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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

Los tontos mueren (39 page)

La chica estaba encantada con Osano. Luego, una pasajera de bastante buen ver empezó a acercársele, una mujer mayor con una cara rara e interesante. Nos contó que acababa de recuperarse de una operación de corazón y que llevaba seis meses sin joder y que no podía más. Ése era el tipo de cosas que las mujeres le contaban siempre a Osano. Pensaban que podían decirle lo que fuera porque era escritor y podía entenderlo todo. Y también porque era famoso y eso les haría resultar interesantes.

Osano sacó su pastillero en forma de corazón, que había comprado en Tiffany's. Estaba lleno de tabletas blancas. Cogió una y ofreció la caja a la operada del corazón y a la azafata.

—Vamos —dijo—. Es un estimulante. Volaréis muy alto. Luego cambió de idea.

—No, tú no —dijo a la dama operada—. En tu estado, no.

Entonces me di cuenta de que la operada quedaba descartada. Pues en realidad las píldoras eran de penicilina; Osano las tomaba siempre antes de tener relación sexual para inmunizarse contra las enfermedades venéreas. Utilizaba siempre este truco de hacer que la posible compañera las tomara para que la seguridad fuese doble. Se metió una en la boca y la tragó con whisky. La azafata tomó también una, entre risas, y Osano la contempló con una alegre sonrisilla. Me ofreció a mí la caja, pero la rechacé con un gesto.

La azafata estaba realmente muy bien, pero no podía manejar a Osano y a la dama operada. Intentando volver a llamar la atención hacia ella, le dijo dulcemente:

—¿Estás casado?

Entonces se dio cuenta, como todo el mundo, de que no sólo estaba casado, sino de que se había casado por lo menos cinco veces. No sabía que una pregunta como aquélla irritaba a Osano porque se sentía siempre un poco culpable de engañar... a todas sus mujeres, incluso a aquellas de las que se había divorciado. Osano miró riendo entre dientes a la azafata y le dijo fríamente:

—Estoy casado. Tengo una amante y una novia fija. Pero ando buscando una señora con quien poder divertirme un poco.

Era ofensivo. La joven se ruborizó y se fue a servir bebidas a los demás pasajeros.

Osano se acomodó para disfrutar de la conversación con la dama operada, dándole consejos para su primer polvo. Estaba tomándole un poco el pelo.

—Mira —dijo—, procura no joder directamente la primera vez. No será un buen polvo para el tío porque estarás un poco asustada. Lo que tienes que hacer es conseguir un tío que te lo haga mientras estás medio dormida. Tomas un tranquilizante y luego, cuando estés medio atontada, él puede hacerte una lamida, ¿comprendes?, y consíguete un tipo que lo haga bien. Un verdadero artista del pilón.

La mujer se ruborizó un poco. Osano rió entre dientes. Sabía lo que estaba haciendo. Yo también me sentía violento. Siempre me enamoraba un poco de las desconocidas que me impresionaban favorablemente. Me di cuenta de que ella estaba pensando en la manera de conseguir que Osano le hiciese aquel servicio. No sabía que era demasiado vieja para él y que él no hacía más que jugar sus cartas con mucha frialdad para enganchar a la joven azafata.

Estábamos viajando a unas seiscientas millas por hora sin darnos cuenta. Pero Osano estaba ya algo borracho y las cosas empezaron a ir mal. La dama operada lloriqueaba beodamente sobre la muerte y sobre cómo encontrar el tipo adecuado para que se lo hiciese como era debido. Esto puso nervioso a Osano.

—Siempre puedes jugar el Gran As —le dijo.

Por supuesto, ella no sabía de qué hablaba él, pero sabía que estaba menospreciándola, y su expresión ofendida irritaba aún más a Osano. Pidió otro trago y la azafata, celosa y molesta porque la hubiese ignorado, le sirvió la bebida y se largó de esa forma fría e insultante que un joven puede siempre utilizar para rebajar a los viejos. Aquel día Osano representaba su edad.

En ese momento, subió las escaleras del salón la pareja del perro. En fin, ella era una mujer de la que yo jamás me enamoraría. El rictus amargo de la boca, aquella cara artificialmente teñida de un color entre nuez y castaño, con todas las arrugas extirpadas por la cuchilla del cirujano, el conjunto resultaba repugnante. No podía tejerse ninguna fantasía alrededor de aquello, a menos que uno estuviese en el rollo sadomasoquista.

El hombre llevaba al lindo perrito, que sacaba la lengua muy contento. El llevar al perro daba al rostro amargado de aquel hombre un conmovedor aire de vulnerabilidad. Osano, como siempre, pareció no advertir su llegada, aunque ellos le miraron varias veces, demostrando que sabían quién era. Probablemente de la televisión. Osano había salido un centenar de veces en televisión, atrayendo siempre el interés de todos por su actitud estrafalaria que rebajaba su verdadero talento.

La pareja pidió bebidas. La mujer le dijo algo al hombre y éste, obediente, dejó el perro en el suelo. El perro se quedó junto a ellos y luego dio una vueltecilla, olisqueando a todas las personas y los asientos. Yo sabía que Osano odiaba a los animales, pero parecía no darse cuenta de que el perro le olisqueaba los pies. Siguió hablando con la dama operada. La dama operada se agachó para fijar la cinta rosa de la cabeza del perrito y el animal le lamió la mano con su lengüecita rosada. Nunca he podido entender esa manía de los animales, pero desde luego aquel perrillo era, de un modo raro, muy sexy. Me pregunté qué pasaría entre aquella pareja de amargados. El perrito dio una vuelta por allí, volvió a sus propietarios y se sentó a los pies de la mujer. Ésta se puso gafas oscuras, lo cual, por alguna razón, resultaba lúgubre, y luego la azafata le llevó su bebida; entonces ella le dijo algo a la azafata. La azafata la miró asombrada.

Creo que fue en ese momento cuando me puse un poco nervioso. Sabía que Osano estaba muy cargado. Le reventaba verse atrapado en un avión, verse atrapado en una conversación con una mujer a la que en realidad no quería tirarse. En lo que él pensaba era en el modo de conseguir meter a la joven azafata en un lavabo y echarle un polvo rápido y feroz. La joven azafata me trajo mi bebida y se inclinó para susurrarme algo al oído. Me di cuenta de que Osano se ponía celoso. Creía que la chica me prefería a mí, y esto era un insulto a su fama. Podía entender que la chica prefiriese a un tipo más joven y más apuesto, pero no que rechazase su fama.

Pero lo que me decía la azafata era algo muy distinto.

Me dijo: «Esa señora quiere que le diga al señor Osano que apague el puro. Dice que molesta a su perro».

Dios mío. Teóricamente, el perro no podía estar correteando por allí. Tenía que estar en su caja. Todo el mundo lo sabía. La chica me susurró preocupada: «¿Qué puedo hacer yo?»

Supongo que lo que ocurrió después fue en parte culpa mía. Sabía que Osano podía dispararse en cualquier momento, y aquél era uno muy propicio. Pero siempre he sentido curiosidad por ver cómo reacciona la gente. Quería ver si la azafata tendría realmente el coraje de decirle a un tipo como Osano que apagara su amado puro habano por un jodido perro. Sobre todo cuando Osano había pagado un billete de primera sólo para poder fumarlo en el salón. Yo quería también ver si Osano le ponía las peras al cuarto a aquella tía. Yo habría tirado mi puro y me habría olvidado del asunto. Pero conocía a Osano. Antes era capaz de hacer que se estrellara el avión.

La azafata esperaba una respuesta. Yo me encogí de hombros.

—Haga lo que tenga que hacer —dije.

Era una respuesta malévola.

Supongo que la azafata pensó lo mismo. O quizás sólo quisiera humillar a Osano porque ya no le prestaba la menor atención. O quizás fuese sólo una niña, el caso es que eligió lo que le pareció el camino más fácil. Osano, si no se le conocía, parecía más fácil de manejar que la arpía del perro.

En fin, todos cometemos errores. La azafata se plantó junto a Osano y le dijo:

—¿No le importaría dejar su puro? Esa señora dice que el humo molesta a su perro.

Los vivaces ojos verdes de Osano se volvieron fríos como el hielo. Miró a la azafata largo rato, con dureza.

—Dígame eso otra vez —dijo.

En ese momento, sentí deseos de saltar del avión. Vi la expresión de furia maníaca ir apareciendo en la cara de Osano. No era ya una broma. La mujer miraba a Osano con desprecio. Estaba deseando una discusión, un verdadero escándalo. Se veía claro que le encantaba la posibilidad de una pelea. El marido miraba por la ventanilla, estudiando el horizonte sin límites. Sin duda era una escena familiar y él tenía absoluta confianza en que su mujer acabaría imponiéndose. Tenía incluso una alegre sonrisa satisfecha. Sólo el perrillo estaba inquieto. Olisqueaba en el aire y lanzaba delicados hipidos. El salón estaba lleno de humo, pero no sólo del puro de Osano. Casi todo el mundo fumaba cigarrillos, y daba la impresión de que los propietarios del perrito obligarían a todo el mundo a dejar de fumar.

La azafata, asustada por la cara de Osano, se quedó paralizada... incapaz de hablar. Pero la mujer no se intimidó lo más mínimo. Se veía claramente que le encantaba aquella expresión de furia maníaca de Osano. También se veía que nunca en su vida le habían dado un puñetazo en la boca, que nunca le habían partido los dientes. Jamás se le había pasado la idea por la cabeza. Así que se inclinó tranquilamente hacia Osano para hablar con él, poniendo su cara a tiro. Estuve a punto de cerrar los ojos. En realidad, los cerré una fracción de segundo y pude oír que la mujer decía con su voz fría y delicada, muy lisamente.

—Su habano molesta a mi perro. ¿Podría dejar de fumar, por favor?

Las palabras eran bastante ásperas, pero el tono era mucho más insultante que las palabras. Me di cuenta de que ella esperaba una discusión sobre el derecho a ir con el perro al salón, dado que el salón era para fumar. Lo mismo que comprendía que si hubiese dicho que el humo le molestaba a ella personalmente, Osano se habría deshecho del puro. Pero ella quería que Osano apagase el puro por el perro. Quería una escena.

Osano lo captó inmediatamente. Lo comprendió todo. Y creo que esto fue lo que le desquició. Vi aparecer aquella sonrisa en su cara, una sonrisa que podía ser infinitamente encantadora, pero que por los fríos ojos verdes era indicio de un arrebato de locura.

No le gritó. No le pegó en la cara. Le echó un vistazo al marido para ver qué haría. El marido sonrió desvaídamente. Le gustaba lo que estaba haciendo su mujer. O eso parecía. Luego, en un movimiento medido, Osano dejó el puro en el cenicero de su asiento. La mujer le miró con desprecio. Entonces Osano estiró el brazo por encima de la mesa y la mujer pareció creer que iba a hacerle una caricia al perro. Yo sabía que no. La mano de Osano bajó sobre la cabeza del perrito y se cerró en su cuello.

Lo que ocurrió a continuación fue demasiado rápido para poder impedirlo. Alzó al pobre perro por encima de su asiento y lo estranguló con ambas manos. El perro gemía y gorgoteaba, agitando el rabito con su lazo rosa. Empezaron a desorbitársele los ojos de su colchón de pelo sedoso y lavado. La mujer lanzó un grito y se abalanzó sobre Osano para arañarle la cara. El marido no se movió. En aquel momento, el avión entró en una pequeña bolsa de aire y todos nos tambaleamos, pero Osano, borracho, concentrado en estrangular al perro, perdió el equilibrio y fue a caer pasillo adelante, sin soltar al perro. Tuvo que soltarlo al levantarse. La mujer gritaba que iba a matarle o algo así. La azafata gritaba también, sobrecogida. Osano, de pie, tranquilo, sonrió mirando a su alrededor; luego avanzó hacia la mujer que aún seguía gritándole. Ella creía que ahora él se sentiría avergonzado de lo que había hecho, que podría machacarle. No sabía que había decidido ya estrangularla igual que al perro. Lo comprendió entonces... dejó de chillar.

Osano era víctima de un ataque de furia incontrolada, en parte porque así era su carácter y en parte porque era famoso y sabía que estaba a cubierto de cualquier represalia por su furia. Un joven fuerte y corpulento entendió esto por instinto, pero le ofendió el que Osano no respetase su juventud y su fuerza superiores. Y perdió también el control. Agarró a Osano por el pelo y le echó la cabeza hacia atrás con tal fuerza que casi le rompe el cuello. Luego, le echó el brazo al cuello y dijo:

—Voy a romperte el cuello, hijo de puta.

Osano se quedó quieto entonces.

Dios mío, después de eso se organizó un lío tremendo. El capitán del avión quiso poner a Osano una camisa de fuerza, pero le convencí de que no lo hiciera. Los agentes de seguridad despejaron el salón, y Osano y yo hicimos el resto del viaje allí, sentados con ellos. No nos dejaron salir, en Nueva York, hasta que se fueron todos los pasajeros, así que no volvimos a ver a aquella mujer. Pero la última ojeada fue suficiente. Le habían lavado la sangre de la cara, pero tenía un ojo casi cerrado y la boca destrozada. El marido llevaba al perrito, que aún estaba vivo y movía el rabo desesperadamente buscando afecto y protección. Salió, por supuesto, en todos los periódicos. El gran novelista norteamericano, destacado candidato al premio Nobel, había estado a punto de matar a un perrito de aguas francés. Pobre perro. Pobre Osano. La tipa resultó ser una importante accionista de las líneas aéreas, millonaria además por otros varios conceptos y, por supuesto, hasta podía amenazar con no volver a utilizar aquellas líneas aéreas. En cuanto a Osano, se sentía absolutamente feliz. No sentía nada por los animales.

—Mientras pueda comerlos —decía—, puedo matarlos.

Cuando le indiqué que nunca había comido carne de perro, se limitó a encogerse de hombros y añadir:

—Si me guisas bien uno, me lo comeré.

Osano olvidaba algo. Aquella chiflada tenía también su humanidad. Estaba loca, de acuerdo. Se merecía que le partiesen la boca, de acuerdo. Quizás, incluso, le viniese bien. Pero no se merecía lo que le hizo Osano. En realidad, no podía evitar ser como era. Lo pensé luego. El Osano de la primera época lo habría entendido perfectamente. Pero, por alguna razón, ya no era capaz de entenderlo.

25

El perrillo no murió, así que la mujer no llevó adelante ninguna denuncia. No parecía importarle que le partiesen la cara, ni era algo en lo que ella y su marido se detuvieran mucho. Quizás le hubiese gustado, incluso. Envió a Osano una nota cordial, dejando la puerta abierta para una posible entrevista. Osano soltó un gruñidito y tiró la nota a la papelera.

—¿Por qué no le das una oportunidad? —le dije—. Quizás resulte interesante.

—No me gusta pegar a las mujeres —dijo Osano—. Esa zorra quiere que la utilice como un saco de entrenamiento.

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