Aun teniendo todo esto en cuenta, la muerte de Jordan le afectó. Estaba muy furioso con Jordan. Se tomó el suicidio como una ofensa personal. Refunfuñaba por no haber cogido los veinte grandes, pero pude darme cuenta de que en realidad esto no le importaba. Unos cuantos días después, entré en el casino y le encontré jugando al veintiuno como empleado de la casa. Había cogido un trabajo, había dejado el juego. Me parecía imposible que lo hiciese en serio. Pero así era. Para mí fue como si hubiese ingresado en el sacerdocio.
Una semana después de la muerte de Jordan, dejé Las Vegas, pensando que para siempre, y volví a Nueva York.
Cully me acompañó al aeropuerto, donde tomamos café mientras esperaba para subir a bordo. Me sorprendió comprobar que Cully estaba realmente afectado por mi marcha.
—Volverás —dijo—. Todo el mundo vuelve a Las Vegas. Y yo estaré aquí. Lo pasaremos muy bien.
—Pobre Jordan —dije yo.
—Sí —dijo Cully—. No lo entenderé en toda mi vida. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué demonios lo hizo?
—Nunca pareció un hombre de suerte —dije yo.
Nos dimos la mano cuando anunciaron mi vuelo.
—Si tienes algún problema allá, llámame —dijo Cully—. Somos camaradas. Te ayudaré.
Me dio incluso un abrazo.
—Eres un hombre de acción —añadió—. Siempre estarás en movimiento. Así que andarás siempre metido en líos. Llámame.
Yo no creía realmente que Cully fuese sincero. Cuatro años después, él había triunfado y yo estaba metido en un tremendo lío, tenía que comparecer ante un gran jurado. Y cuando llamé a Cully, Cully vino en avión a Nueva York a ayudarme.
Huyendo de la claridad del oeste, el inmenso reactor se deslizó en la oscuridad del este. Yo temía el momento en que el avión aterrizase y tuviese que enfrentarme a Artie. Temía el momento en que me condujese a casa, a la urbanización del Bronx donde mi mujer y mis hijos me esperaban. Había comprado taimadamente regalos para todos, máquinas tragaperras de juguete, un anillo con una perla para Valerie que me había costado doscientos dólares... La chica de la tienda de regalos del Hotel Xanadú quería quinientos, pero Cully consiguió un descuento especial.
De cualquier modo, yo no quería pensar en el momento en que tendría que cruzar el umbral de mi casa y enfrentarme a las caras de mi mujer y mis tres hijos. Me sentía demasiado culpable. Me aterraba la escena por la que tendría que pasar con Valerie. Así que me dediqué a pensar en lo que me había pasado en Las Vegas.
Pensé en Jordan. Su muerte no me inquietaba. No me inquietaba ya, en realidad. Después de todo, sólo nos conocíamos de tres semanas, y de hecho yo no le conocía.
Pero, ¿por qué, me preguntaba, había sido tan conmovedor en su dolor? Un dolor que yo jamás había sentido y esperaba no sentir nunca. Siempre me había parecido sospechoso, siempre le había estudiado como un problema de ajedrez. Tenía allí un hombre que había vivido una vida normal y feliz. Una niñez dichosa. Hablaba de eso a veces, de lo feliz que había sido de niño. Un matrimonio feliz. Una vida agradable. Todo le fue bien hasta aquel último año. ¿Por qué no se recuperaba entonces? Cambiar o morir, había dicho una vez. Ése era el secreto de la vida. Y él sencillamente no podía cambiar. La culpa era suya.
Durante aquellas tres semanas, su rostro fue enflaqueciendo como si los huesos empujasen desde dentro hacia afuera en una especie de aviso. Y su cuerpo empezó a encogerse alarmantemente en poquísimo tiempo. Pero ninguna otra cosa le traicionó ni reveló su propósito. Volviendo sobre aquellos días, pude ver entonces que todo lo que él decía y hacía era para desviarme de la pista. Cuando rechacé su oferta de darme dinero y de dárselo a Cully y a Diane, fue simplemente para mostrar que mi afecto era auténtico. Creí que eso podría ayudarle. Pero él había perdido la capacidad para lo que Austin llamó «la bendición del afecto».
Supongo que pensó que era vergonzosa su desesperación, o lo que fuese. Era un auténtico norteamericano, y, en consecuencia, le era insoportable pensar en seguir vivo sin un objetivo.
Le mató su mujer. Demasiado fácil. ¿Su niñez, su madre, su padre, sus hermanos? Aunque las heridas de la niñez curen, nunca llegas a ser invulnerable. La edad no es ningún escudo contra el trauma.
Como Jordan, yo había ido a Las Vegas por una idea infantil de la traición. Mi mujer aguantó conmigo cinco años mientras yo escribía un libro, sin una queja. No le hacía demasiado feliz el asunto, pero qué demonios, yo estaba en casa por las noches. Cuando rechazaron mi primera novela y yo me desmoroné, ella dijo acremente:
—Sabía que nunca la venderías.
Me quedé asombrado. ¿No se daba cuenta de lo que yo sentía? Fue uno de los días más terribles de mi vida y la amaba a ella más que a nadie en el mundo. Intenté explicárselo. El libro era un buen libro, sólo que tenía un final trágico, el editor quería un final optimista y me negué a hacerlo. (Qué orgulloso estaba de eso. Qué razón tenía. Siempre tenía razón sobre mi obra, no había duda.) Creí que mi mujer se sentiría orgullosa de mí, lo cual indica lo idiotas que son los escritores. Se enfureció. Vivíamos en la pobreza, yo debía muchísimo dinero, ¿cómo cojones iba a salir adelante? ¿Quién coño me creía ser? (No exactamente esas palabras, pues ella jamás en su vida dijo «cojones» ni «coño».) Tan furiosa se puso que cogió a los niños, se fue de casa y no volvió hasta la hora de hacer la cena. Y había querido ser escritora en otros tiempos.
Nos ayudó mi suegro. Pero un día se tropezó conmigo cuando yo salía de una librería de viejo con un montón de libros y se enfadó. Era un hermoso día de primavera, claro y soleado. Él acababa de salir de la oficina, tenso y demacrado. Y allí estaba yo paseando, con una sonrisilla de satisfacción ante la perspectiva de devorar las golosinas impresas que llevaba bajo el brazo.
—Demonios —dijo—, creí que estabas escribiendo un libro. Lo que estás es tocándote los huevos —él sí usaba estas palabras con frecuencia.
Un par de años después se publicó el libro sin modificaciones, tuvo excelentes críticas, pero sólo dio unos miles. Mi suegro, en vez de felicitarme, dijo:
—Bueno, eso no da dinero. Cinco años de trabajo. Ahora tienes que concentrarte en mantener a tu familia.
Jugando en Las Vegas, pensé por qué demonios
tenían
que ser comprensivos. ¿Por qué tendría que importarles algo aquella chifladura excéntrica mía respecto al arte creador? ¿Por qué coño iban a preocuparse por esto? Tenían toda la razón del mundo. Pero nunca volví a sentir lo mismo hacia ellos.
El único que me entendía era mi hermano, Artie, e incluso él, en el último año, me parecía que estaba un poco desilusionado conmigo, aunque nunca lo mostraba. Y era el ser humano que había estado más próximo a mí durante toda mi vida. O al menos hasta que se casó.
De nuevo mi mente se negaba a volver a casa y me puse a pensar en Las Vegas. Cully nunca había hablado de sí mismo, aunque yo le hice preguntas. Hablaba de su vida actual, pero raras veces contaba algo de sí mismo de antes de Las Vegas. Lo extraño era que yo era el único que parecía sentir curiosidad. Jordan y Cully raras veces hacían preguntas. Si las hubiesen hecho, quizás yo les hubiese contado más.
Aunque Artie y yo fuimos huérfanos y nos educamos en un hospicio, no era peor, y probablemente fuese muchísimo mejor, que los colegios militares y los internados de lujo adonde los ricos envían a sus chicos sólo para quitárselos de en medio. Aunque Artie era mi hermano mayor, siempre fui más alto y más fuerte. Físicamente, quiero decir. Mentalmente, él era duro y terco como un diablo y mucho más honrado. Le fascinaba la ciencia y en cambio a mí me encantaba la fantasía. Él leía libros de química y de matemáticas y estudiaba problemas de ajedrez. Me enseñó a jugar al ajedrez, pero yo siempre fui demasiado impaciente. No es un juego de azar. Yo leía novelas. Dumas y Dickens y Sabatini, Hemingway, Fitzgerald, y luego Joyce, Kafka, Dostoievsky.
Os juro que el ser huérfano no influyó en absoluto en mi carácter. Fui exactamente como cualquier otro crío. Nadie pudo sospechar después que no habíamos conocido nunca a nuestra madre ni a nuestro padre. El único efecto extraño o especial fue que, en vez de ser hermanos, Artie y yo éramos padre y madre recíprocos. En fin, dejamos el hospicio antes de los veinte años. Artie consiguió un trabajo y yo me fui a vivir con él. Luego Artie se enamoró de una chica y a mí me llegó el momento de largarme. Ingresé en el ejército para combatir en la gran guerra, la Segunda Guerra Mundial. Cuando volví, cinco años después, Artie y yo habíamos vuelto a convertirnos en hermanos. Él era padre de familia y yo veterano de guerra. Y eso era todo. Sólo recordaba que Artie y yo éramos huérfanos cuando nos quedábamos hasta tarde en su casa y su mujer se cansaba y se iba a la cama. Daba el beso de buenas noches a Artie antes de dejarnos. Y yo pensaba entonces que Artie y yo éramos especiales. De niños, jamás nos dieron un beso de buenas noches.
Pero en realidad nunca habíamos vivido en aquel orfanato. Los dos escapábamos a través de los libros. Mi favorito era la historia del Rey Arturo y su Tabla Redonda. Leí todas las versiones reducidas y la versión original de Malory. Y supongo que es evidente que identificaba al rey Arturo con mi hermano, Artie. Tenían el mismo nombre, y en mi mente infantil resultaban muy parecidos, por la dulzura de su carácter. Pero yo nunca me identifiqué con ninguno de los bravos caballeros como Lancelot. Por alguna razón, me parecían tontos. E incluso de niño, no sentía el menor interés por el Santo Grial. No quería ser Galahad.
Pero me enamoré del personaje de Merlin, con su astuta magia, su habilidad para convertirse en halcón o en cualquier animal. Su desaparición y reaparición. Sus largas ausencias. Me encantaba sobre todo cuando le decía al rey Arturo que ya no podía ser su mano derecha. Y la razón. Que Merlin se había enamorado de una chica y se había puesto a enseñarle su magia. Y que la chica traicionaba a Merlin y utilizaba contra él sus propios conjuros mágicos. Y así, él quedaba encerrado en una cueva durante mil años, hasta que se desvaneciese el conjuro. Y entonces volvería otra vez al mundo. Eso era un amante, amigo, eso era un mago. Él los sobreviviría a todos. Y así, de niño, yo intentaba ser un Merlin para mi hermano Artie. Y cuando dejamos el hospicio, cambiamos nuestro apellido por Merlyn. Y nunca volvimos a hablar de que éramos huérfanos. Ni entre nosotros ni con nadie.
El avión descendía. Las Vegas había sido mi Camelot, una ironía que el gran Merlin podría haber explicado fácilmente. Yo volvía a la realidad. Tenía que dar ciertas explicaciones a mi hermano y a mi mujer. Fui cogiendo mis paquetes de regalos mientras el avión se deslizaba por la pista.
Todo resultó fácil. Artie no me preguntó por qué había huido de Valerie y de los niños. Tenía un coche nuevo, una ranchera grande, y me contó que su mujer estaba otra vez embarazada. Sería el cuarto hijo. Le felicité por ello. Tomé mentalmente nota de que tenía que enviarle flores a su mujer al cabo de unos días. Y luego cancelé la nota. No puedes enviar flores a la mujer de un tipo cuando debes a ese tipo miles de dólares. Y cuando quizás tengas que pedirle prestado más dinero en el futuro. A Artie no le molestaría, pero a su mujer podría parecerle raro.
Camino de la urbanización del Bronx donde vivía, le pregunté a Artie lo más importante:
—¿Qué piensa Vallie de mí?
—Entiende —dijo Artie—. No está furiosa. Se alegrará de verte. En fin, no es tan difícil entenderte. Escribiste todos los días. Y la llamaste un par de veces. Necesitabas un descanso y nada más.
Lo dijo en tono normal. Pero pude darme cuenta de que mi escapada de un mes le había asustado. Estaba realmente preocupado por mí.
Luego entramos en la urbanización, que siempre me deprimía. Era una inmensa zona de edificios construidos en forma de altos y grandes hexágonos, hechos por el gobierno para los pobres. Yo tenía un apartamento de cinco habitaciones por cincuenta dólares al mes, servicios incluidos. Y los primeros años todo había ido bien. Aquello se había construido con dinero del gobierno y había habido procesos de selección. Los primeros habitantes habían sido los pobres trabajadores y temerosos de la ley. Pero, por sus virtudes, habían subido en la escala económica y se habían trasladado a casas propias. Ahora estaban llegando los pobres definitivos que no podían llevar una vida decente, o no querían. Drogadictos, alcohólicos, familias sin padre que vivían de la seguridad social porque el padre se había largado. La mayoría de los recién llegados eran negros, de lo cual Vallie juzgaba que no podía quejarse porque la gente la consideraría racista. Pero yo me daba cuenta de que teníamos que salir de allí rápido, de que tendríamos que trasladarnos a una zona blanca. No quería acabar en otro asilo. Me importaban un carajo que me considerasen racista. Lo único que sabía era que estaba rodeado cada vez de más gente a la que no le gustaba el color de mi piel y que tenía muy poco que perder, hiciese lo que hiciese. El sentido común me decía que era una situación peligrosa. Y que empeoraría. No me gustaba gran cosa la gente blanca, así que ¿por qué había de amar a los negros? Y, por supuesto, el padre y la madre de Vallie nos harían un préstamo para comprarnos, una casa. Pero no podía aceptar su dinero. Sólo aceptaría dinero de mi hermano Artie. Artie el afortunado.
El coche se detuvo.
—Sube a tomar un café —dije.
—Tengo que ir a casa —dijo Artie—. Además no quiero presenciar la escena. Enfrenta tus problemas como un hombre.
Cogí la maleta del asiento de atrás y salí del coche.
—Bueno —dije—. Muchísimas gracias por ir a esperarme. Iré a verte dentro de un par de días.
—Vale —dijo Artie—. ¿De verdad tienes pasta?
—Ya te dije que había ganado en el juego —contesté.
—Merlyn el Mago —dijo él.
Los dos nos echamos a reír. Me alejé de él por el camino que llevaba a la puerta de mi bloque de apartamentos. Esperé a oír arrancar el motor, pero supongo que él quería esperar a que yo entrase en el edificio. No miré atrás. Tenía llave pero llamé. No sé por qué. Era como si no tuviese derecho a usar aquella llave. Cuando Vallie abrió la puerta, esperó a que yo entrase y pusiese mi maleta en la cocina antes de abrazarme. Estaba muy tranquila, muy pálida, muy suave. Nos besamos con naturalidad como si no fuese gran cosa el haber estado separados por primera vez en diez años.