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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

Los tontos mueren (34 page)

—Te lo digo por tu propio bien. Los jefes pondrán a los servicios de investigación internos a investigar este asunto. El FBI seguirá husmeando. Y todos los chicos de la reserva querrán seguir utilizándote, intentarán que les hagas otros favores. Mantendrán la olla hirviendo. Pero si te vas, todo se olvidará en seguida. Los investigadores se cansarán y, al no tener nada que investigar, acabarán dejándolo.

Quería preguntarle sobre los otros civiles que habían estado aceptando sobornos, pero el comandante se me adelantó:

—Sé por lo menos de otros diez asesores como tú, administrativos de unidad, que van a dimitir. Algunos ya lo han hecho. Créeme, estoy de tu parte. Y además será mejor para ti. Estás perdiendo el tiempo en este trabajo. A tu edad, deberías haber conseguido algo mejor.

Asentí. Yo también pensaba lo mismo. Que no había aprovechado gran cosa mi vida hasta entonces. Tenía una novela publicada, pero estaba ganando cien pavos semanales de salario neto por mi trabajo como funcionario. Ganaba, claro, otros tres o cuatrocientos al mes con artículos que publicaba en las revistas; pero, una vez cerrada la mina de oro ilegal, tenía que moverme.

—De acuerdo —dije—. Escribiré una carta dando dos semanas de plazo.

El comandante asintió y me estrechó la mano.

—Tienes pendiente un permiso por enfermedad pagado. Utilízalo estas dos semanas y búscate otro trabajo. Te ayudaré. Sólo tendrás que venir un par de veces a la semana, para poner al día el papeleo —dijo.

Volví a mi mesa y escribí la carta de dimisión. Las cosas no estaban tan mal como parecía. Tenía por delante unos veinte días de vacaciones pagadas, que significaban unos cuatrocientos dólares. Tenía, según mis cálculos, unos mil quinientos dólares en mi fondo de la pensión del gobierno, que podría retirar, aunque perdiese mis derechos al retiro cuando tuviese sesenta y cinco años. Pero eso quedaba a más de treinta años de distancia. Podría morirme antes. Un total de dos grandes. Y luego estaba el dinero de los sobornos que me tenía guardado Cully en Las Vegas. Aquello eran treinta grandes. Por un instante, tuve una abrumadora sensación de pánico. ¿Y si Cully renegaba de mí y no me daba mi dinero? Nada podría hacer. Éramos buenos amigos, él me había ayudado a resolver mis problemas, pero no me hacía ilusiones respecto a Cully. Era un pandillero de Las Vegas. ¿Y si me decía que se quedaba con mi dinero por el favor que me había hecho? No podría discutírselo. Habría pagado con gusto aquel dinero para no ir a la cárcel. ¡Lo habría pagado sin duda, Dios mío!

Pero lo que más temía era tener que decirle a Valerie que me había quedado sin trabajo, y tener que explicárselo a su padre. El viejo empezaría a hacer preguntas y descubriría la verdad.

No se lo dije a Valerie aquella noche. Al día siguiente, salí del trabajo y fui a ver a Eddie Lancer a su trabajo. Se lo conté todo y él se quedó sentado allí moviendo la cabeza y riéndose. Cuando terminé, dijo, casi admirado:

—Sabes, voy de sorpresa en sorpresa. Creía que eras el tipo más honrado del mundo después de tu hermano Artie.

Le conté a Eddie Lancer lo de los sobornos, cómo me había convertido en un delincuente de tres al cuarto, y cómo esto me había hecho sentirme mejor psicológicamente. En cierto modo, había descargado así gran parte de la amargura que sentía. El rechazo de mi novela por el público, la monotonía de mi vida, su fracaso básico, el haber sido siempre, en realidad, desgraciado.

Lancer me miraba con una sonrisilla.

—Y yo que creía que eras el tipo menos neurótico que había conocido —dijo—. Un matrimonio feliz, hijos, una vida segura, un trabajo. Estás escribiendo otra novela. ¿Qué más quieres?

—Necesitaré un trabajo —le dije.

Eddie Lancer se lo pensó un momento. Curiosamente, yo no sentía el menor embarazo por acudir a él.

—Te diré de modo confidencial que me voy de aquí dentro de unos seis meses —dijo—. Pondrán a otro editor en mi lugar. Le diré a mi sucesor que te dé trabajo y lo hará porque me debe un favor. Le diré que te dé trabajo suficiente para que puedas vivir de ello.

—Eso sería estupendo —dije.

Luego Eddie añadió, animosamente:

—Hasta entonces, yo puedo cargarte de trabajo. Relatos de aventuras, algo de basura romántica y algunas críticas de libros que suelo hacer yo. ¿De acuerdo?

—Por supuesto —dije—. ¿Cuándo calculas que acabarás tu libro?

—En un par de meses —dijo Lancer—. ¿Y tú?

Era una pregunta que me molestaba siempre. La verdad era que yo sólo tenía un esquema de novela, de una novela que quería escribir sobre un crimen famoso de Arizona. Pero no había escrito nada. Había presentado el esquema a mi editor, pero él se había negado a darme un anticipo. Dijo que era el tipo de novela que no daría dinero porque trataba del rapto de un niño que acaba asesinado. No habría la menor simpatía por el raptor, que era el héroe del libro. Yo perseguía otro
Crimen y castigo
, y esto había asustado al editor.

—Trabajo en ella —dije—. Pero aún me queda mucho. Lancer sonrió comprensivo.

—Eres un buen escritor —dijo—. Harás algo grande un día. No te preocupes.

Hablamos un rato más sobre escribir y sobre libros. Los dos estábamos de acuerdo en que éramos mejores novelistas que la mayoría de los famosos que estaban haciendo fortuna en las listas de éxitos. Cuando me fui, me sentía contento y seguro. Siempre que hablaba con Lancer me ocurría lo mismo. Por alguna razón, era una de las pocas personas con las que me sentía a gusto, y, como sabía que era un individuo listo e inteligente, su buena opinión sobre mi talento me animaba.

Y así, todo había salido del mejor modo posible. Podía escribir durante todo el día y podía llevar una vida honrada. Había eludido la cárcel y en unos meses estaría instalado en una casa propia. Por primera vez en mi vida. Quizás un pequeño delito compense.

Dos meses después, me trasladé a mi nueva casa de Long Island. Cada niño tenía su dormitorio. Teníamos tres baños y un cuarto de lavandería especial. No tendría ya que bañarme con ropa tendida goteándome en la cara. No tendría ya que esperar que los niños terminaran. Disponía del inmenso lujo de la intimidad. Tenía un cubil propio para escribir, jardín propio, un césped propio. Estaba separado de las otras personas. Aquello era el paraíso. Y, sin embargo, era algo que muchísimas personas daban por supuesto.

Y lo más importante de todo era que tenía la sensación de que mi familia estaba segura. Habíamos dejado atrás a los pobres y a los desesperados. Jamás nos alcanzarían, sus desgracias nunca provocarían la nuestra. Mis hijos jamás serían huérfanos.

Un día, sentado en el porche trasero, me di cuenta de que era completamente feliz, quizá más feliz de lo que volviera a serlo en mi vida. Y eso me fastidiaba un poco. Si era un artista, ¿por qué me hacían tan feliz placeres tan vulgares, una mujer a la que amaba, hijos que me encantaban, una casita en una zona aceptable de la ciudad? Había algo cierto: no era ningún Gauguin. Quizá por eso no escribiese. Era demasiado feliz. Y sentí un resquemor de resentimiento contra Valerie. Me tenía atrapado. Dios mío.

Pero aun así, me sentía feliz. Todo iba tan bien. Y el placer que me proporcionaban mis hijos era tan vulgar. Eran tan repugnantemente «lindos». Cuando mi hijo tenía cinco años, le llevé a dar un paseo por la calle y de pronto saltó un gato de un sótano y cayó casi literalmente delante nuestro. Mi hijo se volvió a mí y me dijo:

—¿Es eso un «gato escaldado»?

Cuando se lo conté a Vallie, se emocionó y quería mandar la historia a una de esas revistas que pagan por anécdotas divertidas de este género. Mi reacción fue distinta. Me pregunté si uno de sus amigos le habría ridiculizado diciéndole que era un gato escaldado y a él le había desconcertado aquello más por lo que pudiera significar la frase que por el insulto. Pensé entonces en todos los misterios del lenguaje y en las experiencias con que mi hijo se enfrentaba por primera vez. Y envidié la inocencia de la niñez, lo mismo que le envidiaba la suerte de tener padres a quienes poder decir aquello y que se preocupasen por él.

Y recuerdo un día que habíamos ido en familia a dar un paseo por la Quinta Avenida, un domingo por la tarde, en que Valerie miraba los escaparates contemplando vestidos que jamás podría comprarse. De pronto, vimos venir hacia nosotros a una mujer como de un metro de altura pero elegantemente vestida con un chaquetón de ante y una blusa blanca de frunces y una falda oscura de cuadros escoceses. Mi hija tiró de la manga de Valerie, señaló a la enana y dijo:

—¿Qué es eso, mamá?

Valerie se quedó horrorizada. Le aterraba siempre herir los sentimientos de alguien. Hizo callar a la niña hasta que la mujer pasó. Luego le explicó que se trataba de una de esas personas que no crecían nunca. Mi hija no captó muy bien la idea. Por fin preguntó:

—Quieres decir que no creció. ¿Entonces es una señora mayor como tú?

Valerie me sonrió:

—Sí, cariño —dijo—. Pero no pienses más en eso. Eso les pasa a muy pocas personas.

Aquella noche en casa, mientras les contaba un cuento a mis hijos antes de mandarles a la cama, mi hija parecía ensimismada, no me escuchaba. Le pregunté qué pasaba. Entonces, con los ojos muy abiertos, dijo:

—Papá, ¿soy una niña pequeña o una señora mayor que no creció?

Sabía que había millones de personas que podían contar historias como éstas de sus hijos, que todo era terriblemente vulgar. Y, sin embargo, no podía evitar la sensación de que el compartir la vida de mis hijos me enriquecía. Que la estructura de mi vida se componía de aquellas cosas pequeñas que parecían no tener la menor importancia.

Más sobre mi hija: Una noche estábamos cenando y consiguió enfurecer a Valerie portándose muy mal. Le tiró comida a su hermano, volcó deliberadamente un vaso y luego, una salsera.

—Como hagas otra cosa más te mato —le gritó Valerie.

Era un decir, por supuesto. Pero la niña la miró fijamente y preguntó:

—¿Tienes pistola?

Fue divertido, porque ella estaba convencida de que su madre no podía matarla si no tenía pistola. Nada sabía aún de guerras y pestes, de violadores y asesinos, de accidentes de automóvil y desastres aéreos; de palizas, cáncer, venenos; de las personas a las que tiran por una ventana. Valerie y yo nos echamos a reír, y Valerie dijo:

—Claro que no tengo pistola, no seas tonta.

Y la expresión preocupada desapareció de la cara de la niña.

Observé que Valerie no volvió a hacer ningún tipo de comentario parecido.

Valerie también me asombraba a veces. Con el paso de los años, era cada vez más católica y más conservadora. Nada quedaba ya de la chica bohemia de Greenwich Village que había querido ser escritora. En la urbanización donde habíamos vivido no estaban permitidos los animales domésticos, y Vallie jamás me dijo que le gustaran. Pero ahora que teníamos casa propia, compró un perrito y un gato. Lo que no me gustó gran cosa, aunque los niños formaban un cuadro perfecto jugando con ellos en el césped. La verdad es que a mí nunca me habían gustado los perros ni los gatos. Eran casi caricaturas de huérfanos.

Yo era
demasiado
feliz con Valerie. No tenía entonces la menor idea de lo raro y lo valioso que era esto. Y ella era la madre perfecta para un escritor. Cuando se caían los niños y había que ponerles puntos, nunca se asustaba ni se molestaba. No le importaba hacer todas las tareas que normalmente hace un hombre en la casa y que yo no tenía paciencia para hacer. Ahora sus padres vivían sólo a media hora de distancia. Y muchas tardes y fines de semana, cogía a los niños, los metía en el coche y se iba allí sin siquiera preguntarme si quería acompañarles. Sabía que me fastidiaban aquellas visitas y que podía aprovechar el tiempo en el que me quedaba solo para trabajar en mi libro.

Pero, por alguna razón, tenía pesadillas. Quizá por su formación católica. Por la noche, tenía que despertarla porque daba grititos desesperados y gemía aun estando completamente dormida. Una noche, la vi tan asustada que la estreché entre mis brazos y le pregunté qué le pasaba, qué soñaba; ella me susurró:

—Nunca me digas que me estoy muriendo.

Esto me asustó muchísimo. Tuve visiones de ella yendo al médico y recibiendo malas noticias. Pero a la mañana siguiente, cuando le pregunté sobre el asunto, no recordaba nada. Y cuando le pregunté si había ido al médico, se echó a reír.

—Es mi formación religiosa —dijo—. Supongo que lo que me preocupa es ir al infierno.

Durante dos años, escribí artículos para las revistas, vi crecer a mis hijos, tan feliz en mi matrimonio que casi me repugnaba. Valerie visitaba mucho a su familia y yo pasaba mucho tiempo en mi estudio escribiendo, así que no nos veíamos mucho. Tenía por lo menos tres encargos por mes de las revistas, y trabajaba al mismo tiempo en una novela que esperaba me hiciese rico y famoso. La novela del rapto y el asesinato era mi entretenimiento; las revistas eran el modo de ganarme el pan. Calculaba que tardaría otros tres años en terminar el libro, pero no me importaba. Leía la creciente pila del manuscrito siempre que me quedaba solo. Y era maravilloso ver crecer a los niños y ver a Valerie cada vez más feliz y contenta y con menos miedo a morir.

Pero nada perdura. No perdura porque uno no quiere que perdure, creo. Si todo es perfecto, buscas problemas.

Después de vivir dos años en la nueva casa, escribiendo diez horas al día, yendo al cine una vez al mes, leyendo todo lo que caía en mis manos, agradecí la llamada de Eddie Lancer invitándome a cenar con él en la ciudad. Vería Nueva York de noche por primera vez en dos años. Iba siempre, a las revistas, para charlar con los editores, durante el día, y siempre volvía a casa para cenar. Valerie se había convertido en una gran cocinera, y yo no quería perderme la velada con los niños ni mi ratito de trabajo a última hora, para cerrar el día.

Pero Eddie Lancer acababa de regresar de Hollywood, y me prometió una excelente cena y muchas noticias. Me preguntó, como siempre, qué tal iba mi novela. Siempre me trataba como si supiese que yo iba a ser un gran escritor, y eso me entusiasmaba. Era una de las pocas personas que parecían tener una verdadera bondad sin mezcla de egoísmo. Y podía ser muy divertido, de un modo que a mí me parecía envidiable. Me recordaba a Valerie cuando escribía relatos en la Escuela Nueva. Valerie tenía esta cualidad escribiendo y, a veces, en la vida cotidiana. Surgía de cuando en cuando, incluso ahora. Así que le dije a Eddie que tenía que ir a las revistas al día siguiente a recoger trabajo y que podríamos cenar juntos después.

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