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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

Los tontos mueren (36 page)

—Ninguno de ellos sabía utilizar el idioma. Salvo Flaubert. Que no es nada del otro mundo. Y no es que los norteamericanos sean mucho mejores. Ese mierda de Dreiser no sabe siquiera lo que significan las palabras. Es un analfabeto, de veras. Un jodido aborigen. Otras novecientas páginas de grano en el culo. Ninguno de esos mierdas conseguiría publicar hoy y, si lo hiciese, los críticos le machacarían. Amigo, esos tipos estaban como querían. No tenían competencia.

Hizo una pausa, suspiró pesadamente, y luego continuó:

—Merlyn, muchacho, los escritores como nosotros somos una especie que agoniza. Hay que buscar otra cosa, hacer mierdas para la televisión, hacer cine. Y eso puedes hacerlo con un dedo metido en el culo.

Luego, agotado, se tendió en el sofá que tenía en la oficina para la siesta de la tarde.

Intenté animarle un poco.

—Eso podría ser una gran idea para un artículo en
Esquire
—dije—. Coger unos seis clásicos y cargárselos. Como el artículo que escribiste sobre novelistas modernos.

Osano se echó a reír.

—Ay, demonios, qué divertido fue eso. Estaba bromeando y utilizándolos sólo como un juego de poder para pasar el rato y todo el mundo se enfadó. Pero resultó. Me engrandeció a mí y les empequeñeció a ellos. Y ése es el juego literario. Sólo que esos tontos del culo no lo saben. Se pasan la vida meneándosela en sus torres de marfil y creen que con eso basta.

—Esto sería fácil —dije—. Aunque, claro, los profesores se lanzarían sobre ti.

Osano empezaba a interesarse. Se levantó del sofá y se acercó a la mesa.

—¿Qué clásicos odias más?


Silas Marner
—dije—. Y aún lo enseñan en las escuelas.

—La tortillera de George Eliot —dijo Osano—. Los profesores aún están enamorados de ella. Bien. Ese. Yo el que más odio es
Ana Karenina
. Tolstoi es mejor que Eliot. A Eliot ya nadie le hace caso, pero los profesores se pondrán a dar voces cuando me cargue a Tolstoi.

—¿Dickens? —dije.

—Un candidato —dijo Osano—. Pero no
David Copperfield
. Debo confesar que me encanta ese libro. Un tipo realmente curioso, ese Dickens. No puedo soportarle, sin embargo, en el aspecto sexual. Era un jodido hipócrita. Y escribió mucha mierda. Toneladas.

Empezó a hacer la lista. Tuvimos la decencia de respetar a Flaubert y a Jane Austen. Cuando le sugerí
Werther
de Goethe me dio una palmada en la espalda y lanzó un grito.

—El libro más ridículo que se ha escrito. Lo convertiré en una hamburguesa alemana —dijo.

Por fin, compusimos esta lista:

Silas Marner

Ana Karenina

Werther

Dombey e hijo

La carta escarlata

Lord Jim

Moby Dick

Proust
(todo)

Hardy
(cualquier cosa)

—Necesitamos uno más para los diez —dijo Osano.

—Shakespeare —sugerí.

Osano meneó la cabeza.

—Aún me encanta Shakespeare. Sabes, resulta irónico. Escribió por dinero. Escribió deprisa, y fue todo un ignorante. Y sin embargo nadie ha podido llegar a su altura todavía. Le importaba un pito que lo que escribiese fuese cierto o no con tal de que fuese bello o conmovedor. ¿Qué te parece lo de «no es amor el amor que se altera cuando alteración halla»? Y podría darte toneladas de ejemplos. Pero es demasiado grande, aunque siempre me ha fascinado ese jodido farsante de Macduff y también ese imbécil de Otelo.

—Aún necesitas uno más.

—Sí —dijo Osano, sonriendo muy satisfecho—. Veamos. Dostoievski. Ése es el tipo. ¿Qué te parece
Los hermanos Karamazov
?

—Te deseo suerte —dije.

—A Nabokov le parece una mierda —dijo Osano pensativo.

—Le deseo suerte también —dije.

Así pues, estábamos atascados, y Osano decidió conformarse con nueve. En realidad, daba igual nueve que diez. De todos modos, me sorprendió que no pudiésemos dar con diez.

Escribió el artículo aquella noche y se publicó dos meses después. Era un artículo inteligente y ofensivo, y deslizaba en él alusiones a la gran novela que estaba escribiendo, que no tendría ninguno de los defectos de esos clásicos y los sustituiría a todos.

El artículo levantó gran escándalo, y hubo respuestas por todo el país atacándole y atacando la novela que estaba haciendo, que era precisamente lo que él quería. Era un tramposo de primera clase. Cully se habría sentido orgulloso de él. Tomé nota mentalmente de que debía ponerlos en contacto algún día.

En seis meses, me convertí en el brazo derecho de Osano. El trabajo me encantaba. Leía muchos libros, tomaba notas de ellos y se las pasaba a Osano para que pudiese distribuirlos entre los críticos autónomos de que nos servíamos. Nuestras oficinas eran un océano de libros; estábamos inundados por ellos, tropezábamos con ellos, cubrían nuestras mesas y sillas. Eran como esas masas de hormigas y gusanos que cubren el cadáver de un animal. Siempre había amado y reverenciado los libros, pero pude entender entonces el desprecio y el desdén de algunos críticos e intelectuales; no eran más que los criados de los héroes.

Pero la lectura me encantaba, sobre todo tratándose de novelas y biografías. No era capaz de entender los libros de ciencia o de filosofía ni a los críticos más eruditos, así que estos textos Osano se los pasaba a otros ayudantes especializados. Lo que más placer le producía era encargarse de los grandes críticos literarios que publicaban un libro, a los que solía machacar. Cuando llamaban o escribían protestando, él les contestaba que «atacaba la jugada no al jugador», lo que les enfurecía aún más. Pero como siempre tenía en el pensamiento su premio Nobel, trataba a ciertos críticos con gran respeto, concedía mucho espacio a sus artículos y a sus libros. Pero tales excepciones eran muy pocas. Odiaba en especial a los novelistas ingleses y a los filósofos franceses. Y sin embargo, con el paso del tiempo, pude darme cuenta de que el trabajo le resultaba odioso y lo eludía al máximo posible.

Utilizaba, por otra parte, su posición del modo más desvergonzado. Las chicas de relaciones públicas de las editoriales pronto aprendieron que si tenían un libro interesante del que querían una crítica, no tenían más que llevarse a Osano a comer y contarle cosas. Si las chicas eran jóvenes y guapas, él se ponía a bromear y les hacía entender, de modo amable, que cambiaría gustoso un espacio de la revista por un polvo. Y no se andaba por las ramas en esto. Lo que para mí resultaba sorprendente. Yo creía que eso sólo pasaba en el mundo del cine. Usaba las mismas técnicas con las mujeres que hacían recensiones de libros y venían a pedir trabajo. Tenía un gran presupuesto y encargábamos muchas críticas, que pagábamos aunque nunca se utilizasen. Y él mismo cumplía sus compromisos. Si la otra parte hacía lo prometido, él correspondía con toda justicia. Cuando llegué, tenía toda una cadena de chicas que tenían acceso a la revista literaria más influyente de Norteamérica en base a su generosidad sexual. Me divertía el contraste que había entre esto y el alto tono moral e intelectual de la revista.

A veces me quedaba con él en la oficina hasta tarde, cuando teníamos que terminar un trabajo, y luego salíamos a cenar y a echar un trago. Y él tenía que buscarse siempre algún plan. Quería buscarme plan a mí también, pero yo siempre le decía que estaba casado y que era muy feliz con mi mujer. Esto pasó a convertirse en una broma habitual.

—¿Aún no estás cansado de acostarte con tu
mujer
? —me preguntaba.

Igual que Cully. No le contestaba, me limitaba a ignorarle. No era asunto suyo. Entonces, él meneaba la cabeza y decía:

—Eres la décima maravilla del mundo. Cien años casado y aún te gusta joder con tu esposa.

A veces le lanzaba una mirada furiosa y él decía, citando a algún escritor a quien yo nunca había leído:

—No hace falta ser ningún malvado. El tiempo es suficiente enemigo.

Era su cita preferida, la utilizaba muy a menudo.

Trabajando allí conseguí una visión del mundo literario. Siempre había soñado formar parte de él. Lo consideraba un mundo en el que nadie disputaba por dinero ni actuaba condicionado por él. Pensaba que, puesto que aquéllos eran quienes creaban los héroes de los libros que amaba, tenían que ser iguales a ellos. Y, por supuesto, descubrí que eran lo mismo que los demás hombres, sólo que más locos. Descubrí que Osano odiaba también a toda aquella gente. Y se dedicaba a adoctrinarme.

—La única persona especial es el novelista —me decía—.

No es como esos mierdas que escriben relatos ni como los guionistas de cine y los poetas y los dramaturgos, y esos jodidos periodistas literatos de peso ligero. Son sólo fachada. Sin contenido. No tienen hueso. Y hay que dar sustancia y contenido para escribir una novela.

Se quedó un rato cavilando y luego escribió algo en un papel, de lo que deduje que en el número del domingo siguiente habría un ensayo sobre el tema.

Otras veces, se ponía a vociferar por lo mal escrito que estaba el suplemento. La circulación bajaba, y acusaba de ello a la torpeza de los críticos.

—Esos cabrones son muy listos, por supuesto, tienen muchas cosas interesantes que decir. Pero no saben escribir una frase decente. Son como tartamudos. Te rompes la crisma intentando seguir lo que dicen.

Osano publicaba todas las semanas un ensayo suyo en la segunda página. Su estilo era inteligente y agudo; enfocaba las cosas de modo que pudiese crearse el mayor número posible de enemigos. Una semana publicó un ensayo en favor de la pena de muerte. Indicaba que en cualquier referéndum nacional se aprobaría la pena de muerte por un margen de votos abrumador. Que sólo la clase elitista, los lectores de la revista, había conseguido paralizar la pena de muerte en los Estados Unidos. Afirmaba que todo era una conspiración de las capas superiores del gobierno. Una maniobra política para dar, a los delincuentes y a los individuos abrumados por la pobreza, licencia para robar, asaltar, violar y asesinar a las clases medias. Que esto era un desahogo que se concedía a las clases bajas para que no se hicieran revolucionarias. Que las capas superiores del gobierno habían calculado que así sería menor el coste. Y los elitistas vivían en barrios seguros, enviaban a sus hijos a colegios privados, contrataban fuerzas de seguridad particulares, y así estaban a cubierto de la venganza del proletariado.

Se burlaba de los liberales, que decían que la vida humana era sagrada y que la política de matar a los ciudadanos tenía unos efectos embrutecedores sobre la humanidad en general. Según él, éramos sólo animales y no debía tratársenos mejor que a los elefantes que ejecutaban en la India por matar a un ser humano. De hecho, decía, el elefante ejecutado poseía más dignidad y tenía derecho a un cielo superior al de los asesinos enloquecidos por la heroína, a quienes se soltaba para que asesinaran a más ciudadanos de clase media. Al abordar la cuestión de si la pena de muerte era un freno, indicaba que los ingleses eran el pueblo más respetuoso de la ley de toda la tierra, y que en Inglaterra los policías ni siquiera llevaban armas. Y atribuía esto exclusivamente al hecho de que los ingleses ejecutaban a niños de ocho años por robar pañuelos de encaje todavía en el siglo diecinueve. Y luego admitía que, aunque esto hubiese barrido el crimen y protegido la propiedad, había convertido al final a los miembros más enérgicos de las clases trabajadoras en animales políticos en vez de delincuentes, y había llevado así el socialismo a Inglaterra. Hubo una afirmación que enfureció especialmente a los lectores de Osano: «No sabemos si la pena capital es un freno, pero sabemos que los hombres que ejecutamos no matarán más».

Terminaba el ensayo felicitando a los dirigentes de Norteamérica por haber tenido la inteligencia suficiente para dar a sus clases inferiores licencia para robar y matar con el fin de que no se convirtiesen en revolucionarios políticos.

Era un ensayo ofensivo, pero estaba tan bien escrito que todo parecía la mar de lógico. Llegaron centenares de cartas de protesta de los pensadores sociales más famosos e importantes de nuestra clientela de intelectuales liberales. El director recibió una carta especial, escrita por una organización de izquierdas, que firmaban los escritores más importantes de Norteamérica, en la que se pedía que se privase a Osano de la dirección del suplemento. Osano publicó la carta en el número siguiente. Aún era demasiado famoso para que le echaran. Todo el mundo esperaba que terminase su «gran» novela. La que le aseguraría el premio Nobel.

A veces, al entrar en su oficina, le veía escribiendo en largas hojas amarillas, que metía en el cajón cuando yo entraba. Sabía que aquélla era la famosa novela. Nunca le pregunté por ella y él nunca me comentó nada espontáneamente.

Unos meses después, volvió a meterse en líos. Escribió un artículo de dos páginas en el suplemento, en el que citaba estudios para demostrar que los estereotipos quizá fuesen ciertos. Que los italianos eran criminales natos, los judíos los mejores haciendo dinero y tocando el violín y estudiando medicina, y, lo peor de todo, los que con mayor frecuencia ingresaban a sus padres en asilos de ancianos. Luego citaba otros estudios para demostrar que los irlandeses eran unos borrachos debido quizás a alguna deficiencia química desconocida, o a algún problema dietético, o al hecho de que probablemente fuesen homosexuales reprimidos. Y así sucesivamente. Esto provocó un verdadero escándalo. Pero no detuvo a Osano.

En mi opinión, se estaba volviendo loco. Una semana copó la primera página con una crítica que había escrito sobre un libro de helicópteros. Aún seguía con aquella chifladura. Los helicópteros sustituirían al automóvil, y cuando esto pasase, todos los millones de kilómetros de autopista se destruirían y pasarían a ser tierras de labor. El helicóptero ayudaría a resucitar la estructura nuclear de las familias porque con él sería más fácil visitar a parientes lejanos. Estaba convencido de que el automóvil se quedaría anticuado. Esto quizá se debiese a que odiaba los coches. Para ir los fines de semana a los Hamptons, alquilaba siempre un hidroavión o un helicóptero especial.

Afirmaba que con unos cuantos adelantos técnicos más, el helicóptero sería tan fácil de manejar como un automóvil. Indicaba que el cambio automático había permitido conducir a millones de mujeres. Y este comentario provocó las iras de los grupos de liberación femenina. Y agravó aún más las cosas el que esa misma semana se hubiese publicado un serio estudio sobre Hemingway, obra de uno de los ensayistas más respetados de Norteamérica. Este autor tenía una poderosa red de amigos influyentes y había dedicado diez años a aquel estudio. Obtuvo críticas en primera página en todas las publicaciones salvo en la nuestra. Osano le dedicó tres columnas, en vez de una página completa, en la página cinco. A finales de aquella semana, el director jefe le mandó llamar y Osano se pasó tres horas en la gran oficina de la última planta, explicando su actuación. Bajó sonriendo, y me dijo alegremente:

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