una ventana llena de frascos de medicina y fármacos del siglo XIX. La abrimos y vimos de nuevo la hierba y la arena al otro lado. Mientras seguíamos caminando, yo seguía abriendo puertas y Janelle ya no se reía. Sólo sonreía. Por fin, llegamos a un restaurante que tenía una especie de dosel que daba a la calle y bajo él había un hombre barriendo. Y, por alguna razón, el hombre que barría me engañó realmente. Pensé que habíamos abandonado ya los decorados y entrado en la zona de servicios de la Paramount. Vi un menú en el escaparate y pregunté al que barría si ya estaba abierto el restaurante. Tenía una cara gomosa de viejo actor. Me miró de reojo. Esbozó una gran sonrisa, y luego pestañeó.

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