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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

Los tontos mueren (30 page)

Un mes después, Fummiro y Niigeta llegaron al Xanadú para una estancia de cuatro días. Cully habló inmediatamente a Fummiro de Linda Parsons y de sus deseos de conocerle. A Fummiro se le iluminaron los ojos. Pese a andar por la cuarentena, era guapo, de una belleza increíblemente juvenil, que su carácter alegre y expansivo hacía aún más atractiva. Pidió a Cully que avisase en seguida a la chica y Cully le dijo que así lo haría, sin mencionar que ya había hablado con ella y le había prometido estar en Las Vegas a la tarde siguiente. Fummiro se emocionó tanto que jugó como un loco aquella noche y perdió más de trescientos mil dólares.

Y a la mañana siguiente, Fummiro fue a comprarse un traje azul. Por alguna razón, creía que los trajes azules eran la máxima elegancia norteamericana y Cully dispuso lo necesario para que la gente de Sy Devore, del Hotel Sands, le tomase medidas y le tuviesen dispuesto un traje aquel mismo día. Cully envió a uno de sus empleados encargados de recibir a los enviados del hotel Xanadú con Fummiro para asegurarse de que no había ningún problema.

Pero Linda Parsons cogió temprano el avión y llegó a Las Vegas antes del mediodía. Cully fue a esperarla y la llevó al hotel. Quiso refrescarse y descansar antes de la llegada de Fummiro, por lo que Cully, suponiendo que Niigeta estaba con su jefe, la instaló en la suite de éste. Resultó ser un error casi fatal.

Dejándola en la suite, Cully volvió a su oficina e intentó localizar a Fummiro. Pero éste había salido ya de la sastrería y debía haberse detenido en uno de los casinos que quedaban de paso. No podían localizarle. Después de más o menos una hora, recibió una llamada telefónica de la suite de Fummiro. Era Linda Parsons. Parecía un poco alterada:

—¿Podrías bajar aquí? —dijo—. Tengo un problema idiomático con tu amigo.

Cully no se paró a hacer preguntas. Fummiro hablaba inglés bastante bien. Por alguna razón, fingía no saberlo. Quizá le desilusionase la chica. Cully se había dado cuenta de que la ingenua, en persona, lo era mucho menos de lo que parecía en aquel programa de televisión cuidadosamente montado. O quizá Linda hubiese dicho o hecho algo que hubiese ofendido su delicada sensibilidad oriental.

Pero fue Niigeta quien le abrió la puerta de la suite. Niigeta parecía muy satisfecho de sí mismo, con un orgullo un tanto inconexo. Entonces Cully vio que Linda Parsons salía del baño ataviada con un kimono japonés, adornado con dragones dorados.

—Dios mío —dijo Cully.

Linda le dirigió una lánguida sonrisa.

—No me contaste más que mentiras —dijo—. Ni es tímido ni es guapo ni habla inglés. Espero que por lo menos sea rico.

Niigeta seguía sonriendo muy satisfecho, e incluso le hacía reverencias a Linda mientras ésta hablaba. Evidentemente no entendía nada de lo que decía.

—¿Te lo jodiste? —preguntó Cully casi desesperado.

Linda hizo un mohín.

—Se puso a perseguirme por la habitación. Creí que por lo menos pasaríamos un velada romántica, con flores y violines, pero no pude contenerle. Así que pensé, qué demonios, si está tan caliente hagámoslo de una vez. Y lo hicimos.

Cully movió la cabeza y dijo:

—Te jodiste al japonés que no era.

Linda le miró un instante con una mezcla de asombro y horror. Luego rompió a reír. Era una risa sincera, muy propia de ella. Se echó en el sofá sin dejar de reír, descubriendo su muslo blanco a través del kimono. En aquel momento, a Cully le pareció encantadora. Pero luego movió la cabeza. Aquello era grave. Cogió el teléfono y llamó al apartamento de Daisy. Lo primero que dijo ella fue: «No tendré que hacer más sopa». Cully le dijo que dejara de bromear y que fuera al hotel. Le dijo que era muy importante y que tenía que darse prisa. Luego llamó a Gronevelt y le explicó la situación. Gronevelt dijo que bajaría inmediatamente. Entretanto, Cully rezaba para que no apareciera Fummiro. Quince minutos después estaban en la suite con ellos Gronevelt y Daisy. Linda había preparado bebida para Cully, Niigeta y ella en el bar de la suite, y aún sonreía. Gronevelt se quedó encantado con ella.

—Lamento que sucediera esto —dijo—. Pero hay que tener un poco de paciencia. Conseguiremos arreglarlo todo.

Luego se volvió a Daisy y le dijo:

—Explica al señor Niigeta lo que pasó exactamente. Que cogió a la mujer del señor Fummiro. Que ella creía que era el señor Fummiro. Explícale que el señor Fummiro estaba loco por ella y salió a comprarse un traje nuevo para el encuentro.

Niigeta escuchaba atentamente con la misma amplia sonrisa de siempre. Pero ahora había un matiz de alarma en sus ojos. Hizo a Daisy una pregunta en japonés, Cully advirtió el silbidito amenazante en su voz. Daisy se puso a hablarle muy deprisa en japonés. Él seguía sonriendo mientras ella hablaba, pero su sonrisa fue desvaneciéndose poco a poco, y cuando Daisy terminó, Niigeta cayó al suelo de la suite desmayado.

Daisy se hizo cargo. Cogió una botella de whisky e hizo beber a Niigeta y luego le ayudó a levantarse y le puso en el sofá.

Linda le miraba con lástima. Niigeta agitaba las manos y hablaba sin parar a Daisy. Gronevelt preguntó qué decía. Daisy se encogió de hombros.

—Dice que esto es el fin de su carrera. Dice que el señor Fummiro se deshará de él. Que le ha humillado demasiado.

Gronevelt cabeceó.

—Dile que lo que tiene que hacer es mantener la boca cerrada. Dile que haré que le ingresen en el hospital durante un día porque se siente mal, y que luego volverá en avión a Los Angeles para el tratamiento. Ya le contaremos alguna historia al señor Fummiro. Que él no le diga nada a nadie, y que procure que el señor Fummiro nunca descubra lo que pasó.

Daisy tradujo y Niigeta asintió. Su cortés sonrisa volvió a asomar, pero era una mueca espectral. Gronevelt se volvió a Cully.

—Tú y la señorita Parsons esperaréis a Fummiro. Hay que actuar como si no hubiera pasado nada. Yo me ocuparé de Niigeta. No podemos dejarle aquí. Volverá a desmayarse en cuanto vea a su jefe. Yo me lo llevaré.

Y así fue como se hizo. Cuando al fin Fummiro apareció una hora después, encontró a Linda Parsons, que se había cambiado de ropa y se había maquillado, esperándole con Cully. Fummiro se quedó inmediatamente embelesado, y Linda Parsons pareció emocionarse también con el apuesto japonés aunque con la inocencia que debía corresponder a la ingenua del telefilme del Oeste.

—Espero que no te importe —dijo—. Ocupé la suite de tu amigo para poder estar junto a ti. Así podremos pasar más tiempo juntos.

Fummiro captó la indirecta. Ella no era simplemente una puta que fuese a ponerse a su disposición de inmediato.

Tendría que enamorarse primero. Fummiro asintió con una amplia sonrisa y dijo:

—Por supuesto, claro.

Cully lanzó un suspiro de alivio. Linda jugaba bien sus cartas. Dijo adiós y se quedó un momento esperando en el pasillo. En seguida oyó a Fummiro tocando el piano y a Linda cantando con él.

Durante los tres días siguientes, Fummiro y Linda Parsons vivieron la clásica aventura amorosa de Las Vegas, casi geométricamente perfecta. Estaban locos el uno por el otro, y no se separaban ni un momento. Ni en la cama, ni en las mesas de juego, tuviesen buena o mala suerte, ni en las excursiones para comprar en las galerías y tiendas de hoteles del Strip. A Linda le encantaba la sopa japonesa del desayuno y también le encantaba oír tocar el piano a Fummiro. A Fummiro le encantaba la blonda palidez de Linda, sus muslos macizos y lechosos, la longitud de sus piernas, la suavidad plena de sus pechos. Pero sobre todo, le encantaba su constante buen humor, su alegría. Le confió a Cully que Linda habría hecho una gran geisha. Daisy le dijo a Cully que era el máximo cumplido que un hombre como Fummiro podía hacer. Fummiro afirmaba también que Linda le daba suerte en el juego. Al finalizar su estancia, había perdido sólo doscientos mil del millón en metálico, dinero norteamericano, que había depositado en la caja del casino. Y eso incluía un abrigo de visón, un anillo de diamantes, un caballo palomino y un Mercedes que le había comprado a Linda Parsons. El viaje le salió barato. Sin Linda, lo más probable hubiera sido que se dejase por lo menos medio millón, o puede que un millón entero, en las mesas de bacarrá. Al principio, Cully consideró a Linda una suave buscona de clase. Pero cuando Fummiro se fue cenó con ella antes de que cogiese el avión de la noche para Los Angeles. Estaba realmente loca con Fummiro.

—Es un tipo tan interesante —dijo—. Me encantaba aquella sopa del desayuno y lo de tocar el piano, y era magnífico en la cama. No me extraña que las mujeres japonesas hagan cualquier cosa por sus hombres.

Cully sonrió.

—No creo que trate a sus mujeres, allá en su país, como te trató a ti.

—Sí, lo sé —dijo Linda con un suspiro—. Aun así, fue magnífico. Me hizo cientos de fotos con su cámara. Era como para cansarse. Pues me encantó que lo hiciera. Yo también le saqué fotos a él. Es un hombre muy guapo.

—Y muy rico —dijo Cully.

Linda se encogió de hombros.

—Ya he estado otras veces con tipos ricos. Y gané buen dinero. Pero él era como un muchachito. Realmente no me gusta cómo juega, sin embargo. ¡Dios mío! ¡Con lo que él pierde en un día podría vivir yo diez años!

Cully pensó: ¿es así? E inmediatamente hizo planes para que Fummiro y Linda Parsons no volvieran a verse. Aunque dijo con una sonrisa irónica:

—Sí, a mí me fastidia también verle perder así. Puede acabar desilusionándose del todo.

Linda le sonrió.

—Sí, estoy segura —dijo—. Gracias por todo. Fueron unos de los días más felices de mi vida. Puede que volvamos a vernos.

Él sabía lo que quería indicar ella, pero, por el contrario, dijo suavemente:

—Siempre que traigas al yen a Las Vegas no tienes más que llamarme. Todo por cuenta de la casa menos las fichas.

Entonces Linda dijo, un tanto pensativa:

—¿Crees que Fummiro me llamará la próxima vez que venga? Le di mi número de teléfono de Los Angeles. Le dije incluso que iría al Japón de vacaciones cuando acabásemos de filmar y él dijo que le encantaría que fuese, que le avisara cuándo. Pero se puso un poco frío con esto.

Cully movió la cabeza.

—A los japoneses no les gusta que las mujeres sean tan agresivas. Van con mil años de retraso. Especialmente los peces gordos como Fummiro. La mejor jugada es quedarse atrás y jugar frío.

Ella suspiró.

—Supongo que sí.

La acompañó al aeropuerto y la besó en la mejilla antes de que subiera al avión.

—Te llamaré cuando vuelva a venir Fummiro —dijo.

Cuando llegó al Xanadú, subió al apartamento de Gronevelt y dijo burlonamente:

—Hay jugadores demasiado buenos.

—No te desanimes —dijo Gronevelt—. No queríamos todo su millón nada más empezar la partida. Pero tienes razón. Esa actriz no es la chica adecuada para relacionarla con un jugador. Por una parte, no es lo bastante codiciosa. Por otra, es demasiado honrada. Y para colmo, es inteligente.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Cully.

Gronevelt sonrió.

—¿Tengo razón?

—Claro —dijo Cully—. Ya procuraré apartar a Fummiro de ella cuando vuelva.

—No tendrás necesidad de hacerlo —dijo Gronevelt—. Un tipo como él tiene demasiada fuerza. No necesita lo que ella pueda darle. No más de una vez. Una vez es divertido. Pero nada más. Si significara más, se hubiese ocupado mejor de ella antes de irse.

Cully le miró sorprendido.

—¿Un Mercedes, un abrigo de visón y un anillo de diamantes no es suficiente prueba de interés por ella?

—Ni mucho menos —dijo Gronevelt.

Y tenía razón. Cuando Fummiro volvió a Las Vegas no preguntó por Linda Parsons. Y perdió el millón en metálico que había depositado en caja.

19

El avión entró en la luz de la mañana y la azafata distribuyó café y desayunos. Cully siguió con la cartera a su lado mientras comía y bebía, y cuando terminó vio las torres de acero de Nueva York en el horizonte. Aquel paisaje siempre le sobrecogía. Como el desierto que se extendía al terminar Las Vegas, los kilómetros de acero y cristal que se enraizaban y crecían tupidos hacia el cielo parecían no tener límites. Y le producían una sensación de desesperanza.

El avión descendió e hizo una lenta y graciosa inclinación hacia la izquierda al rodear la ciudad, y luego bajó más, del techo blanco al techo azul, para llegar después al aire iluminado por el sol con las pistas gris cemento y esparcidas manchas de verde que formaban la tierra alfombrada. Tocó tierra con un impacto lo bastante fuerte como para despertar a los pasajeros que aún dormían.

Cully se sentía fresco y despejado. Tenía muchas ganas de ver a Merlyn; la sola idea de verle le hacía sentirse feliz. El buen Merlyn, el honrado nato, el único hombre del mundo en quien confiaba.

20

El mismo día que yo debía comparecer ante el gran jurado, mi hijo se examinaba de noveno curso e ingresaba en el instituto de enseñanza media. Valerie quería que no fuese a trabajar y fuese con ella a los actos de fin de curso. Le dije que no podía porque tenía que asistir a una reunión especial del programa de reclutamiento. Ella no tenía ni idea del lío en que yo estaba metido, y nada le expliqué. No podía ayudarme y no haría más que desesperarse y preocuparse. Si todo iba bien, no se enteraría nunca. Y eso era lo que yo quería. No creía realmente en lo de compartir los problemas en el matrimonio, pues no servía para nada.

Valerie estaba orgullosa del día de la graduación de su hijo. Unos años antes nos dimos cuenta de que no sabía leer, y sin embargo le aprobaban cada semestre. Valerie se enfadó muchísimo y empezó a enseñarle a leer, e hizo un buen trabajo. Ahora tenía notas excelentes. No es que yo me emocionase por ello. Era otra cosa que reprochaba a la ciudad de Nueva York. Vivíamos en una zona pobre, todos eran obreros y negros. Al sistema escolar le importaba un carajo que los niños aprendiesen o no aprendiesen. Se limitaban a aprobarles para librarse de ellos, para echarles de allí sin ningún problema y con el menor esfuerzo posible.

Vallie estaba deseando que nos trasladáramos a nuestra nueva casa. Estaba en un magnífico distrito escolar, una comunidad de Long Island, donde los profesores se esforzaban en que sus alumnos se preparasen para la universidad. Y aunque ella no lo mencionara, apenas había negros. Sus hijos crecerían en el mismo tipo de medio estable en el que ella había vivido como escolar católica. Para mí eso estaba bien. No quería decirle que los problemas de los que yo intentaba escapar estaban enraizados en la enfermedad de nuestra sociedad entera, y que no escaparíamos de ellos entre los árboles y prados de Long Island.

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