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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (95 page)

Jack se sintió asombrado. ¿Una mujer? ¿Leyendo un libro? ¿A las claras? Las únicas personas que leían libros eran los monjes, y muchos de ellos no leían otra cosa que los oficios sagrados. Y además era un libro fuera de lo corriente, mucho más pequeño que los tomos de la biblioteca del priorato. Parecía como si lo hubieran hecho a propósito para una mujer, o para alguien que quisiera llevarlo consigo. Estaba tan sorprendido que olvidó su timidez. Se abrió paso entre los arbustos y entró en el calvero.

—¿Qué estás leyendo? —preguntó a bocajarro.

Aliena se sobresaltó y lo miró con ojos aterrados. Jack comprendió que la había asustado. Se sintió muy torpe y temió haber empezado una vez más con el pie izquierdo. Aliena se llevó en seguida la mano derecha a la manga izquierda. Jack recordó que hubo un tiempo en que la joven llevaba una daga oculta en la manga. Tal vez la llevara todavía. Un instante después Aliena lo reconoció, y su miedo se esfumó con la misma rapidez que había llegado. Pareció aliviada aunque un poco irritada, bien a pesar de Jack pues tuvo la impresión de que no era bien recibido. Le hubiera gustado dar media vuelta y desaparecer en el bosque. Pero eso dificultaría el que pudiera hablarle en otra ocasión, de manera que permaneció allí inmóvil.

—Siento haberte asustado —dijo afrontando su mirada no muy amistosa.

—No me has asustado —le replicó con viveza.

Jack sabía que eso no era verdad; pero no estaba dispuesto a discutir con ella.

—¿Qué estás leyendo? —volvió a preguntar como al principio.

Aliena miró el volumen encuadernado que tenía sobre las rodillas y su expresión cambió de nuevo, volviéndose melancólica.

—Mi padre compró este libro durante su último viaje a Normandía. Lo trajo para mí. Unos días después, le hicieron prisionero.

Jack se acercó algo más y miró la página por la que estaba abierto.

—¡Es francés! —exclamó.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó asombrada Aliena—. ¿Puedes leer?

—Sí..., pero creí que todos los libros estaban en latín.

—En verdad casi todos lo están. Pero éste es diferente. Es un poema titulado Historia de Alejandro.

Jack se decía:
Lo estoy haciendo de veras... ¡Estoy hablando con ella! Es maravilloso. Pero... ¿qué voy a decirle ahora? ¿Cómo podré hacer que esto continúe?

—Humm... bueno, ¿de qué trata?

—Es la historia de un rey llamado Alejandro Magno y de cómo conquistó tierras maravillosas de oriente, donde las piedras preciosas crecen en las viñas y las plantas pueden hablar.

Jack se sentía lo bastante intrigado para dar al olvido su desasosiego.

—¿Cómo pueden hablar las plantas? ¿Acaso tienen boca?

—No lo dice.

—¿Crees que esa historia es de verdad?

Aliena le miró interesada y Jack se encontró con los hermosos ojos oscuros de ella.

—No lo sé —le contestó—. Yo siempre me pregunto si las historias serán verdad. A la mayoría de la gente no le importa... Sencillamente les gustan.

—A excepción de los sacerdotes. Ellos creen siempre que las historias sagradas son verídicas.

—Pues claro que esas historias son verdad.

Ante las historias sagradas, Jack experimentaba el mismo escepticismo que con todas las demás; pero su madre, que le había imbuido ese escepticismo, le enseñó también a ser discreto; así que se abstuvo de discutir. Estaba intentando no mirar el pecho de Aliena, que se encontraba justamente al borde de su visión. Tenía la seguridad de que, si bajaba los ojos, ella sabría lo que estaba mirando. Trató de pensar en algo más que poder decir.

—Yo conozco un montón de historias —declaró—. Sé la Canción de Roldan y El peregrinaje de Guillermo de Orange...

—¿Qué quieres decir con eso de que las conoces?

—Puedo recitarlas.

—¿Como un juglar?

—¿Qué es un juglar?

—Un hombre que va por ahí contando historias.

Aquel concepto era nuevo para Jack.

—Nunca oí hablar de un hombre semejante.

—En Francia hay muchísimos. Cuando era niña, solía ir con mi padre al continente. Me encantaban los juglares.

—¿Pero qué es lo que hacen? ¿Se paran en la calle y hablan?

—Depende. Los días de fiesta acuden al salón del señor. Actúan en mercados y ferias. Divierten a los peregrinos en el exterior de las iglesias. A veces, los grandes barones tienen su propio juglar.

Jack pensó que no sólo estaba hablando con ella sino que tenía una conversación que no podía tener con ninguna otra joven de Kingsbridge. Estaba seguro de que él y Aliena eran las dos únicas personas del pueblo, aparte de su madre, que conocían la existencia de poemas en romance franceses. Tenían un interés común y estaban hablando sobre ello. La idea era tan excitante que perdió el hilo de lo que estaban diciendo y se sintió confuso y estúpido.

Por fortuna, Aliena seguía hablando.

—Lo habitual es que el juglar toque el violín mientras recita la historia. Cuando se habla de una batalla, lo toca rápido y fuerte; y es lento y acariciador al referirse a dos enamorados; se vuelve alborotador cuando se trata de una parte divertida.

A Jack le gustó la idea. Música de fondo para realzar los temas destacados de la historia.

—Me gustaría poder tocar el violín —manifestó.

—¿De veras puedes recitar historias? —preguntó Aliena.

Apenas podía creer que estuviera realmente interesada en él hasta el punto de hacerle preguntas personales. Su cara era aún más preciosa al mostrarse animada por la curiosidad.

—Me enseñó mi madre —dijo Jack—. Solíamos vivir en el bosque, los dos solos. Me relataba las historias una y otra vez.

—Pero, ¿cómo puedes recordarlas? Se necesitan días para recitar algunos de ellos.

—No lo sé. Es como conocer el camino a través del bosque. No retienes en la mente todo el bosque; pero, dondequiera que estés, sabes por dónde has de seguir.

Echó una nueva ojeada al texto del libro y algo le llamó la atención. Se sentó en la hierba junto a ella para mirarlo más de cerca.

—Los ritmos son diferentes —dijo.

Aliena no sabía muy bien lo que Jack quería decir.

—¿En qué sentido?

—Son mejores. En La Canción de Roldan la palabra sword (espada) rima con lost, o horse (caballo) o incluso con ball (pelota). En tu libro la palabra sword rima con horde (horda), lord (señor) pero no loss (perdida), con board (tabla) pero no ball (pelota). Es un estilo de rimar completamente diferente. Pero es mejor, mucho mejor. Me gustan esas rimas.

—¿Querrías...? —parecía tímida—. ¿Querrías recitarme algo de la Canción de Roldan?

Jack cambió un poco de posición para poder contemplarla. La mirada intensa de ella, el centelleo anhelante de sus hechiceros ojos, le hicieron casi atragantarse. Tragó con fuerza y en seguida empezó,

El señor y rey de toda Francia, Carlomagno,

Ha pasado siete largos años luchando en España.

Ha conquistado las tierras altas y las llanuras.

Ante él no queda una sola fortaleza.

Tampoco muralla alguna le queda por derribar,

Nada más que Zaragoza, sobre una alta montaña,

Gobernada por el Rey Marsillio el Sarraceno.

Sirve a Mahoma, ante Apolo ora,

Pero ni siquiera ahí estará jamás a salvo.

Jack hizo una pausa.

—Lo conoces. ¡Es verdad que lo conoces! ¡Igual que un juglar! —exclamó impetuosa Aliena.

—Sin embargo ahora comprenderás lo que quiero decir sobre las rimas.

—Sí; pero, de cualquier manera, lo que a mí me gusta son las historias —dijo ella encantada chispeándole los ojos—: Recítame algo más.

Jack estaba a punto de perder el sentido de felicidad.

—Si lo quieres —aceptó con voz débil.

Y, mirándole a los ojos, empezó la segunda estrofa.

2

El primer juego en la víspera de San Juan consistía en comer el pan how-many
[7]
Al igual que ocurría con muchos de los juegos, había en él un atisbo de superstición que hacía que Philip se sintiera incómodo. Sin embargo, si intentara prohibir cada uno de los ritos con el regusto de viejas religiones resultarían proscritas la mitad al menos de las tradiciones del pueblo y, además, sería desafiado. De manera que ejercía una tolerancia discreta ante la mayoría de las cosas, adoptando una actitud firme respecto a unos cuantos excesos.

Los monjes habían instalado mesas sobre la hierba en el extremo occidental del recinto del priorato. Los pinches de cocina llevaban a través del patio calderos humeantes. El prior podía considerarse el señor del feudo, así que era responsabilidad suya ofrecer un festín a sus arrendatarios con ocasión de fiestas importantes. La política de Philip consistía en mostrarse generoso con la comida y parco con la bebida, de manera que servía cerveza floja y nada de vino. No obstante, había cinco o seis incorregibles que se las arreglaban para emborracharse hasta perder el sentido siempre que había fiesta.

Los ciudadanos principales de Kingsbridge se sentaban a la mesa de Philip. Tom Builder y su familia, los maestros artesanos más antiguos, incluido Alfred, el hijo mayor de Tom, y los mercaderes, entre ellos Aliena; aunque no Malachi el Judío, que solía incorporarse más tarde a las festividades, después de celebrado el oficio. Philip pidió silencio y bendijo la mesa. Luego, alargó a Tom la hogaza how-many. A medida que pasaban los años, Philip iba sintiendo un mayor aprecio por Tom. No había mucha gente que dijera lo que pensaba e hiciera lo que decía. Ante las sorpresas, crisis y desastres, Tom reaccionaba con toda calma sopesando las consecuencias, calibrando los daños y planeando la mejor solución. Philip lo miró con afecto. Tom era hoy un hombre muy diferente del que, cinco años atrás, llegó al priorato suplicando que le dieran trabajo. Entonces se encontraba exhausto, macilento y tan flaco que los huesos parecían a punto de perforar su piel curtida por la intemperie. Durante el tiempo que llevaba allí, había entrado en carnes; sobre todo desde que su mujer regresó. No es que estuviera gordo, pero tenía recubierta su gran osamenta y hacía ya mucho que aquella mirada desesperada se había desvanecido de sus ojos. Vestía ropa cara, una túnica verde Lincoln, calzaba zapatos de piel suave y llevaba un cinturón con hebilla de plata.

A Philip le correspondía hacer la pregunta que tendría que contestar el pan how-many ("¿cuántos...?").

—¿Cuántos años habrán de pasar hasta que quede terminada la catedral? —preguntó.

Tom dio un bocado al pan. Lo habían cocido con semillas pequeñas y duras en su interior y, a medida que Tom escupía las semillas en su mano, todo el mundo las iba contando en voz alta. A veces, cuando se practicaba ese juego y alguien tenía la boca llena de semillas, resultaba que nadie alrededor de la mesa podía contar en voz lo bastante alta. Pero ese día no existía semejante problema, estando presentes todos los mercaderes y artesanos. La respuesta resultó ser treinta. Philip simuló mostrarse consternado.

—¡Caramba, cuánto voy a vivir! —exclamó Tom, y todos rieron.

Tom pasó el pan a Ellen, su mujer. Philip se mostraba cauteloso respecto a ella. Al igual que la emperatriz Maud, tenía poder sobre los hombres, un tipo de poder con el que Philip no podía competir. El día en que Ellen fue arrojada del priorato, había hecho algo aterrador, una cosa en la que todavía ahora Philip se sentía incapaz de pensar. Había dado por sentado que jamás volvería a verla. Pero un día descubrió horrorizado que había regresado, y Tom le suplicó que la perdonara. Tom había alegado con astucia que, si Dios podía perdonar su pecado, entonces Philip no tenía derecho a negarle el suyo. Philip sospechaba que la mujer no se sentía ni mucho menos arrepentida. Pero Tom se lo había pedido el día que acudieron los voluntarios y salvaron la catedral, y Philip se encontró concediendo a Tom su deseo en contra de su sentimiento. Se habían casado en la iglesia parroquial, una pequeña construcción de madera en la aldea, que había estado allí mucho antes que el priorato. Desde entonces, Ellen se había comportado bien y no había dado motivo a Philip para que lamentara su decisión. Sin embargo, siempre le hacía sentirse incómodo.

—¿A cuántos hombres quieres? —le había preguntado Tom.

Ellen dio un pequeño mordisco al pan, lo que hizo que todos rieran de nuevo. En aquel juego, las preguntas tendían a ser un poco maliciosas. Philip sabía que, si él no estuviera presente, hubieran sido descaradamente impúdicas.

Ellen contó tres semillas. Tom fingió sentirse ofendido.

—Os diré quiénes son mis tres amores —dijo Ellen; Philip confiaba en que no diría nada ofensivo—. El primero es Tom. El segundo Jack. Y el tercero Alfred.

Todos la aplaudieron por su ingenio, y el pan siguió su recorrido alrededor de la mesa. Le había llegado el turno a Martha, la hija de Tom. Tenía unos doce años y era tímida. El pan le predijo que tendría tres maridos, lo que no parecía probable.

Martha pasó el pan a Jack. Al hacerlo, Philip observó su mirada de adoración, y comprendió que la niña admiraba a su hermanastro como a un héroe.

Jack intrigaba a Philip sobremanera. Había sido un chiquillo feo, con su pelo color zanahoria, su piel pálida y sus ojos verdes y saltones; pero ahora, convertido ya en un joven, se habían perfeccionado sus rasgos y su rostro resultaba tan llamativamente atractivo que los forasteros se volvían a mirarlo. En cuanto a temperamento, era tan indómito como su madre. Se mostraba muy poco disciplinado y no tenía la menor idea de lo que quería decir obediencia. Como aprendiz de cantero, había resultado prácticamente inútil, ya que en lugar de mantener una entrega constante de argamasa y piedras, intentaba amontonar lo necesario para todo un día y luego irse a hacer otra cosa. Siempre estaba desapareciendo. En cierta ocasión, decidió que ninguna de las piedras que había allí almacenadas era apropiada para el esculpido especial que tenía que hacer, así que, sin decir nada a nadie, recorrió todo el camino hasta la cantera y cogió una piedra que le había gustado. Dos días después, llegó con ella al priorato a lomos de un pony prestado. Pero la gente le perdonaba sus extravagancias, en parte porque tenía unas dotes excepcionales para esculpir, y también porque era muy simpático..., rasgo que desde luego, a juicio de Philip, no había heredado de su madre. A veces Philip había reflexionado sobre lo que Jack podría hacer en la vida. Si entrara en la Iglesia le sería fácil llegar a obispo.

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