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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

Los tontos mueren (16 page)

Me encogí de hombros. No entendía sus delicadas instrucciones morales.

—Son todos una pandilla de niños llorones —decía Frank—. ¿Por qué demonios no pueden ir y hacer dos años de servicio al país en vez de este cuento de los seis meses? Tú y yo luchamos en la guerra, combatimos por nuestro país y no tenemos un dólar. Somos pobres. En cambio a esos tipos el país les ha tratado magníficamente. Sus familias son todas ricas. Tienen buenos trabajos, grandes futuros. Y los muy cabrones ni siquiera hacen el servicio. Me sorprendía su furia, normalmente era un tipo muy tranquilo, no hablaba mal de nadie. Y me di cuenta de que su patriotismo era auténtico. Como sargento de la reserva, era terriblemente honrado, sólo como funcionario civil era un sinvergüenza.

En los meses siguientes, no tuve problema para crearme una clientela. Hice dos listas: una era la lista de espera oficial; la otra era mi lista particular. Procuraba no ser codicioso. Utilizaba diez plazas para los clientes de pago y otras diez para la lista oficial. Y me ganaba tranquilamente mi billete de mil al mes. De hecho, mis clientes empezaron a pujar y pronto el precio pasó a ser de trescientos dólares. Me sentía culpable cuando llegaba un pobre chico que yo sabía que jamás se abriría paso en la lista oficial antes de que le reclutaran. Tanto me fastidiaba esto, que al final deseché por completo la lista oficial. Incluía diez de pago y diez afortunados que no pagaban nada. En suma, ejercitaba el poder, algo que siempre había pensado que nunca haría. Y no era malo aquello, no.

Yo no lo sabía, pero estaba creando un cuerpo de amigos en mis unidades que más tarde me ayudarían a salvar el pellejo. Establecí además otra regla. Todo el que fuese artista, escritor, actor, o director teatral, pasaba gratis. Era una especie de compensación porque yo ya no escribía, no sentía deseos de escribir y también por ello me sentía culpable. En realidad, estaba amontonando culpa al mismo ritmo que amontonaba dinero. E intentaba expiar mi culpa al modo norteamericano típico: haciendo buenas obras.

Frank me reñía por mi falta de instinto comercial. Era demasiado buen chico, tenía que ser más duro porque si no todos se aprovecharían de mí. Pero se equivocaba. No era tan buen chico como él y los demás creían.

Porque yo miraba al futuro. Bastaba utilizar un mínimo de inteligencia para saber que aquel asunto acabaría descubriéndose algún día. Había demasiada gente implicada. Cientos de civiles con trabajos como el mío estaban recibiendo sobornos. Miles de reservistas quedaban alistados en el programa de seis meses tras pagar una cuota sustancial. Esto era algo que aún me divertía, todo el mundo pagando para entrar en el ejército.

Un día, vino un hombre de unos cincuenta años con su hijo. Era un próspero hombre de negocios y su hijo un abogado que empezaba entonces a ejercer como tal. El padre tenía un montón de cartas de políticos. Habló con el comandante y luego vino otra vez la noche de la reunión de la unidad y se entrevistó con el coronel de la reserva. Todos fueron muy correctos con él, pero me lo enviaron a mí con la mierda habitual de la cuota. Así que el padre vino con su hijo a mi despacho a poner el nombre del chico al final de la lista de espera oficial. Se llamaba Hiller y su hijo Jeremy.

El señor Hiller estaba en el negocio del automóvil, tenía una agencia de distribución de Cadillacs. Hice que su hijo rellenara el cuestionario habitual y charlamos. El chico no decía nada, parecía embarazado.

—¿Cuánto tiene que esperar en esa lista? —preguntó el señor Hiller.

Me retrepé en mi silla y le di la respuesta habitual:

—Seis meses —dije.

—Le alistarán antes —dijo el señor Hiller—. Le agradecería que hiciese usted lo posible por ayudarme.

Le di la respuesta habitual:

—Soy sólo un empleado —dije—. Las únicas personas que pueden ayudarle son los oficiales con quienes ya habló usted. O podría usted probar con un congresista.

Me dirigió una larga y astuta mirada y luego sacó su tarjeta:

—Si necesita usted comprar un coche, vaya a verme, se lo daré a precio de coste.

Miré su tarjeta y me eché a reír.

—El día que pueda comprarme un Cadillac —dije— ya no tendré que trabajar aquí.

El señor Hiller esbozó una sonrisa amable y cordial.

—Supongo que tiene razón —dijo—, pero si pudiese usted ayudarme, de veras que se lo agradecería.

Al día siguiente, recibí una llamada del señor Hiller. Tenía la falsa cordialidad de esos vendedores que son verdaderos artistas del engaño. Me preguntó por mi salud, cómo me iba, y comentó el buen tiempo que hacía. Y luego dijo que le había impresionado mucho mi cortesía, tan insólita en un empleado del gobierno que trata con el público. Tanto le había impresionado y tan lleno de gratitud se sentía que cuando se enteró de que estaba a la venta un Dodge de un año, lo había comprado y quería vendérmelo a precio de coste. ¿Aceptaría comer con él para hablar del asunto?

Le dije que no podía comer con él, pero que me pasaría por su negocio cuando saliera del trabajo. Su negocio estaba en Roslyn, Long Island, a no más de media hora de mi urbanización del Bronx. Y cuando llegué allí aún era de día. Aparqué mi coche y recorrí aquello mirando los Cadillacs acosado por codicia burguesa. Los Cadillacs eran hermosos, largos, gráciles y potentes; unos de oro bruñido, otros de blanco crema, azul oscuro, rojo bomba de incendios. Miré los interiores y contemplé el lujoso tapizado, los magníficos asientos. Nunca me había ocupado gran cosa de los coches, pero en aquel momento deseaba un Cadillac con todas mis fuerzas.

Me dirigí al largo edificio de ladrillo y pasé ante un Dodge azul huevo de petirrojo. Era un coche muy bonito que me habría encantado si no hubiese visto todos aquellos Cadillacs. Miré el interior. El tapizado daba una sensación cómoda, una sensación de confort, pero no de opulencia. Mierda.

En resumen, yo estaba reaccionando a la manera del clásico ladrón nuevo rico. Me había pasado algo muy extraño en los últimos meses. Me sentí mal cuando acepté el primer soborno. Creía que pensaría menos en mí mismo. Me había sentido siempre muy orgulloso de no mentir nunca. Entonces, ¿por qué disfrutaba tanto de mi papel como estafador de baja estofa?

La verdad era que me había convertido en un hombre feliz porque me había convertido en un traidor a la sociedad. Me encantaba recibir dinero por traicionar la confianza depositada en mí como funcionario del gobierno. Me encantaba estafar a los muchachos que venían a verme. Engañaba y disimulaba con auténtica fruición. Algunas noches, en la cama, despierto, trazando nuevos planes, me preguntaba sobre el significado de aquel cambio que se había producido en mi persona. Y consideraba que estaba tomando venganza por haber sido rechazado como artista, que estaba compensando mi triste herencia como huérfano. Mi completa falta de éxito mundano. Y mi inutilidad general en el esquema global de las cosas. Por fin había encontrado algo que era capaz de hacer bien; por fin podía mantener con éxito a mi mujer y a mis hijos. Y, curiosamente, pasé a ser mejor marido y mejor padre. Ayudaba a los críos a hacer los deberes. Ahora que había dejado de escribir, tenía más tiempo para Vallie. Íbamos al cine, podía pagar a alguien que cuidase a los niños y el precio de la entrada. Le compraba regalos. Conseguí incluso un par de encargos para una revista y los hice con la mayor facilidad. A Vallie le expliqué que todo aquel dinero procedía de mis colaboraciones en la revista.

Era pues un felicísimo ladrón, aunque en el fondo sabía que llegaría el día de rendir cuentas. En consecuencia, rechacé toda idea de comprarme un Cadillac y decidí conformarme con el Dodge azul huevo de petirrojo.

El señor Hiller tenía una oficina grande con fotografías de su mujer y de sus hijos en la mesa escritorio. No había ninguna secretaria y supuse que era porque el tal señor Hiller había sido lo bastante listo para librarse de ella y que no me viera. Me gustaba tratar con gente lista. Los tontos me daban miedo.

El señor Hiller me hizo sentarme y me dio un puro. Volvió a preguntarme por mi salud. Luego, pasó a cosas más concretas.

—¿Vio usted el Dodge azul? Bonito coche. Está en perfectas condiciones. Puedo dárselo a muy buen precio. ¿Qué coche tiene usted ahora?

—Un Ford del cincuenta —dije.

—Puede usted darlo como entrada —dijo el señor Hiller—. El Dodge le costaría quinientos dólares al contado y su coche.

No hice ningún gesto. Saqué los quinientos billetes de la cartera y dije:

—Trato hecho.

El señor Hiller pareció algo sorprendido.

—Supongo que podrá ayudar a mi hijo —le preocupaba realmente un poco la posibilidad de que yo no hubiese entendido.

Y a mí me asombró de nuevo lo mucho que disfrutaba con estas pequeñas transacciones. Sabía que le tenía atrapado. Que podía sacarle el Dodge sólo con darle mi Ford. En realidad estaba ganando unos mil dólares en el trato, aunque le pagase los quinientos. Pero no quería ser simplemente un ladrón. Aún tenía mi pizca de Robin Hood. Aún me consideraba un tipo que cogía el dinero de los ricos sólo a cambio de darles un equivalente de su valor. Pero lo que más me satisfacía era la preocupación que se dibujaba en su rostro al pensar que yo no me había dado cuenta de que se trataba de un soborno. Así que dije, muy pausadamente, sonriendo, con la mayor naturalidad:

—Su hijo estará incluido en el programa de seis meses en el plazo de una semana.

La cara del señor Hiller reflejó alivio y un nuevo respeto.

—Firmaremos todos los documentos esta noche —dijo—, me cuidaré de todo. No habrá ningún problema.

Se inclinó para darme la mano.

—He oído hablar de usted —añadió—. Todo el mundo le tiene en gran estima.

Me sentí complacido. Por supuesto, sabía lo que quería decir. Que tenía buena reputación como estafador honrado. Después de todo, era algo. Era un triunfo.

Mientras los empleados preparaban la documentación, el señor Hiller se puso a hablar conmigo, intentando enterarse de cosas. Quería saber si actuaba solo o si en el asunto participaban también el comandante y el coronel; era listo; su experiencia como comerciante, supongo. Primero me felicitaba por lo listo que era, lo deprisa que lo captaba todo. Luego, empezó a hacerme preguntas. Le preocupaba que los dos oficiales recordasen a su hijo. ¿No tenían ellos que tomar juramento a su hijo para que se incorporase al programa de seis meses? Sí, era cierto, dije.

—¿No le recordarán? —dijo el señor Hiller—. ¿No le preguntarán por qué subió tan de prisa en la lista?

Tenía cierta razón pero no del todo.

—¿Le he hecho yo preguntas sobre el Dodge? —pregunté.

El señor Hiller sonrió cordialmente.

—Claro, claro —dijo—. Usted conoce su negocio. Pero es mi hijo, sabe. No quiero que se vea metido en líos por culpa mía.

Mi pensamiento empezó a vagar. Pensaba en lo contenta que se pondría Vallie cuando viese el Dodge azul: el azul era su color favorito y estaba harta del viejo Ford destartalado.

Me obligué a mí mismo a pensar en lo que me planteaba el señor Hiller. Recordé que su Jeremy llevaba el pelo largo y un traje de buen corte, con chaleco, camisa y corbata.

—Dígale a Jeremy que se corte el pelo y lleve ropa deportiva cuando yo le llame a la oficina. No le recordarán.

El señor Hiller pareció vacilar.

—A Jeremy le fastidiará mucho —dijo.

—Pues entonces que no lo haga —dije—. No me gusta decir a la gente que haga lo que no le gusta hacer. Yo me cuidaré de todo.

Me sentía algo impaciente.

—De acuerdo —dijo el señor Hiller—. Lo dejo en sus manos.

Cuando volví a casa con el coche nuevo, Vallie se puso contentísima y la llevé a dar una vuelta con los críos. El Dodge andaba como la seda y pusimos la radio. Mi viejo Ford no tenía radio. Paramos a tomar pizza y soda, lo cual se había convertido en costumbre, aunque pocas veces lo habíamos hecho antes desde que estábamos casados, porque teníamos que controlar los gastos al céntimo. Luego paramos en una confitería y tomamos helado y compré una muñeca para mi hija y juguetes de guerra para los dos chicos. A Vallie le compré una caja de bombones. Me sentía muy bien así, gastando dinero como un príncipe. Fui cantando en el coche a la vuelta, y cuando los críos se acostaron, Vallie hizo el amor conmigo como si yo fuese el Aga Khan y acabase de regalarle un diamante tan grande como el Ritz.

Recordé los tiempos en que tenía que empeñar la máquina de escribir para terminar la semana. Pero aquello había sido antes de escaparme a Las Vegas. Desde entonces, mi suerte había cambiado. Se había acabado el pluriempleo, los dos trabajos. Tenía veinte grandes en reserva en las carpetas de mi viejo manuscrito al fondo del armario. Era un magnífico negocio con el que podía hacerme rico, a menos que el asunto explotase o hubiese un acuerdo a escala mundial por el que las grandes potencias dejasen de gastar tanto dinero en sus ejércitos. Comprendí por primera vez lo que sentían los grandes capitostes de la industria bélica y los generales del ejército. La amenaza de un mundo estabilizado podía arrojarme de nuevo a la pobreza. No era que yo deseara otra guerra, pero no podía evitar reír a carcajadas cuando comprendía que todas mis supuestas actitudes liberales se disolvían en la esperanza de que Rusia y Estados Unidos no llegasen a establecer relaciones cordiales, al menos por un tiempo.

Vallie roncaba un poco, cosa que no me molestaba. Trabajaba mucho con los críos y se cuidaba de la casa y de mí. Pero era curioso que yo tardase tanto en dormirme por muy cansado que estuviese. Ella siempre se dormía antes que yo. A veces, llegaba incluso a levantarme y ponerme a trabajar en mi novela en la cocina y prepararme algo de comer y no volver a la cama hasta las tres o las cuatro. Pero ya no trabajaba en una novela, así que no tenía nada que hacer. Pensé vagamente que debería empezar a escribir otra vez. Después de todo, tenía el tiempo y el dinero necesarios. Pero la verdad es que mi vida me resultaba demasiado emocionante, fingiendo y engañando y aceptando sobornos y, por primera vez en mi vida, gastando dinero en tonterías.

Pero el gran problema era el de encontrar un sitio donde guardar mi dinero de modo permanente. No podía tenerlo en casa. Pensé en mi hermano Artie. Él podía ingresarlo en el banco. Y lo haría si se lo pedía. Pero no podía hacerlo. Era tan puntilloso y honrado. Me preguntaría de dónde había sacado la pasta y tendría que decírselo. Él jamás había hecho nada deshonroso en beneficio propio o de su mujer y sus hijos. Era un hombre verdaderamente íntegro. Lo haría por mí, pero nunca volvería a considerarme igual. Y yo no podía soportarlo. Hay cosas que puedes hacer y cosas que no. Y pedirle a Artie que guardase mi dinero era una de las que no. No sería propio de un hermano ni de un amigo.

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