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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (97 page)

Philip no se dio cuenta de lo infeliz que Tom se sentía.

—Dios necesita que trabajen para él los jóvenes mejores y más inteligentes. Mira a esos aprendices, compitiendo para ver quién salta a mayor altura. Todos ellos son capaces de ser carpinteros, albañiles o canteros. ¿Pero cuántos pueden ser obispos? Sólo uno... Jack —continuó Philip.

Tom pensó que eso era verdad. Si Jack tuviera la oportunidad de hacer carrera en la Iglesia, con un patrón tan poderoso como Philip, probablemente la aceptaría, porque ello representaría muchas mayores riquezas y poder de los que podía esperar como albañil.

—¿Qué deseáis que haga, con exactitud? —preguntó Tom reacio.

—Quiero que Jack sea monje novicio.

—¡Monje!

Aquello parecía menos adecuado todavía para Jack que el sacerdocio. Si el muchacho se burlaba de la disciplina que se imponía en la construcción..., ¿cómo iba a ser posible que aceptase la regla monástica?

—Pasaría la mayor parte del tiempo estudiando —dijo Philip—. Aprendería todo cuanto nuestro maestro de novicios pueda enseñarle y yo mismo le daría clases.

Cuando un muchacho se hacía monje, era norma habitual que los padres entregaran una generosa donación al monasterio. Tom se preguntaba cuánto le costaría lo que le estaba proponiendo.

Philip le adivinó el pensamiento.

—No esperaría que hicieses una donación al priorato —le atajó—. Será suficiente con que des un hijo a Dios.

Lo que Philip no sabía era que Tom ya había dado un hijo al priorato, el pequeño Jonathan, que en esos momentos estaba chapoteando a la orilla del río, con su hábito subido y atado a la cintura. Sin embargo, Tom sabía que sobre aquello tenía que dominar sus propios sentimientos. La oferta de Philip era generosa; resultaba evidente que quería a Jack en el monasterio. Aquella propuesta representaba una magnífica oportunidad para el joven. Cualquier padre habría dado el brazo derecho por impulsar a su hijo a esa carrera. Tom sintió un atisbo de resentimiento ante el hecho de que tan maravillosa oportunidad se la ofrecieron a su hijastro en lugar de a su propio hijo, Alfred. Semejante sentimiento era mezquino y lo alejó de sí. Debería sentirse contento y alentar a Jack, con la esperanza de que el zagal aprendiera a adaptarse al régimen monástico.

—Habría de hacerse pronto —apremió Philip—. Antes de que se enamore de alguna muchacha.

Tom asintió. La carrera que las mujeres estaban celebrando a través de la pradera, llegaba a su punto culminante. Tom las seguía con la vista mientras reflexionaba. Al cabo de un momento, se dio cuenta de que Ellen iba en cabeza. Aliena corría pegada a sus talones; pero cuando llegaron a la línea de meta, Ellen todavía iba algo más adelantada. Alzó las manos con gesto victorioso.

Tom se la señaló a Philip.

—No es a mí a quien hay que convencer —le dijo—. Es a ella.

Aliena quedó sorprendida al verse derrotada por Ellen, la cual era muy joven para ser madre de un chico de diecisiete años; pero aún así tenía al menos diez años más que ella. Se sonrieron la una a la otra mientras seguían en pie, jadeantes y sudorosas junto a la línea de meta. Aliena se dio cuenta de que Ellen tenía unas piernas morenas, delgadas y musculosas y un cuerpo macizo. Todos aquellos años viviendo en el bosque la habían vigorizado.

Jack acudió a felicitar a su madre por la victoria. Aliena pudo percibir que entre ellos existía un gran cariño. No se parecían en nada. Ellen era una trigueña atezada, con ojos hundidos, de un castaño dorado; mientras que Jack era pelirrojo con ojos verdes.
Debe parecerse a su padre
, pensó Aliena. Jamás se había dicho nada acerca del padre de Jack, el primer marido de Ellen. Tal vez se sintieran avergonzados de él.

Mientras observaba a los dos, a Aliena se le ocurrió que Jack debía traer a la memoria de Ellen el marido que había perdido. Acaso fuera ése el motivo de que lo quisiera tanto. Tal vez el hijo fuera, en definitiva, lo único que le quedaba de un hombre al que hubiese adorado. Una semejanza física podía representar, en ese sentido, un poder inmenso. Richard, el hermano de Aliena, le recordaba a veces a su padre, por una mirada o un gesto, y era entonces cuando experimentaba un mayor impulso afectivo, aunque eso no le impedía desear que Richard se semejara más a su padre en el carácter. Sabía que no debería sentirse insatisfecha respecto a Richard. Había ido a la guerra y luchado con bravura, y eso era cuanto se requería de él. Pero, en aquellos días, Aliena se sentía insatisfecha en grado sumo. Tenía dinero y seguridad, un hogar y sirvientes, ricos vestidos y preciosas joyas, y era respetada en el pueblo. Si alguien se lo preguntara diría que era feliz. Sin embargo, por debajo de todas esas cosas se deslizaba una corriente de inquietud. Nunca perdía su entusiasmo por el trabajo; pero algunas mañanas se preguntaba si podía tener importancia el traje que se pusiera o si se adornara con joyas. Si a nadie le importaba su aspecto, ¿por qué habría de importarle a ella? Y lo que resultaba paradójico, era que, al mismo tiempo, tenía cada vez una mayor conciencia de su cuerpo. Cuando caminaba sentía moverse sus senos. Cuando acudía a la playa de las mujeres, a orillas del río para bañarse, se sentía incómoda por su abundante vello. Al cabalgar sobre su caballo, percibía las partes de su cuerpo que estaban en contacto con la silla. Resultaba muy peculiar. Era como si hubiera un mirón atisbando en cada momento, intentando mirar a través de su indumentaria para verla desnuda, y que ese mirón fuera ella misma. Estaba invadiendo su propia intimidad.

Se tumbó jadeante en la hierba. El sudor le corría entre los senos y por el interior de los muslos. Concentró impaciente sus pensamientos en un problema más inmediato. Ese año no había vendido toda su lana. No era culpa suya. La mayoría de los mercaderes se habían quedado con un remanente de vellón y también el prior Philip, el cual se mostraba muy tranquilo ante aquella coyuntura; pero Aliena se hallaba inquieta. ¿Qué iba a hacer con toda aquella lana? Claro que podía tenerla almacenada hasta el año siguiente. ¿Pero qué iba a pasar si tampoco la vendía? Ignoraba cuánto tiempo había de transcurrir hasta que la lana en bruto se deteriorara. Sospechaba que era posible que se secara y entonces resultara quebradiza y difícil de manejar.

Si las cosas se ponían muy mal, ya no tendría posibilidad de mantener a Richard. Ser caballero era algo muy costoso. El caballo de guerra que costó veinte libras había perdido su empuje a raíz de la batalla de Lincoln y en aquellos momentos era prácticamente inútil. Muy pronto Richard querría otro. Aliena podía permitírselo. Pero representaría un buen bocado a sus recursos. Richard se sentía incómodo al tener que depender de ella. No era una situación habitual en un caballero, y había esperado poder saquear lo suficiente para mantenerse por sí mismo. Pero, desde que el rey Stephen lo armó caballero, se había encontrado en el lado perdedor. Si había de recuperar el Condado, ella tenía que seguir prosperando. En sus peores pesadillas, Aliena perdía todo su dinero y los dos se encontraban de nuevo en la miseria, presa de sacerdotes deshonestos, nobles lujuriosos y proscritos sanguinarios. Y los dos acababan en la apestosa mazmorra donde vio por última vez a su padre, aherrojado al muro y moribundo.

En contraste con semejante pesadilla, tenía un ensueño de felicidad, en el que Richard y ella vivían juntos en el castillo, en su viejo hogar. Richard gobernaba con la misma prudencia que lo había hecho su padre, y Aliena le ayudaba, igual que hizo con él recibiendo a invitados importantes, ofreciendo hospitalidad y sentándose a su izquierda, a la alta mesa, para cenar. Pero, en los últimos tiempos, incluso ese sueño la había dejado descontenta. Agitó la cabeza para ahuyentar la melancolía y volvió a centrar sus pensamientos en la lana. La manera más sencilla de afrontar ese problema consistía en no hacer nada. Almacenaría el exceso de lana hasta el próximo año y, si entonces no podía venderla, enjugaría la pérdida. Podría soportarla. Sin embargo, existía el remoto peligro de que ocurriera lo mismo el año siguiente, lo cual podría ser el comienzo del declive del negocio. Por ello había de buscar alguna otra solución. Ya intentó vender la lana a un tejedor de Kingsbridge; pero éste ya disponía de cuanto necesitaba.

Y ahora, mientras miraba a las mujeres de Kingsbridge recuperándose de la carrera, se le ocurrió que la mayoría de ellas sabían hacer tejidos con la lana en crudo. Era una tarea sencilla aunque tediosa.

Las campesinas la habían estado haciendo desde Adán y Eva. Se lavaba el vellón; luego, había que peinarlo para que quedase desenmarañado. Después se hilaba. Con el hilo, se hacía el tejido, que quedaba flojo, y había que someterlo a diversas manipulaciones para que encogiera y engrosara, hasta quedar transformado en un paño que podía utilizarse para hacer trajes. Las mujeres del pueblo seguramente estarían dispuestas a hacerlo por un penique diario. ¿Pero cuánto tiempo se necesitaría? ¿Y cuál sería el precio de la tela acabada? Tendría que hacer una prueba con una pequeña cantidad. Luego, si daba resultado, podía tener a varias mujeres trabajando durante las largas noches de invierno.

Se incorporó, excitada por su nueva idea. Ellen estaba tumbada junto a ella y Jack sentado al lado de su madre. Tropezó con la mirada de Aliena, esbozó una sonrisa y apartó la vista como si se sintiera algo incómodo de que le hubiera pescado mirándola. Era un muchacho extraño, con la cabeza pletórica de ideas. Aliena todavía le recordaba como un chiquillo pequeño, de aspecto peculiar, que no sabía cómo se concebía a los niños. Sin embargo, apenas se dio cuenta de su presencia cuando se quedó a vivir en Kingsbridge. Y ahora parecía tan diferente, una persona tan nueva que era como si hubiera surgido de pronto, igual que una flor que aparece una mañana donde el día anterior no había más que la tierra desnuda. Para empezar, había perdido aquel aspecto peculiar. Aliena lo miró risueña y divertida, y se dijo que las jóvenes debían de hallarlo guapísimo. Desde luego tenía una bonita sonrisa. Ella no daba demasiada importancia a su apariencia; pero se sentía algo intrigada por su asombrosa imaginación. Había descubierto que no sólo sabía varios romances completos, algunos de ellos con miles y miles de versos, sino que también podía hacerlos a medida que recitaba, de manera que Aliena nunca sabía si los estaba recitando de memoria o si improvisaba. Y las historias no eran lo único sorprendente en él. Sentía curiosidad por todo en el mundo y se mostraba desconcertado por cosas que los demás daban por sentado. Cierto día le preguntó de dónde llegaba el agua del río.

—En todo momento, miles y miles de galones de agua pasan por Kingsbridge, noche y día, durante el año entero. Y así ha sido desde antes que nosotros naciéramos, desde antes de que nacieran nuestros padres y desde antes de que sus padres nacieran. ¿De dónde viene toda esa agua? ¿Hay un lago en alguna parte que lo alimenta? ¡Debe de ser un lago tan grande como toda Inglaterra! ¿Y qué pasará si un día acaba secándose?

Siempre estaba diciendo cosas parecidas, algunas de ellas menos imaginativas, e hizo comprender a Aliena que se hallaba hambrienta de conversación inteligente. La mayoría de las personas de Kingsbridge sólo sabían hablar de agricultura y adulterio, y ninguno de los dos temas interesaba a Aliena. Claro que con el prior Philip era diferente; pero no podía permitirse a menudo mantener charlas ociosas. Siempre estaba ocupado, con la construcción de la iglesia, los monjes o la ciudad. A Aliena le parecía que también Tom era inteligente; pero lo consideraba más bien un pensador que un conversador. Jack era el primer amigo auténtico que ella había tenido. Lo consideraba un descubrimiento maravilloso, pese a su juventud. En realidad, en las ocasiones en que se encontraba lejos de Kingsbridge, había descubierto que esperaba ansiosa la hora de volver para poder charlar con él.

Aliena se preguntaba de dónde sacaría sus ideas. Aquello le hizo dirigir su atención hacia Ellen. ¡Qué mujer tan extraña debía de ser para criar a un niño en el bosque! Había hablado con ella descubriendo que era un espíritu parejo al suyo, una mujer independiente y que se bastaba por sí sola; resentida, en cierto modo, por la forma en que la había tratado la vida.

—¿Dónde aprendiste las historias, Ellen? —le preguntó Aliena movida por un impulso.

—Del padre de Jack —repuso Ellen sin pensarlo dos veces.

Pero al punto su expresión se hizo cautelosa y Aliena comprendió que no debía hacer más preguntas.

Y entonces la otra idea le vino al pensamiento.

—¿Sabes tejer?

—Claro —repuso Ellen—. ¿Acaso no sabe todo el mundo?

—¿Te gustaría tejer por dinero?

—Tal vez. ¿Qué te ronda por la cabeza?

Aliena se lo explicó. Claro que Ellen no andaba corta de dinero, pero era Tom quien lo ganaba y Aliena sospechaba que tal vez a ella le gustara obtener algo por sí misma.

Acertó.

—Sí, lo intentaré —repuso Ellen.

En aquel momento, se acercó Alfred, el hijastro de Ellen. Al igual que su padre, Alfred era casi un gigante. La mayor parte de la cara le quedaba oculta tras una frondosa barba. Tenía muy juntos los ojos, de mirada solapada. Sabía leer, escribir y sumar; pese a todo, era estúpido. Sin embargo había prosperado y poseía su propia cuadrilla de albañiles, aprendices y peones. Aliena había observado que los hombres grandes siempre alcanzaban posiciones de poder sin que para ello contara la inteligencia. Y, naturalmente, como capataz de una cuadrilla siempre tenía la seguridad de obtener trabajo para ella al ser su padre maestro constructor de la catedral de Kingsbridge.

Se sentó en la hierba, a su lado. Sus enormes pies estaban calzados con pesadas botas de cuero grises por el polvo de la piedra. Aliena rara vez hablaba con él. Lo natural hubiera sido que tuvieran muchas cosas en común, ya que eran, prácticamente, los únicos jóvenes de la clase acaudalada de Kingsbridge, las gentes que vivían en las casas más cercanas a los muros del priorato. Pero Alfred parecía muy aburrido. Al cabo de un momento habló.

—Debería haber una iglesia de piedra —dijo sin más.

Era evidente que suponía que todos ellos habrían de deducir por sí mismos a qué se debía aquella brusca afirmación.

—¿Te refieres a la iglesia parroquial? —le preguntó Aliena al cabo de un instante de reflexión.

—Sí —afirmó como si la cosa estuviese bien clara.

Por aquellos días, se frecuentaba mucho la iglesia parroquial, ya que la cripta de la catedral que utilizaban los monjes se ponía abarrotada y no tenía ventilación. La población de Kingsbridge había aumentado mucho. Sin embargo, la iglesia parroquial era un edificio viejo de madera con el tejado de barda y el suelo sucio.

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